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«La desaparición del criado Leo reveló la profunda desunión y desconcierto que existían en nuestro grupo, destrozó nuestra unión, indestructible, al parecer, hasta entonces. Algunos de nosotros supieron o presintieron en el acto que Leo no había sufrido ningún accidente, ni tampoco desertado, sino que había sido llamado en secreto por los Superiores. Ninguno de nosotros puede recordar sin vergüenza y arrepentimiento el fracaso de la prueba a que fuimos sometidos. Apenas nos dejó Leo, desaparecieron la fe y la unidad de nuestro grupo; fue como si se hubiera esfumado un buen espíritu del hogar, como si la sangre fluyera de nuestro grupo, por una herida desconocida.

«Se produjeron las primeras desavenencias, se iniciaron las primeras discusiones violentas sobre cuestiones absurdas y ridículas. Me acuerdo, por ejemplo, de que nuestro apreciado director de orquesta, el violinista H. H., afirmó dé pronto que Leo se había llevado en su mochila la Carta del Círculo, el manuscrito del Maestro.. Durante días enteros discutimos esta cuestión. Desde un punto de vista simbólico, la afirmación de J. H., tenía cierta consistencia: era evidente que después de la desaparición de Leo, parecíamos haber perdido la bendición de nuestro grupo; se había esfumado el sentimiento de unidad. Un convincente ejemplo de lo que digo nos lo proporcionó aquel músico H. H. Hasta los días de Morbio Inferiore fue uno de los más fieles y creyentes miembros del Círculo, siendo muy estimado como músico, y, a pesar de algunas debilidades de su carácter, uno de los más fervorosos partidarios. Desde que, desapareció Leo, H. H. fue víctima de una depresión y una desconfianza crecientes, mostrándose cada día más negligente en su cargo, hasta llegar a transformarse en una persona meditabunda, nerviosa, insoportable, que de continuo andaba buscando cuestiones. Un día se retrajo en la marcha, y no volvió a reunirse con nosotros; había emprendido la huida. Desgraciadamente, no fue el único, y al final no quedaba nadie de nuestro pequeño grupo.» El otro historiador escribía lo siguiente: «De igual modo que con la muerte de César se derrumbó el Imperio romano, de la misma forma que la deserción de Wilson trajo el derrumbamiento del ideal democrático universal, así fue destruido nuestro Círculo después de los funestos días de Morbio Inferiore. Si se ha de achacar la culpa y la responsabilidad de este fracaso a alguien, entonces habremos de citar a dos de nuestros miembros, al parecer completamente inocentes: el músico H. H. y el criado Leo. Estos dos hermanos, hasta aquel instante dos de los más fervientes servidores del Círculo, aunque no poseían una gran comprensión del significado universal de nuestra gran idea, desertaron un día sin dejar rastro, no sin llevarse objetos de valor y documentos importantes, lo que hace suponer que fueran sobornados por poderosos enemigos del Círculo…»

Aunque la memoria de este historiador se mostraba un tanto turbia y, no obstante su evidente buena fe, presentaba todo de un modo bastante distinto de como ocurrió en realidad, ¿dónde residía el valor de mis propias anotaciones? Si diez historiadores hubieran comentado los días de Morbio Inferiore, cada uno hubiese contradicho a los nueve restantes. No, no era necesario proseguir mis esfuerzos como historiador. Tampoco era necesario leer aquellos relatos; todos bien podían pudrirse en sus archivos.

¡Temblé a la idea de todo lo que podía aún saber en aquella hora. Cómo cambiaba, se transformaba y se descomponía todo al ser mirado desde puntos de vista diferentes, de qué manera más despectiva e inasequible se ocultaba la faz de la verdad detrás de aquellos informes.

¿Qué era lo que todavía era verdad? ¿En qué podíamos creer aún? Y, ¿qué sucedería cuando consultara el archivo sobre mi propia persona, sobre mi historia?

Debía de mantenerme contra todo. De súbito, no pude resistir más aquella incertidumbre y aquella espera. Me dirigí al departamento Chatiorum res gestae, busqué mi ficha y mi número y hallé el compartimiento correspondiente a mi nombre. Era un pequeño cajón, pero cuando lo abrí no encontré ningún papel escrito dentro de él. No contenía nada más que una figurita una estatuilla de madera o de cera, de colores pálidos; una especie de ídolo bárbaro o de una divinidad pagana; una figura completamente incomprensible para mí. Era una fisura formada por dos, unidas por las espaldas. Durante un rato la contemplé desilusionado y asombrado. En aquel instante descubrí una vela metida en un candelabro de metal. La encendí; la figurilla quedó entonces completamente iluminada.

Lentamente se me reveló su significado. Empecé a sospechar y a reconocer lo que trataba de representar. Aquella figurilla era yo mismo, pero aquel retrato mío aparecía indeciblemente pálido y débil, tenía los rasgos borrosos y ofrecía un continente débil en una actitud moribunda, una actitud sin la menor firmeza. Parecía una pequeña estatuilla a la que hubieran dado el nombre de «Fugacidad», «Putrefacción» o algo parecido. Por el contrario, la otra figurilla, la que estaba unida con la mía, era de colores y formas vigorosas, y al contemplarla más detenidamente reconocí que se trataba del criado Leo, el Superior de los Superiores. En aquel momento descubrí otra vela en el cajón, la cual encendí también. Ahora no sólo podía ver claramente las dos figuras, que pretendían representar a Leo y a mí, sino que podía contemplar el interior de ambas, pues sus superficies eran transparentes, del mismo modo como podemos mirar a través del cristal de una botella o de una copa. Y en el interior de las dos figurillas vi agitarse algo lentamente, muy lentamente, tal como se mueve una serpiente adormecida. Era un movimiento muy lento y suave, algo como un fluir ininterrumpido o como el fundirse de un metal. Del interior de la figurilla que intentaba representarme fluía o se fundía algo hacia la efigie de Leo, y comprendí que el conjunto se disolvería cada vez más en la figurilla de Leo: le nutría, le fortalecía. Con el tiempo, toda la sustancia de mi cuerpo fluiría hacia el de Leo, y sólo sobreviviría uno de los dos: Leo. Él crecería, yo sucumbiría.

Mientras contemplaba y trataba de comprender todo aquello, recordé una conversación que sostuve con Leo durante los festivales en Bremgarten. Hablamos de que los personajes de la ficción son más vivos y reales que sus mismos creadores.

Las velas se apagaron, me sentí dominado por un cansancio enorme y grandes deseos de cerrar los ojos, y me alejé en busca de un lugar donde poder reposar y dormir.

FIN