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Alberto Vázquez-Figueroa

Viaje al fin del mundo: Galápagos

Primera parte

VIAJE AL FIN DEL MUNDO

Capítulo Primero

«OPERACIÓN ARCA DE NOÉ»

El inmenso avión comenzó a descender, de los helados nueve mil metros al calor de Maiquetia. Y desde el aire, contempló largamente el mar y el sucio puerto de La Guaira, mientras el avión giraba para enfilar el comienzo de la pista.

Poco más de media hora después, un taxista que conducía a velocidad suicida me depositaba a las puertas del hotel. Había insistido en llevarme al nuevo «Caracas-Hilton», pero preferí el «Tamanaco», cuya piscina, en los mediodías, es, sin duda, el lugar más agradable de la ciudad.

Me bañé y me asomé al amplio ventanal que dominaba la piscina, los jardines y la ciudad, con el monte Ávila en el fondo. Comenzaba a oscurecer, y no creo que exista en el mundo una capital cuyas puestas de sol puedan compararse a las de Caracas. Constituyen un espectáculo único e inolvidable que jamás me canso de contemplar.

Luego, en unos minutos, me planté en casa de mi hermano que no tenía ni idea de mi llegada, aunque la imaginaba, porque le había puesto previamente al corriente de mi proyectada «Operación Arca de Noé».

Esta idea había nacido tiempo atrás en la misma Venezuela, pero tenía como origen otro continente, África. Los muchos años que había vivido en ella me permitieron darme cuenta de hasta qué punto resultaba cierto el temor — tan extendido — de que, poco a poco, la maravillosa fauna africana acabaría por desaparecer de la faz de la Tierra.

En menos de un siglo, los animales salvajes han dejado de ocupar la mitad de sus territorios originales en el Continente Negro. En las regiones en que aún subsisten, su número se ha reducido en ese tiempo a menos de la cuarta parte.

En el simple transcurso de la mitad de mi vida, todo ha cambiado, y recuerdo que siendo un muchacho, a comienzos de la década de los cincuenta, los rebaños de gacelas, antílopes y avestruces corrían libremente por las inmensas llanuras del Sáhara. Ahora, durante mi último viaje a ese mismo Sáhara, no encontré, durante días y días de marcha, una sola gacela, ni un antílope, ni huella alguna que recordase que allí existieron avestruces en un tiempo.

Y lo más triste es que el desierto sigue siendo el mismo, sin que haya empeorado un ápice el «hábitat» de los animales. Su desaparición se debe, pura y simplemente, a la inmensa pasión de los hombres por disparar un arma sobre todo lo que tenga vida.

Mientras España mantuvo un protectorado sobre Marruecos y el Sáhara, la mayoría de los militares y funcionarios que vivían en este último eran, por lo general, gente que amaba el desierto y a sus criaturas. Se encontraban a gusto en aquellas desoladas regiones, y, aunque muchos de ellos eran cazadores sabían también respetar las reglas de la Naturaleza y sabían cómo y cuándo había que disparar sobre un animal.

Abandonado, sin embargo, Marruecos, el Sáhara se vio invadido por militares y funcionarios que llegaba casi obligados; que no sentían el menor amor a aquellas tierras, y que no encontraron mejor forma de matar su tedio que abatir todo bicho viviente que pusiera a su alcance.

El día en que Marruecos alcanzó su independen el viejo Sáhara romántico de los «meharis», de las caravanas y de las noches de campamento murió, con él murieron también los grandes rebaños de las arenas.

Pero ésa no fue sino una más entre las muchas circunstancias que a lo largo de estos cien años ha contribuido a que los animales vayan desapareciendo lentamente de África.

Primero, fue en el Norte, donde el número de pequeños y resistentes elefantes de la antigüedad, que el hombre conseguía domesticar a diferencia de sus congéneres del resto del continente, comenzó a disminuir, hasta que el último murió, poco antes de comenzar el siglo XX, en una aldea de Túnez.

