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De tiempo en tiempo escuchaba atento, con la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha, al parecer para discernir sonidos entre el matorral. En cierto punto me hizo seña de cesar y mantuvo una postura de lo más alerta; era como si se hallase pronto a dar un salto y caer sobre un asaltante desconocido e invisible.

Luego me indicó reanudar el golpeteo, y tras un rato me hizo parar de nuevo. Cada vez que yo me detenía, él escuchaba con tal concentración que cada fibra de su cuerpo parecía tensarse casi hasta reventar.

De pronto saltó a mi lado y me susurró al oído que el crepúsculo estaba en pleno poder.

Miré alrededor. El matorral era una masa oscura, y lo mismo los cerros y las rocas. El cielo era azul oscuro y yo no distinguía ya las nubes. El mundo entero parecía una masa uniforme de siluetas oscuras sin límites visibles.

Oí a lo lejos el grito escalofriante de un animaclass="underline" un coyote o quizá un ave nocturna. Ocurrió tan de repente que no le presté atención. Pero el cuerpo de don Juan amagó un sobresalto. Parado junto a él, sentí su vibración.

– Dale de nuevo -susurró-. Patea otra vez y ponte listo. Ya ella está aquí.

Empecé a patalear con furia y don Juan puso su pie sobre el mío y me hizo señas frenéticas de que me calmara y golpease rítmicamente.

– No la asustes -me dijo al oído-. Tranquilízate y no pierdas el juicio.

Nuevamente empezó a marcarme el paso, y la segunda vez que me hizo parar volví a escuchar el mismo grito. Ahora parecía ser el grito de un ave que volaba sobre el cerro.

Don Juan me hizo patalear una vez más, y en el momento de cesar oía mi izquierda un peculiar sonido crujiente. Era el ruido que produciría un animal pesado al cruzar entre las matas secas. Pensé fugazmente en un oso, pero caí en la cuenta de que no había osos en el desierto. Me cogí del brazo de don Juan y él me sonrió y se llevó el dedo a la boca en gesto de silencio. Fijé la mirada en la oscuridad hacia mi izquierda, pero él me indicó no hacerlo. Señaló repetidamente algo por encima de mi cabeza y luego me hizo girar, despacio y en silencio, hasta que me vi encarando la masa oscura del cerro. Don Juan mantenía el dedo apuntando a cierto punto del cerro. Adherí mi vista a dicho sitió y de pronto, como en una pesadilla, una sombra negra me saltó encima. Chillé y caí de espaldas al suelo. Durante un momento la silueta se sobreimpuso al cielo azul oscuro y luego voló por el aire y aterrizó más allá de nosotros, en el matorral. Oí el sonido de un cuerpo pesado que caía con estruendo sobre los arbustos, y después un extraño clamor.

Don Juan me ayudó a levantarme y me guió, en la oscuridad, al sitio donde había dejado mis trampas. Me hizo reunirlas y desarmarlas, y luego desparramó las piezas en todas direcciones. Realizó todo esto sin decir palabra. No hablamos en el camino a su casa.

– ¿Qué quieres que te diga? -preguntó don Juan después de que lo hube instado repetidas veces a explicar los eventos acontecidos unas horas antes.

– ¿Qué cosa era? -pregunté.

– Sabes muy bien quién era -dijo-. No me vengas con eso de "qué cosa era". Lo importante es quién era.

Yo había urdido una explicación que parecía satisfacerme. La figura que vi podría haber sido un papalote: alguien lo había soltado arriba del cerro mientras alguien más, a nuestra espalda, lo jalaba al suelo, dando así el efecto de una silueta oscura que voló por el aire cosa de quince o veinte metros.

Escuchó atentamente mi explicación y luego rió hasta que se le salieron las lágrimas.

– Ya no te andes por las ramas -lijo-. Al grano. ¿No era una mujer?

Tuve que admitir que, al caer y alzar la vista, vi saltar sobre mí, en un movimiento muy lento, la silueta oscura de una mujer con falda larga; luego algo pareció jalar a la silueta y ésta voló con gran velocidad y se estrelló en los arbustos. De hecho, ese movimiento fue lo que me dio la idea de un papalote.

Don Juan rehusó seguir discutiendo el incidente.

AL otro día, salió a cumplir alguna misión misteriosa y yo fui a visitar a unos amigos yaquis de otra comunidad.

