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Don Juan añadió que una pluma de vívidos colores, o unos cuarzos muy pulidos, atraían la atención del aliado, pero a la larga un objeto cualquiera sería igualmente efectivo, porque lo importante no era hallar los objetos sino hallar la fuerza que les infundiera poder.

– ¿De qué les sirve tener cuarzos bellamente pulidos si jamás encuentran al espíritu dador de poder? -dijo-. En cambio, si no tienen los cuarzos, pero encuentran al espíritu, pueden ponerle cualquier cosa en el camino para que la toque. Pueden ponerle la verga si no hallan otra cosa.

Los jóvenes soltaron risitas. El más audaz, el que me habló primero, río con fuerza.

Noté que don Juan había cruzado las piernas y relajado su postura. También los jóvenes tenían las piernas cruzadas. Traté de adoptar desenfadadamente una posición más cómoda, pero mi rodilla izquierda parecía tener un nervio torcido o un músculo dolorido. Tuve que ponerme en pie y trotar marcando el paso unos cuantos minutos.

Don Juan hizo un comentario en broma. Dijo que yo había perdido la práctica de arrodillarme porque llevaba años sin ir a confesión, desde que empecé andar con él.

Eso produjo una gran conmoción entre los jóvenes. Rieron a borbotones. Algunos se taparon la cara lanzaron risitas nerviosas.

– Voy a enseñarles algo, muchachos -dijo don Juan, con despreocupación, cuando la risa de los jóvenes cesó.

Supuse que nos mostraría algunos objetos de poder sacados de su morral. Durante un segundo creí que los jóvenes iban a apeñuscarse en torno suyo, pues hicieron al unísono un movimiento súbito. Todos se inclinaron un poco hacia adelante, como para ponerse en pie, pero luego plegaron la pierna izquierda y recuperaron esa misteriosa posición que tanto me maltrataba las rodillas.

Con la mayor naturalidad posible, puse mi pierna izquierda bajo mi cuerpo. Descubrí que si no me sentaba sobre el pie izquierdo, es decir, si mantenía una postura medio arrodillada, las rodillas no me dolían tanto.

Don Juan se levantó y rodeó el gran peñasco hasta desaparecer de nuestra vista.

Sin duda alimentó el fuego antes de ponerse en pie, mientras yo plegaba la pierna, pues las nueva varas chisporrotearon al encender, y brotaron larga llamas. El efecto fue extremadamente dramático. Las llamas duplicaron su tamaño. De pronto, don Juan dejó el cubierto de peñasco y se paró donde había estado sentado. Tuve un instante de desconcierto. Don Juan se había puesto un curioso sombrero negro. Tenía picos a los lados, junto a los oídos, y copa redonda. Se me ocurrió que era de hecho un sombrero de pirata. Don Juan llevaba también una larga casaca negra, de cola, abrochada con un solo botón metálico, brillante, y tenía una pierna de palo.

Reí para mis adentros. Don Juan se veía realmente ridículo en su traje de pirata. Empecé a preguntarme de dónde había sacado ese disfraz en pleno desierto. Asumí que debía haberlo tenido oculto detrás de la roca. Comenté para mí mismo que don Juan no necesitaba más que un parche sobre el ojo y un loro en el hombro para ser el perfecto estereotipo de un bucanero.

Don Juan miró a cada miembro del grupo, deslizando despacio los ojos de derecha a izquierda. Luego alzó la vista por encima de nosotros y escudriñó las tinieblas a nuestras espaldas; permaneció así un momento y luego rodeó el peñasco y desapareció.

No me fijé en cómo caminaba. Obviamente debía llevar la rodilla doblada para representar a un hombre con pata de palo; cuando dio la media vuelta para ir tras el peñasco debí haber visto su pierna doblada, pero me hallaba tan intrigado por sus actos que no presté atención a los detalles.

Las llamas perdieron fuerza en el momento mismo que don Juan rodeó el peñasco. Pensé que su sincronización era magistral; indudablemente calculó cuánto tiempo tardarían en arder las varas añadidas al fuego, y dispuso su aparición y su salida de acuerdo con ese cálculo.

