Los mexicanos, que se hallaban tan borrachos como los indios, advirtieron al mismo tiempo que yo no había bailado, y eso pareció ofenderlos a un grado incluso mayor. Se pusieron muy agresivos. Uno de ellos me agarró el brazo y me llevó más cerca del tocadiscos; otro me sirvió una taza entera de tequila y quiso que me la tomara de un trago para demostrar que era macho.
Traté de ganar tiempo y reí estúpidamente, como si disfrutara de toda esa situación. Dije que me gustaría bailar primero y beber después. Uno de los jóvenes gritó el título de una canción. La muchacha a cargo del aparato empezó a buscar en la pila de discos. Parecía algo achispada, aunque ninguna de las mujeres había bebido en público, y tuvo dificultades para encajar el disco en la espiga. Un joven dijo que el disco elegido no era un twist; ella revolvió la pila, tratando de hallar la música adecuada, y todo el mundo se cerró en torno a ella y me dejó. Eso me dio tiempo para correr detrás de la tienda, salir del área iluminada y quedar fuera de vista.
Parado a unos treinta metros de distancia, en la oscuridad de unos matorrales, traté de decidir qué hacía. Me hallaba cansado. Sentí que era tiempo de subir en mi coche y volver a casa. Eché a andar hacia la vivienda de Blas, donde estaba el coche. Calculé que, si manejaba despacio, nadie se daría cuenta de que me iba.
Al parecer, la gente a cargo de la música seguía buscando el disco -todo lo que yo podía oír era el zumbido agudo de la bocina-, pero luego surgió el estruendo de un twist. Reí, pensando que probablemente habían vuelto los ojos buscándome, sólo para descubrir mi desaparición.
Vi siluetas oscuras de personas que iban en dirección opuesta, hacia la tienda. Nos cruzamos y murmuraron: "Buenas noches." Los reconocí y les hablé. Les dije que la fiesta estaba buena.
Antes de llegar a un brusco recodo del camino, me encontré con otras dos personas; no las reconocí, pero las saludé de todos modos. El escándalo del tocadiscos era casi tan fuerte allí, en el camino, como frente a la tienda. Era una noche oscura, sin estrellas, pero el brillo de las luces de la tienda me permitía una percepción visual bastante buena del contorno. La casa de Blas quedaba muy cerca, y aceleré el paso. Noté entonces la figura oscura de una persona, sentada o tal vez acuclillada a mi izquierda, en el recodo. Pensé por un instante que podía ser uno de los asistentes a la fiesta, que se había ido antes que yo.
La persona parecía estar defecando al lado del camino. Eso resultaba extraño. La gente de la comunidad se adentraba en el matorral cuando quería hacer sus necesidades. Pensé que quien estaba frente a mí debía hallarse borracho.
Llegué al recodo y dije: "Buenas noches." La respuesta fue un aullido áspero, inhumano. Los vellos de mi cuerpo se erizaron. Por un segundo quedé paralizado. Luego eché a andar aprisa. Lancé un vistazo breve. Vi que la silueta oscura se había incorporado a medias; era una mujer. Se hallaba encorvada, inclinada hacia adelante; caminó unos metros en esa postura y luego saltó. Eché a correr, mientras la mujer saltaba como pájaro a mi lado, manteniéndose a la par. Cuando llegué a la casa de Blas, me estaba cortando el camino y casi nos tocábamos.
Salté una zanjita seca frente a la casa y entré, casi derribando la frágil puerta.
Blas ya se encontraba en la casa y mi historia no pareció preocuparlo.
– Te jugaron una buena -dijo, tranquilizándome-. A los indios les encanta chingar a los yoris.
La experiencia me había espantado tanto que al día siguiente fui a casa de don Juan en vez de volver a la mía como había planeado.
Don Juan regresó al atardecer. Sin darle tiempo a decir nada, barboté la historia completa, incluyendo el comentario de Blas. La cara de don Juan se ensombreció. Acaso fue sólo mi imaginación, pero pensé que estaba preocupado.