Miércoles, diciembre 12, 1962

Apenas llegué a la comunidad yaqui, el tendero mexicano me dijo que una compañía de Ciudad Obregón le había rentado un tocadiscos y veinte disco para la fiesta que iba a dar esa noche en honor de la Virgen de Guadalupe. Ya había contado a todos cómo hizo los arreglos necesarios a través de Julio, el agente viajero que llegaba a la población yaqui dos veces por mes para cobrar los abonos de la ropa barata que había logrado vender, a plazos, a algunos indios.

Julio trajo el tocadiscos temprano por la tarde, y lo conectó a la dínamo que producía electricidad para la tienda. Verificó el funcionamiento, subió el volumen al máximo, recordó al tendero que no tocara los botones, y empezó a acomodar los veinte discos.

– Sé cuántos rayones tiene cada uno -advirtió al tendero.

– Eso díselo a mi hija -respondió el otro.

– El responsable eres tú, no tu hija.

– De todos modos, ella es la que va a estar cambiando los discos.

Julio recalcó que a él no le importaba quién fuera a manejar el aparato, siempre y cuando el tendero pagara los discos dañados. El tendero se puso a discutir con Julio. El rostro de Julio enrojeció. De tiempo en tiempo se volvía hacia el nutrido grupo de yaquis congregado frente a la tienda y daba muestras de desesperanza o frustración moviendo las manos o contorsionando la cara en una mueca. Como último recurso, exigió un depósito en efectivo. Eso precipitó otra larga discusión acerca de qué cosa debía tomarse por un disco dañado. Julio declaró con autoridad que cualquier disco roto tenía que pagarse a precio de nuevo. El tendero se enojó más y empezó a quitar sus extensiones eléctricas. Parecía decidido a desconectar el tocadiscos y cancelar la fiesta. Aclaró a sus clientes, reunidos frente a la tienda, que había hecho lo posible por entrar en tratos con Julio. Durante un momento pareció que la fiesta fallaría antes de comenzar.

Blas, el viejo yaqui que me alojaba en su casa, hizo en voz alta comentarios despectivos acerca del triste estado de cosas entre los yaquis, que ni siquiera podían celebrar su festividad religiosa más reverenciada, el día de la Virgen de Guadalupe.

Quise intervenir y ofrecer mi ayuda, pero Blas lo impidió. Dijo que, si yo cubriera el depósito requerido, el tendero mismo haría pedazos los discos.

– Es peor que cualquiera -dijo-. Que pague él. Bien que nos chupa sangre. Déjalo que pague.

Tras una larga discusión en la que, extrañamente, todos los presentes estaban en favor de Julio, el tendero logró términos que satisficieron a ambas partes. No pagó el depósito en efectivo, pero acertó responsabilidad por los discos y el aparato.

La motocicleta de Julio dejó una estela de polvo cuando el viajante se dirigió a algunas de las casas más remotas de la localidad. Blas dijo que estaba tratando de agarrar a sus clientes antes de que ellos viniesen a la tienda y gastaran todo su dinero en tragos. Mientras hablaba, un grupo de indios salió de tras la tienda. Blas los miró y echó a reír, y lo mismo hicieron todos los demás.

Blas me dijo que esos indios eran clientes de Julio y habían estado escondidos detrás de la tienda, esperando que se fuera.

La fiesta comenzó temprano. La hija del tendero puso un disco en la tornamesa y bajó el brazo; hubo un estruendo chillante y un zumbido muy agudo; y luego se oyó un ensordecedor sonido de trompeta y algunas guitarras.

La fiesta consistía en tocar los discos a todo volumen, Había cuatro mexicanos jóvenes que bailaban con las dos hijas del tendero y con otras tres muchachas mexicanas. Los yaquis no bailaban; observaban con aparente deleite cada movimiento de los bailarines, Parecían divertirse nada más mirando y engullendo tequila barato.

Invité copas a todos los que conocía. Quería evitar cualquier resentimiento. Circulé entre los numerosos indios, haciéndoles plática y ofreciéndoles tragos. Mi patrón de conducta funcionó hasta que se dieron cuenta de que yo no bebía. Eso pareció molestar simultáneamente a todo el mundo. Era como si, colectivamente, hubieran descubierto que yo no encajaba allí. Los indios se pusieron muy hoscos y me dirigían miradas de reojo.