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– ¿Para qué hace usted eso? -pregunté.

– Porque este trozo de tela tiene poder -dijo en tono casual-. Durante un momento ibas muy bien con él, y no hay manera de saber qué habría pasado si te hubieras quedado sentado.

Viernes, abril 13, 1962

AL romper el alba nos encaminamos a las montañas. Estaban sorprendentemente lejos. Al mediodía nos adentramos en una de las cañadas. Había algo de agua en charcos de poca hondura. Nos sentamos a descansar en la sombra de un acantilado oblicuo.

Los montes eran aglutinaciones de un monumental fluir volcánico. La lava solidificada se había erosionado a lo largo de milenios, hasta ser piedra porosa, café oscuro. Sólo unas cuantas yerbas resistentes crecían entre las rocas y en las grietas.

Al alzar la vista a los muros casi perpendiculares de la cañada, experimenté una extraña sensación en la boca del estómago. Los farallones tenían cientos de metros de alto y me daban a sentir que se cerraban sobre mí. El sol estaba casi por encima de nuestras cabezas, ligeramente hacia el suroeste.

– Párate aquí -dijo don Juan, y maniobró mi cuerpo hasta que me encontré mirando al sol.

Me dijo que fijara la vista en los farallones sobre mí.

El espectáculo era estupendo. La colosal altura de las paredes de lava hacia tambalearse mi imaginación. Empecé a pensar qué erupción volcánica debía haber sido aquélla. Varias veces subí y bajé los ojos por los lados de la cañada. Me abstraje en la riqueza de colorido sobre el farallón. Había manchas de todos los matices concebibles. Había en cada roca trozos de musgo o liquen gris claro. Miré directamente hacia arriba y noté que la luz del sol producía reflejos exquisitos al tocar las manchas brillantes de la lava sólida.

Contemplé un área en las montañas donde se reflejaba la luz. Conforme el sol se movía, la intensidad disminuía; luego se apagó por entero.

Miré al otro lado de la cañada y vi otra área de las mismas exquisitas refracciones luminosas. Dije a don Juan lo que estaba ocurriendo, y entonces localicé otra zona de luz, y luego otra más en un sitio distinto, y otra, hasta que toda la cañada se hallaba cubierta de grandes manchas de luz.

Me sentía mareado; aun cuando cerraba los ojos seguía viendo las brillantes luces. Con la cabeza entre las manos, traté de meterme bajo el acantilado saliente, pero don Juan aferró mi brazo con firmeza e imperiosamente me indicó mirar los lados de las montañas y tratar de localizar manchas de oscuridad pesada enmedio de los campos de luz.

Yo no quería mirar, porque el resplandor molestaba mis ojos. Dije que me ocurría algo similar a cuando se miraba una calle soleada a través de una ventana y luego se veía el marco de la ventana como una silueta oscura en todas partes.

Don Juan meneó la cabeza de lado a lado y empezó a reír chasqueando la lengua. Me soltó el brazo y tomamos asiento nuevamente bajo el acantilado.

Yo estaba anotando mis impresiones del entorno cuando don Juan, tras largo silencio, habló súbitamente en tono dramático.

– Te he traído aquí para enseñarte una cosa -dijo, e hizo una pausa-. Vas a aprender a no-hacer. Y tienes que hacerlo hablando de ello porque no hay otra forma de que sigas adelante. Pensé que a lo mejor te salía el no-hacer sin que yo tuviera que decir nada. Me equivocaba.

– No sé de qué habla usted, don Juan.

– No importa -dijo-. Voy a hablarte de algo que es muy sencillo pero muy difícil de ejecutar; voy a hablarte de no-hacer, pese al hecho de que no hay manera de hablar de eso, porque el cuerpo es el que lo ejecuta.

Me miró en vistazos y luego dijo que yo debía prestar la máxima atención a lo que iba a decirme.

Cerré mi libreta pero, para mi asombro absoluto, él insistió en que siguiera escribiendo.

