Pero uno de los acontecimientos más bellos, fue sin duda la fiesta que dio nuestro Círculo en Bremgarten, rodeados por una estrecha aura mágica. Recibidos por los dueños del castillo, Max y Tilly, nos extasiamos con Othmar, que interpretó obras de Mozart en el piano de cola, y recreamos nuestra vista en el jardín poblado de papagayos y otras aves parladoras. Al lado del manantial cristalino oímos cantar al hada Armida, y junto a la grave cabeza del mago Longus contemplamos el amable rostro de Heinrich von Ofterdingen. Por los jardines se paseaban los pavos reales, y Luis conversó en español con el gato con botas, mientras que Hans Resom, conmovido por el juego de máscaras de la vida, prometió emprender una peregrinación a la tumba de Carlos V. Fue uno de los mayores triunfos de nuestro viaje: habíamos llevado con, nosotros la ola mágica. Los indígenas alababan de rodillas la belleza; el dueño del castillo recitó una poesía que enaltecía nuestras hazañas; junto a las murallas del castillo nos escuchaban los animales del bosque y por el río se deslizaban, en solemne procesión, los peces, a quienes obsequiamos con pasteles y vino.
Naturalmente, estos sucesos sólo pueden impresionar a aquellas personas que estén poseídas por nuestro mismo espíritu. Por esto tal vez los hechos relatados suenen pobres y necios en los oídos profanos; pero todos y cada uno de los que vivimos aquellos días mágicos de Bremgarten, podrían confirmar cuanto he dicho, añadiendo por su cuenta mil detalles a cual más bello. Siempre recordaré aquellos días: el reflejo de las colas de los pavos reales en los árboles cuando se mostraba la luna; el brillo de las sirenas junto a las bronceadas rocas de la orilla del río; la figura enjuta de Don Quijote montando la primera guardia bajo los castaños; el brillo de los últimos cohetes por encima de la torre del castillo, bajo el manto negro de la noche; detalles maravillosos que jamás olvidaré. También recuerdo a mi colega Pablo, coronado de rosas, que tañía la flauta persa ante un grupo de muchachas. ¡Oh, quién podía sospechar entonces que nuestro Círculo mágico se desharía tan pronto, que casi todos nosotros — ¡yo también, también yo! — nos extraviaríamos de nuevo en los silenciosos desiertos de la realidad, del mismo modo que los empleados y los comerciantes, después de una bulliciosa fiesta o de una excursión dominguera, vuelven, sombríos y serios, a inclinarse sobre su tarea, reintegrándose a los quehaceres cotidianos!
Pero durante aquellos días a ninguno de nosotros se le ocurrieron tales pensamientos. El perfume de las lilas penetraba en mi dormitorio, situado en la torre del castillo. A través de los árboles oía murmurar al río. Yo me deslizaba por la ventana, y rebosante de felicidad y nostalgia, en la profundidad de la noche, pasaba frente al caballero que montaba la guardia, y me dirigía, sin prestar atención a la gente, a la orilla del río, allí donde el rumor de las aguas era más sonoro. Sirenas blancas y deslumbrantes salían a mi encuentro y con ellas me sumergía en un mundo de cristal, donde jugábamos con las coronas y cadenas de oro de sus tesoros. Cuando volvía a salir de aquellas brillantes profundidades y ganaba la orilla a nado tenía la sensación de que habían transcurrido muchos meses y, no obstante, percibía de nuevo, en el jardín, lejano, el sonido de la flauta de Pablo. La luna pendía muy alta aún en el firmamento, y veía a Leo con su cara infantil, resplandeciente de alegría, que jugaba con perros blancos. Más allá encontraba a Longus, sentado entre los árboles, con un libro de hojas de pergamino sobre las rodillas, absorto en la tarea de anotar signos griegos y hebreos: palabras de las cuales surgían dragones y se alzaban serpientes de múltiples colores. No me veía, y continuaba dibujando su mágica escritura de dragones y serpientes. Durante largo rato contemplaba por encima de su hombro las páginas abiertas del libro y asistía al espectáculo que ofrecían aquellos monstruos que nacían y se perdían en el oscuro bosque:
— ¡Longus — murmuraba en voz baja—, querido amigo!