El cambio en la intensidad del fuego fue muy dramático para el grupo; hubo un escarcen de nerviosismo entre los jóvenes. Conforme las llamas disminuían de tamaño, los cuatro recuperaron, al unísono, una postura de piernas cruzadas.

Yo esperaba que don Juan regresara de inmediato y volviera a tomar asiento, pero no lo hizo. Permaneció invisible. Aguardé con impaciencia. Los jóvenes tenían una expresión impasible en sus rostros.

No entendía cuál era el propósito del histrionismo de don Juan. Tras una larga espera, me volví al joven a mi derecha y le pregunté en voz baja si alguna de las prendas que don Juan se había puesto -el sombrero chistoso y la larga casaca de cola-, o el hecho de que se sustentara en una pierna de palo, tenían algún sentido para él.

El joven me miró con una expresión rara, vacía. Parecía confundido. Repetí mi pregunta, y el joven junto al primero me miró con atención para prestar oído.

Se miraron entre si, al parecer presas de la confusión total. Dije que, a mis ojos, el sombrero y la pata y la casaca convertían a don Juan en un pirata.

Para entonces, los cuatro jóvenes se habían congregado a mi alrededor. Reían suavemente y el nerviosismo los agitaba. Parecían faltos de palabras. El de mayor audacia me habló, finalmente. Dijo que don Juan no llevaba sombrero, no tenía puesta una casaca larga, ni en modo alguno se apoyaba en una, pata de palo, sino que lucia un chal o una capucha negra sobre la cabeza y una túnica negro azabache, como de fraile, que llegaba hasta el suelo.

– ¡No! -exclamó con suavidad otro joven-. No traía capucha.

– Es cierto -dijeron los otros.

El joven que habló primero me miró con una expresión de incredulidad completa.

Les dije que debíamos repasar lo ocurrido con mucho cuidado y mucha calma, y que yo tenía la seguridad de que don Juan quería que hiciéramos eso y por ello nos había dejado solos.

El joven a mi extrema derecha dijo que don Juan vestía harapos. Tenía un astroso poncho, o una prenda india similar, y un sombrero muy aporreado. Llevaba una canasta con cosas dentro, pero el joven no sabía con certeza qué cosas eran. Añadió que el atavío de don Juan no era realmente el de un pordiosero, sino más bien el de un hombre que volvía, cargado de objetos extraños, de un viaje interminable.

El joven que vio a don Juan con capucha negra dijo que el anciano no llevaba nada en las manos, pero que su pelo era largo y desordenado, como el de un salvaje que acabara de matar a un fraile y de ponerse su hábito, sin lograr con esto encubrir su salvajismo.

El joven a mi izquierda chasqueó suavemente la lengua y comentó lo extraño que era todo. Dijo que don Juan vestía como un hombre importante recién bajado de su caballo. Lucía chaparreras de cuero, grandes espuelas, un fuete que golpeaba continuamente contra la palma de su mano izquierda, un sombrero chihuahueño de copa cónica, y dos pistolas automáticas calibre 45. Dijo que don Juan era la imagen de un ranchero acomodado.

El joven a mi extrema izquierda rió con timidez y se abstuvo de revelar lo que había visto. Hice por animarlo, pero los demás no se mostraban interesados. El muchacho parecía ser demasiado tímido para hablar.

El fuego estaba a punto de extinguirse cuando don Juan salió de tras el peñasco.

– Más vale que dejemos a los jóvenes en sus labores -me dijo-. Diles adiós.

No los miró. Empezó a alejarse, despacio, para darme tiempo de despedirme.

Los jóvenes me abrazaron.

No había llamas en el fuego, pero las brasas daban suficiente resplandor. Don Juan era como una sombra oscura a unos metros de distancia, y los jóvenes formaban un círculo de siluetas estáticas claramente definidas. Semejaban una línea de estatuas negras como el azabache, colocadas contra un fondo de tinieblas.

Fue entonces cuando el evento total tuvo impacto sobre mí. Un escalofrío recorrió mis vértebras. Alcancé a don Juan. Él me dijo, en un tono de gran urgencia, que no me volviera a mirar a los jóvenes, porque en ese momento eran un círculo de sombras.