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Hacía poco que habíamos emprendido nuestra marcha a través de Suabia, cuando percibimos la influencia de un poder oculto con el que no contábamos y cuyo ascendiente sobre nosotros duró largo tiempo, sin que lográsemos averiguar jamás si se trataba de una influencia nefasta o favorable. Era el poder de los guardadores de la corona, quienes, desde tiempo inmemorial, cuidan del recuerdo y de la herencia de los Hohenstaufen. Ignoro si nuestros jefes sabían más de lo que denotaban saber o si tenían instrucciones especiales. Tan sólo puedo afirmar que en diversas ocasiones recibimos de aquel poder estímulos y advertencias, como la vez en que encontrándonos en una colina del camino hacia Bopfingen, vino a nuestro encuentro un anciano cubierto con una armadura; con los ojos cerrados, movió su canosa cabeza y desapareció de súbito sin dejar rastro visible. Nuestros jefes tuvieron en cuenta la advertencia, dimos la vuelta inmediatamente y no pasamos por Bopfingen. A esta escena muda sucedió otra más expresiva en las cercanías de Urach. Un emisario de los guardadores de la corona apareció, como surgido del suelo, en la tienda de nuestros jefes, y con promesas y amenazas intentó convencerles para que nuestro grupo entrara al servicio de los Staufen, a fin de preparar conjuntamente la conquista de Sicilia. Dicen que, al rechazar nuestros jefes abiertamente tal proposición, el emisario lanzó una terrible maldición sobre nuestro Círculo y sobre nuestra cruzada. Mencionó aquello que entre nosotros mismos sólo nos atrevíamos a comentar en voz baja; los jefes jamás hicieron la menor alusión a estos hechos. De todos modos, creo muy probable que fueran nuestras relaciones poco amistosas con los guardadores de la corona las que motivaron el que durante cierto tiempo nuestro Círculo gozase de la inmerecida fama de ser una sociedad secreta que trataba de conseguir la restauración de la monarquía.

En cierta ocasión pudo ver cómo uno de nuestros camaradas se arrepentía, pisoteaba su juramento y volvía de nuevo a la incredulidad. Se, trataba de un hombre joven, a quien yo apreciaba bastante. El motivo personal que le había impulsado a emprender el viaje a Oriente era su deseo de conocer la tumba del profeta Mahoma, del cual había oído decir que, debido a un poder mágico, permanecía suspendida en el aire. En una de aquellas pequeñas ciudades suabias o alemánicas donde permanecimos unos días porque una oposición entre Saturno y la Luna nos impedía proseguir la marcha, tropezó este infeliz, que desde hacía algún tiempo se mostraba triste y oprimido, con uno de sus antiguos profesores, por el que había sentido siempre, desde sus años de escolar, un gran afecto. El viejo maestro consiguió presentarle nuestra causa tal como se les aparece a los infieles. El pobre hombre, luego de una visita al profesor, regresó a nuestro campamento presa de una terrible excitación y con el rostro descompuesto. Comenzó a gritar delante de la tienda de nuestros jefes, y cuando apareció el Orador, arremetió contra él vociferando que ya estaba harto de seguir la estúpida cruzada que, jamás nos llevaría a Oriente, harto de tener que interrumpir durante días enteros nuestro viaje por necias combinaciones astrológicas, cansado de la ociosidad, de los desfiles infantiles, dé las fiestas florales, de aquel darse importancia con la magia y de la absurda combinación de vida y de poesía; harto de todo ello. Arrojó el anillo a los pies de los jefes y se despidió para coger el acreditado ferrocarril y reintegrarse al trabajo útil y a su patria. Resultó un espectáculo triste y angustioso, ante el que nuestros corazones se sintieron oprimidos por la vergüenza y la compasión hacia el ofuscado. El Orador le escuchó amablemente, se inclinó para recoger el anillo y dijo con una voz serena, que debió de avergonzar al infieclass="underline"

— Te has despedido de nosotros y volverás, por lo tanto, al ferrocarril, a la razón y al trabajo útil. Te has despedido de nuestro Círculo, te has despedido de nuestra marcha hacia Oriente, de la magia, de las fiestas florales, de la poesía. Eres libre; te has desligado de tu juramento.

— ¿También de la obligación del silencio? — gritó el infiel en tono violento.

— También de la obligación del silencio — le respondió el Orador —. Recuerda: hiciste juramento de silenciar los secretos del Círculo ante los infieles. Y si, como parece, has olvidado el secreto, no podrás comunicárselo a nadie.

— ¿Que yo he olvidado algo? ¡No he olvidado nada! — replicó el joven.

Pero se le notaba vacilante, y cuando el Orador le volvió la espalda para penetrar de nuevo en la tienda, emprendió rápidamente la huida.

Nos causó mucha pena la deserción. Pero aquellos días estuvieron tan repletos de acontecimientos, que lo olvidé todo con asombrosa rapidez. Tiempo después, cuando ya nadie pensaba en aquel muchacho, los habitantes de los pueblos y de las ciudades que atravesábamos nos fueron dando noticias del descarriado. Decían que habían visto a un joven — nos lo describían exactamente tal como era e incluso sabían su nombre—, que nos andaba buscando por todas partes. Primero, les decía que formaba parte de nuestro grupo y que se había rezagado, perdiendo todo contacto con nosotros. Pero luego rompía a llorar y confesaba que se había vuelto infiel y desertado, si bien ahora comprobaba que le era imposible vivir fuera de nuestro Círculo; quería y tenía que encontrarnos de nuevo para postrarse de hinojos ante nuestros jefes y pedirles perdón. Aquí y allá, por todas partes nos contaban la misma historia; a cualquier sitio que llegáramos nos daban noticias del infeliz. Entonces le preguntamos al Orador que opinaba él y lo que sucedería con el joven.

— No creo que nos encuentre — respondió el Orador secamente.

Y así fue. Jamás nos encontró; nunca más volvimos a verle.

Un día, en el transcurso de una charla confidencial con uno de nuestros jefes, me armé de valor y le pregunté qué ocurriría con aquel hermano que nos había sido infiel.

— Está arrepentido y nos busca — dije yo —. Debería ayudársele a reparar su falta, seguros de que, en adelante, será el hermano más fiel del Círculo.

El jefe opinó:

— Será una gran alegría para nosotros si encuentra el camino. Pero nosotros no se lo podemos allanar. El mismo ha colocado ante sí grandes dificultades para que pueda recuperar la creencia, y temo que, aunque pase muy cerca de nosotros, no nos reconozca. Se ha tornado ciego. El arrepentimiento por sí solo no sirve de nada; no se puede conseguir el perdón por el arrepentimiento, el perdón no se puede comprar con nada de este mundo. Lo mismo ha sucedido ya con otros muchos hombres; grandes y célebres personajes siguieron el mismo camino que este joven. En su juventud fueron súbitamente iluminados por la luz, vislumbraron la verdad y siguieron su estrella, pero llegó la razón y con ella la burla del mundo, la cobardía; sufrieron fracasos, cansancio y desengaños y se extraviaron de nuevo, tornándose ciegos. Algunos de ellos han pasado toda su vida buscándonos sin poder dar con nosotros y al final lanzaron al mundo la consigna de que nuestro Círculo era sólo una bonita leyenda, aunque desgraciadamente falsa, y por la que el hombre no debía dejarse seducir. Qtros se convirtieron en enemigos violentos nuestros, difamando y haciendo todo el daño posible a nuestro Círculo.