– No-hacer es tan difícil y tan poderoso que no debes mencionarlo -prosiguió- hasta que hayas parado el mundo; sólo entonces puedes hablar de ello libremente, si eso es lo que quieres hacer.

Don Juan miró en torno y luego señaló una roca grande.

– Esa roca que está allí es una roca a causa del hacer -dijo.

Nos miramos y él sonrió. Esperé una explicación, pero permaneció silencioso. Finalmente tuve que decir que no había comprendido sus palabras.

– ¡Eso es hacer! -exclamó.

– ¿Cómo dijo?

– Eso también es hacer.

– ¿De qué habla usted, don Juan?

– Hacer es lo que hace esa roca una roca y esa mata una mata. Hacer es lo que te hace ser tú y a mí ser yo.

Le dije que su explicación no explicaba nada. Rió y se rascó las sienes.

– Eso es lo malo de hablar -dijo-. Siempre lleva a confundir las cosas. Si uno se pone a hablar de hacer, siempre termina hablando de algo más. Lo mejor es no decir nada y no más actuar.

"Ahí tienes esa roca, por ejemplo. Mirarla es hacer, pero verla es no-hacer."

Tuve que confesar que sus palabras no tenían sentido para mí.

¡Oh sí, por supuesto que tienen sentido! -exclamó-. Pero tú estás convencido de que no lo tienen porque ése es tu hacer. esa es la forma en que actúas conmigo y con el mundo.

Volvió a señalar la roca.

– Esa roca es una roca por todas las cosas que tú sabes hacerle -dijo-. Yo llamo a eso hacer. Un hombre de conocimiento sabe, por ejemplo, que la roca sólo es un roca a causa de hacer, y si no quiere que la roca, sea una roca lo único, que tiene que hacer es no-hacer. ¿Ves a qué me refiero?

Yo no le entendía en lo absoluto. Riendo, hizo otro intento de explicar.

– El mundo es el mundo porque tú conoces el hacer implicado en hacerlo así -dijo-. Si no conocieras su hacer, el mundo sería distinto.

Me examinó con curiosidad. Dejé de escribir. No quería sino escucharlo. Siguió explicando que sin ese cierto "hacer" no habría nada familiar en el ámbito.

Se agachó a recoger una piedrecilla y la sostuvo ante mis ojos entre el pulgar y el índice de la mano izquierda.

Ésta es una piedra porque tú conoces el hacer que la hace piedra -dijo.

– ¿Qué dice usted? -pregunté con un sentimiento de genuina confusión.

Don Juan sonrió. Parecía estar tratando de ocultar un deleite malicioso.

– No sé por qué te confundes tanto -dijo-. Las palabras son tu predilección. Deberías estar en el cielo.

Me lanzó una mirada misteriosa y alzó las cejas dos o tres veces. Luego volvió a señalar la piedra que sostenía frente a mis ojos.

– Digo que tú haces de esto una piedra porque conoces el hacer necesario para eso -dijo-. Ahora, si quieres parar el mundo, debes parar de hacer.

Pareció darse cuenta de que yo seguía sin entender, y sonrió meneando la cabeza. Luego tomó una rama y señaló el borde desigual de la piedra.

– En el caso de esta piedrita -prosiguió-, lo primero que hace el hacer es encogerla y dejarla de este tamaño. Por eso lo que debe hacerse, lo que hace un guerrero cuando quiere parar el mundo, es agrandar una piedrita, o cualquier otra cosa, por medio del no-hacer.

Se puso de pie y colocó el guijarro en un peñasco y luego me pidió acercarme a examinarlo. Me dijo que mirara los hoyos y las concavidades del guijarro y tratase de percibir sus minucias. Si lograba captar el detalle, dijo, los hoyos y concavidades desaparecerían y yo entendería el significado de "no-hacer".

– Esta pinche piedra te va a volver loco hoy -dijo, Mi rostro debe de haber reflejado desconcierto. Don Juan me miró y soltó la carcajada. Luego fingió enojarse con la piedra y la golpeó dos o tres veces con su sombrero.