Más tarde, sobre 1930 moría también el último león de Berbería, incomparablemente más hermoso e impresionante que su hermano del Sur, dotado de una increíble arrogancia y de una enorme y majestuosa melena negra que le bajaba hasta la mitad del pecho. Se diezmaron, luego, las gacelas egipcias de las que apenas quedan ya un centenar; el «ñu de cola blanca» conservado tan sólo en cautividad; «la cebra de Burchell» y el «antílope azul», extinguidos por completo. El «antílope lira» — el bontebok — desapareció junto con su pariente, el «blesbok». Sólo quedan ejemplares disecados, pese a que hace doscientos años cubrían inmensos territorios del sur de África.

Resultaría tan y tan tedioso continuar la enumeración de especies que ya han desaparecido para siempre, y que nunca — por mucho que lo intentásemos — conseguiríamos hacer revivir. Cuarenta dicen unos; muchas más, aseguran los pesimistas y otras tantas desaparecerán irremisiblemente en el transcurso de la próxima generación.

Y esa desaparición está motivada no sólo por las matanzas de los aficionados a la caza, sino también por culpa de los nativos poco respetuosos para con la Naturaleza, o a causa, por último, de los tiempos modernos. El progreso la ineludible necesidad del hombre de medirse cada vez más, de ganarle terreno a la selva o a las praderas, de ir empujando hacia las tierras más inhóspitas a los grandes rebaños de animales libres que reinaron durante siglos en el Continente Negro.

Aunque parezca una aseveración absurda y aventurada, África se ha quedado pequeña. Y será cada día más y más pequeña hasta que llegue un momento en que hombres y animales no puedan convivir.

Fuera de las grandes Reservas o Parques Nacionales, como el de Serengueti, en Kenia, o el Krüger, en La República Sudafricana, pocos rincones quedan ya en los que las cebras, jirafas, ñus, elefantes y gacelas merodeen a su antojo, y difícilmente podrán sobrevivir al año 2000.

Asistí a esta tragedia. Vi cómo se asesinaban cada año miles de elefantes con el fin de aprovechar sus patas para hacer papeleras, y cómo se liquidaban manadas de cebras con el único fin de convertirlas en alfombras. Presencié, también, el crecimiento de las ciudades; el trazado de las carreteras; la extensión de las grandes plantaciones; el nacimiento de las primeras industrias; todo cuanto, en fin, va contra la posibilidad de subsistencia de las bestias salvajes.

Y creía que contra eso nada podía hacerse, y que al igual que los bisontes dejaron de corretear por Norteamérica, llegaría un momento en que los elefantes dejarían de corretear por África.

Pero un día, buscando diamantes en los ríos de la Guayana venezolana — tan ricos en ellos — me eché la escopeta al hombro dispuesto a conseguir algo de comer en la inmensidad de aquella Gran Sabana. Cuál no sería mi asombro, al advertir que había que caminar horas y horas y buscar mucho, para encontrar, al fin, algo sobre lo que disparar.

Me detuve a considerar, entonces, que en todos los años pasados en Sudamérica (Guayanas, Amazonas, Llanos o Andes había comprobado idéntica escasez de vida animal, y había allí praderas, selvas, montañas y ríos tan desiertos como el Sáhara mismo, pese a que, aparentemente, sus condiciones de habitabilidad resultaban óptimas.

Comencé a estudiar con detenimiento ese «hábitat» y, a lo largo de cuatro años de comparaciones, llegué a la conclusión de que por clima, tierra, forraje, abundancia de agua, e incluso semejanza de paisaje, no había ninguna diferencia básica entre la Gran Sabana venezolana y las praderas africanas; del mismo modo que no eran fundamentales las diferencias entre la guineana, o entre los Llanos y selva amazónica y algunas zonas del desierto.

Existen, pues, en Sudamérica millones de hectáreas de tierras vacías; tierras por las que el hombre siente ningún interés y que podrían convertirse perfectamente en «hábitat» de todas esas especies de animales, que ya no tienen en su continente esperanza alguna de subsistencia.