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Resultaba claro, pues, que aunque todo mi trabajo no se hubiera descompuesto en adornos, tenía que iniciarlo de nuevo, fundamentándolo y construyéndolo sobre las nuevas bases. Decidí comenzar con una breve historia del Círculo, desde su fundación o constitución. Los catálogos que se encontraban sobre las mesas — kilómetros, enormes, que se perdían en la lejanía y en la penumbra— debían darme una contestación a cada una de mis preguntas.

Primeramente decidí examinar el archivo realizando unas pruebas al azar; tenía que aprender a manejar aquel enorme aparato informativo. Como es lógico, lo primero que busqué fue la Carta del Círculo. «Carta del Círculo», decía el catálogo, «véase compartimiento Chrysostimos, ciclo V, párrafo 39, 8». Encontré el compartimiento, el ciclo y el párrafo sin el menor esfuerzo: el archivo estaba maravillosamente ordenado. Cuando tuve la Carta del Círculo entre mis manos, vi que me sería imposible leerla. Aquel documento, según me pareció, estaba escrito en caracteres griegos; el griego lo entiendo bastante bien, pero aquélla era una escritura muy antigua y extraña, cuyos signos no pude descifrar a pesar de su aparente claridad. El texto parecía haber sido redactado en un dialecto; quizás en el lenguaje secreto de los adeptos, y sólo de vez en cuando, alcanzaba a comprender alguna palabra por el sonido o por la analogía. Pero aún no me sentí descorazonado. Aunque no pudiera leer la Carta, aquellos signos me sugerían poderosas y vivas imágenes de mi vida de antaño; vi, por ejemplo, a mi amigo Longus junto a mí, dibujando signos griegos y hebraicos en el jardín, y de nuevo los signos se transmutaban en pájaros, dragones y serpientes que se perdían en las profundidades de la noche.

Me estremecí al comprobar lo que representaba para mí hojear aquel catálogo. Tropecé con varias palabras conocidas, con nombres que me eran familiares. Como fulminado por un rayo, leí mi propio nombre, pero no me atreví a consultar el archivo. ¿Quién sería capaz de escuchar sin inmutarse la sentencia pronunciada por un tribunal infalible sobre uno mismo? Encontré también el nombre del pintor Paul Klee, a quien recordara del viaje, y que era amigo de Klingsor. Busqué su número en el archivo. Hallé allí una placa de oro esmaltada, al parecer muy antigua, en la que aparecía dibujado o grabado con hierro candente un trébol. En una de sus hojas figuraba un barco de una sola vela pintado de azul; en la segunda, un pez de escamas de colores; la tercera parecía un impreso telegráfico y en él aparecía escrito lo siguiente:

So blau wie Schnee So Paul wie Klee[1].

Me produjo una alegría melancólica leer lo referente a Klingsor, a Longus, a Max y a Tilly. Tampoco resistí a la tentación de saber algo más acerca de Leo. En el catálogo se decía:

¡Cave!

Archiespisc. XIX. Diacon. D. VII

¡Cave!

Cornu A mon. 6.

La doble advertencia «Cave» me impresionó; no me atrevía a penetrar en su misterio. A cada nuevo intento que hacía me llenaba de asombro la cantidad increíble de material, de saber, de fórmulas mágicas que contenía aquel archivo. En resumidas cuentas: quedé convencido de que allí se almacenaba todo cuanto tenía relación con el mundo.

Después de felices y desconcertantes investigaciones por muchos de aquellos ficheros del saber, varias veces retorné al compartimiento Leo, poseído por una curiosidad creciente, cada vez más intensa. Pero siempre me repelía aquel doble «Cave». Estando hojeando otro catálogo descubrí la palabra Fatme, con la indicación:

princ. orient. 2 noct. mili. 983 hort. delic. 07

Busqué y encontré el lugar correspondiente. Ante mis ojos apareció un pequeño medallón que podía abrirse y que contenía una miniatura, la imagen arrebatadora de una bellísima princesa, que me recordó inmediatamente Las mil y una noches, todos los cuentos de mi época de adolescente, todos los sueños y anhelos de aquella época mágica, cuando, para poder ver a Fatme, serví durante un año como novicio y al cumplir el plazo me presenté para mi admisión en el Círculo. El medallón estaba envuelto en un tejido muy fino, de color violeta. Lo olí; poseía un perfume increíblemente lejano y sutil, un perfume de ensueño de princesa oriental, inimaginable. Mientras aspiraba aquel perfume mágico, sentí la sensación de una pérdida irreparable. Recordé el mágico influjo con que había emprendido mi peregrinaje hacia el Este, peregrinaje que fracasó ante unos obstáculos misteriosos y en el fondo desconocidos; me lamenté de que aquel hechizo se hubiera esfumado en mi corazón, sumiéndome en el abandono y en la más fría desesperación. En esto se había convertido para mí el aire que respiraba, el pan que comía, lo que bebía.

No podía ver el tejido ni la imagen, tan denso era el velo de lágrimas que cubría mis ojos. Hoy ya sé que no bastaría el cuadro de la princesa árabe para obligarme a desafiar al mundo y al infierno, convirtiéndome en caballero andante y en cruzado; hoy precisaría otra magia mucho más poderosa. ¡Qué dulce, inocente y sagrado fue aquel sueño que persiguiera en mis años de juventud y que me había convertido en un narrador de cuentos, en músico, más tarde en novicio, para conducirme finalmente a Morbio Inferiore.

Unos ruidos me despertaron de mi ensimismamiento; desde los profundos espacios me contemplaba el misterio. Y un nuevo pensamiento; un nuevo dolor me atravesó como un relámpago. Yo, ingenuo de mí, había tratado de escribir la historia del Círculo cuando no me era posible descifrar ni comprender la milésima parte de aquellos millones de escritos — libros, papeles, cuadros, signos— que constituían el fabuloso archivo. Abrumado, estupefacto, incapaz de comprenderme a mí mismo, me sentía increíblemente ridículo al verme rodeado por todas aquellas cosas con las que me había permitido jugar un poco en mi insensata pretensión de interpretar el significado del Círculo y de mi propia vida.

Súbitamente, por todas las puertas, surgieron un número infinito de Superiores. A algunos de ellos todavía pude reconocerles a través de mis lágrimas. Así, vi al mago Jup, al archivero Lindhorst, a Mozart vestido de Pablo… Los componentes de aquella impresionante reunión fueron tomando asiento en las múltiples hileras de sillones; sobre el alto tronco vi resplandecer un dorado baldaquín.

El Orador se adelantó y anunció:

— El Círculo está dispuesto a dictar sentencia por medio de sus Superiores sobre el autoacusado H., que se creyó obligado a silenciar los secretos del Círculo, y que ha reconocido lo maravillosa e imposible que era su intención de narrar la historia de un viaje cuando no se dispone de suficiente capacidad. Al mismo tiempo, intentó escribir la historia de este Círculo, en el cual ya no creía y al que había dejado de ser fiel.

Se dirigió a mí y gritó con su voz clara de heraldo:

— Autoacusado H., ¿está usted dispuesto a reconocer este tribunal y a someterse a sus fallos?

— Sí — respondí.

— ¿Está conforme, autoacusado H. — continuó el Orador—, con que el tribunal de los Superiores dicte sentencia sin que presida el Superior de los Superiores, o exige que el mismo Superior le juzgue?

— Estoy conforme — repuse yo— con la sentencia de los Superiores, presida o no el Superior de los Superiores.

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Juego de palabras: Tan azul como la nieve — tan Pablo como Trébol.