No me oía; se encontraba muy lejos de mi mundo, estaba abstraído. Más allá paseaba Anselmo bajo los árboles, un lirio en la mano, contemplando, fijo y sonriente, el cáliz violeta de la flor.
Algo que ya había observado con anterioridad en el transcurso de nuestro viaje, aunque sin llegar a meditar profundamente sobre ello, volvió a llamarme la atención durante los días de Bremgarten.
Había entre nosotros numerosos artistas, pintores, músicos y poetas; entre nosotros estaba el brillante Klingsor. y el inquieto Hugo Wolff, el conciso Lauscher y el profundo Brentano. Pero aunque todos estos artistas, o buena parte de ellos, eran personas sumamente vivaces o agradables, los personajes inventados por ellos resultaban, sin excepción, mucho más vivos, bellos y alegres, y, en cierto modo, más exactos y reales que sus mismos creadores. Pablo aparecía, en su alegre ingenuidad, lleno de vida, tocando su flauta, mientras que su poeta, cual una sombra, vagaba silencioso junto a la orilla del río buscando la soledad. Inquieto y bastante embriagado, Hoffmann andaba entre los invitados hablando sin cesar, pequeño, extraño y, como todos sus colegas, se mostraba impreciso, difuminado, en tanto que el archivero Lindhorst, que para bromear se hacía pasar por un dragón, lanzaba auténtico fuego por la boca y resoplaba como una fragua. Pregunté a Leo por qué razón los artistas aparecían en aquella penumbra, mientras que sus creaciones resultaban mucho más reales. Leo me contempló extrañado; depositó en el suelo al perrito que llevaba en brazos y respondió:
— Con las madres ocurre lo mismo. Cuando han parido a sus hijos y les han dado su leche, su belleza y su fuerza, pierden importancia y ya nadie pregunta por ellas.
— Pero eso es muy triste — respondí yo, sin meditar mucho sobre el asunto.
— Yo creo que no es más triste que todo lo demás — contestó Leo —. Tal vez sea triste, pero también es hermoso. La ley lo exige así.
— ¡La ley? — pregunté con repentina curiosidad —. ¿Qué ley, Leo?
— La ley del sacrificio. Quien quiera vivir largo tiempo, ha de estar dispuesto al sacrificio. Pero quien quiera mandar, no vivirá mucho tiempo.
— ¿Por qué entonces hay tantas personas que ambicionan el poder?
— Porque no lo saben. Hay muy pocos que hayan nacido para mandar, y éstos viven sanos y alegres. Pero los otros, los que sólo por su ambición han llegado al poder, éstos terminan en la nada.
— ¿En qué nada, Leo?
— Por ejemplo, en los sanatorios.
Comprendí muy poco de lo que dijo, pero las palabras quedaron grabadas en mi memoria, despertando en mi corazón la sospecha de que Leo sabía muchas cosas, que tal vez supiese mucho más que nosotros, que éramos sus señores.
Capítulo segundo
A todos los que intervinimos en aquel inolvidable viaje nos extrañó sobremanera la súbita desaparición de Leo, que nos abandonó en medio del terrible desfiladero de Morbio Inferiore. Tan sólo mucho más tarde llegué a comprender, abarcándolos en su conjunto, una parte de los verdaderos motivos y las profundas relaciones de aquellos acontecimientos, quedando demostrado que este suceso, la desaparición de Leo, al parecer baladí, pero, en realidad, de una importancia suma, no era en modo alguno una simple casualidad, sino un eslabón más de la cadena de persecuciones con la que nuestro eterno enemigo trataba de hacer fracasar nuestra empresa. Cuando echamos a faltar a nuestro fiel Leo aquella fría mañana de otoño y las pesquisas para hallarle resultaron infructuosas, no fui yo el único que por primera vez tuvo el presentimiento de futuras desgracias y sucesos amenazadores.