– No te fíes mucho de lo que Blas te dijo -aconsejó en tono serio-. No sabe nada de las luchas entre brujos.
"Debías haber sabido que era algo serio en el momento en que viste la sombra a tu izquierda. Pero no debiste correr.
– ¿Y qué debería haber hecho? ¿Quedarme allí parado?
– Correcto. Cuando un guerrero se encuentra con su adversario, y el adversario no es un ser humano ordinario, tiene que plantarse. Eso es lo único que lo hace invulnerable.
– ¿Qué dice usted, don Juan?
– Digo que has tenido tu tercer encuentro con el adversario que vale la pena. Te anda siguiendo, esperando que tengas un momento de debilidad. Esta vez casi te atrapa.
Sentí un brote de angustia y lo acusé de ponerme riesgos innecesarios. Me quejé de que estaba jugando conmigo un juego cruel.
– Sería cruel si esto le hubiera pasado a un hombre común y corriente -dijo-. Pero uno deja de ser común en el instante en que empieza a vivir cono guerrero. Además, no te busqué un adversario que vale la pena porque quiera jugar contigo, o fastidiarte, o enojarte. Un adversario digno podría servirte de acicate; bajo la influencia de una oponente como la Catalina, tal vez tengas que echar mano de todo cuanto te he enseñado. No te queda otra alternativa.
Guardamos silencio un rato. Sus palabras me habían provocado una tremenda aprensión.
Luego me pidió imitar lo mejor posible el grito que oí después de decir: "Buenas noches."
Intenté reproducir el sonido y lancé un aullido extraño que me asustó. A don Juan debe haberle parecido chistosa mi interpretación; rió casi incontrolablemente.
Después me hizo reconstruir la secuencia totaclass="underline" la distancia que corrí, la distancia a que la mujer estaba cuando la encontré y a qué distancia cuando llegué a la casa, y el sitio en que empezó a saltar.
– Ninguna india gorda podría brincar así -dijo después de sopesar todas aquellas variables-. Ni siquiera podría correr tanto.
Me hizo saltar. No pude cubrir más de un metro veinte en cada brinco, y si mi percepción era correcta, los saltos de la mujer habían sido cuando menos de tres metros.
– Bueno, has de saber que de ahora en adelante debes estar siempre alerta -dijo don Juan con gran urgencia-. Esa mujer va a tratar de tocarte el hombro izquierdo en un momento de descuido y debilidad.
– ¿Qué debo hacer? -pregunté.
– No tiene caso quejarse -dijo él-. De ahora en adelante, lo que importa es la estrategia de tu vida.
Yo no podía concentrarme en lo que decía. Tomaba notas en forma automática. Tras un largo silencio me preguntó si tenía yo algún dolor en la nuca o detrás de las orejas. Repuse que no, y él me dijo que, si hubiera experimentado una sensación desagradable en cualquiera de esas dos partes, eso habría significado que la Catalina me había hecho daño aprovechando mi torpeza.
– Todo lo que hiciste anoche fue una torpeza -dijo-. En primer lugar, fuiste a la fiesta a matar tiempo, como si hubiera tiempo que matar. Eso te debilitó.
– ¿Quiere usted decir que no debo ir a fiestas?
– No, no digo eso. Puedes ira donde se te antoje, pero si vas, debes aceptar la entera responsabilidad de ese acto. Un guerrero vive su vida estratégicamente. Sólo asiste a una fiesta o a una reunión así, en caso de que su estrategia lo pida. Eso significa, desde luego, que tiene dominio total y realiza todos los actos que considera necesarios.
Me miró con fijeza y sonrió; luego se cubrió la cara y rió suavemente.
– Estás en un buen aprieto -dijo-. Tu adversario te está pisando los talones y, por primera vez en tu vida, no puedes permitirte el lujo de actuar por las puras. Esta vez debes aprender un hacer totalmente distinto, el hacer de la estrategia. Considéralo así. En caso de que sobrevivas a los ataques de la Catalina, algún día tendrás que darle las gracias por haberte forzado a cambiar de hacer.