Hay más de 15.000 drogadictos fichados en la isla, aunque se calcula que, en total, pasarán de los 25.000, de los cuales, unos 10.000 se encuentran en la capital, San Juan. Puede asegurarse que, en conjunto, Puerto Rico consume por sí sola la cuarta parte de las drogas que entran en Estados Unidos, con un gasto anual de unos 70 millones de dólares.
Las cifras resultan aterradoras y las autoridades se confiesan impotentes para luchar contra semejante ola de vicio. Según los maestros y profesores universitarios, casi el 65 % de sus alumnos fuma marihuana y muchos de ellos consumen cocaína, heroína o LSD.
La Policía, por su parte, calcula que los narcómanos efectúan unos 35.000 robos o atracos anuales, y que una mayoría de los asesinatos, violaciones y delitos de todo tipo que se cometen en la isla son consecuencia directa o indirecta de la droga.
El mayor grado de actividad de su comercio se encuentra en las calles de San Juan, en los alrededores de las salas de juego y hoteles del Condado, e incluso en los jardines de la Universidad de Río-Piedras.
Cuando pregunté a Carlos, un viejo amigo, cómo podría arreglármelas para obtener más información sobre el tráfico de drogas en la isla, no pareció encontrar ninguna dificultad. Aquella noche, me acompañó al «pelícano», un club frecuentado por gente joven, y me presentó a un cubano que no tuvo el menor reparo en contestar que podía proporcionarme cualquier clase de estupefacientes, desde un pitillo de marihuana a un terrón de azúcar con LSD.
— Pero no te aconsejo el LSD — me indicó—, no es más que un juego de intelectuales o seudointelectuales que creen que «viajando» van a descubrir las fuentes de la vida. No es una droga de evasión, como la morfina o la heroína, ni está hecha para nosotros, los latinos. No es para los que quieren «evadirse», sino para los que quieren «encontrarse».
Comprendí que estaba dispuesto a contar más cosas y le invité a unas copas; quería saber todo lo relacionado con el LSD en Puerto Rico.
— Químicamente, no es más que el ácido dietilamido-lisérgico — continuó—, pero, para muchos, es una especie de néctar salvador, con el que los hombres podrán, al fin, comprenderse a sí mismos. Lo más gracioso es que a su alrededor se ha creado un ambiente esnob que hace que sus adictos no se avergüencen, sino que se sientan orgullosos, lo que no ocurre, por ejemplo, con los marihuaneros o cocainómanos. Ahora mis clientes son gente bien: abogados, médicos industriales y, sobre todo estudiantes. Es posible que el año que viene me matricule en la Universidad — añadió cínicamente — Allí, tendré la clientela más a mano.
Luego, quiso ceñirse al negocio y me pidió ocho dólares por una dosis de LSD. Se los entregué y salimos juntos a la calle. Después de andar dos manzanas, se detuvo en una esquina y me señaló el iluminado escaparate de una zapatería de la acera opuesta.
— Bajo aquel escaparate, en el reborde, en el extremo izquierdo, encontrarás lo que buscas — dijo.
Y, dando media vuelta, desapareció.
Crucé la calle y, en efecto, pegado con chicle bajo el reborde del escaparate, había un pequeño terrón de chicle envuelto en plástico.
Nunca llegué a saber si contenía o no LSD, porque, inmediatamente, lo arrojé a la primera alcantarilla que encontré; pero estoy convencido de que sí lo contenía, pues esta clase de gente no se arriesga a cobrar una mercancía que no piensa entregar. En eso, los drogadictos no admiten bromas.
Entre las drogas, la prostitución, el desempleo, el hambre y la más alta tasa de crecimiento demográfico del mundo, Puerto Rico — una hermosa y paradisíaca isla — se ha convertido, sin embargo, en uno de los lugares más llenos de problemas de la Tierra.
Y todo ello se lo debe, aunque no quieran reconocerlo y a menudo piensen lo contrario, a la presencia norteamericana en la isla.
Cuando, a finales del siglo pasado, concretamente en 1898, los Estados Unidos arrojaron de la isla españoles para tomar posesión de ella, se encontraron con que la población, aunque no rica, vivía no obstante holgadamente o, al menos, muy lejos del hambre, de la miseria y de la degradación actual.
Las tres cuartas partes de las tierras cultivables de la isla se encontraban divididas en pequeñas haciendas, en las que se cultivaban preferentemente productos de subsistencia: patatas, maíz, judías y ñames, lo que permitía llevar una vida cómoda a la población rural. Sin embargo, casi inmediatamente, los norteamericanos absorbieron a los pequeños propietarios, creando grandes plantaciones con una producción centralizada y limitada a la industria azucarera o al tabaco. Hubo, y hay, Compañías que poseen plantaciones de más de 50.000 acres en las zonas más fértiles de la isla. Eso ha dado lugar a que, hoy, el 60 % de las exportaciones de la isla están limitadas al azúcar, que sólo enriquece a unos cuantos propietarios, por lo general norteamericanos residentes en el continente. Mientras, los dos millones restantes de puertorriqueños se ven abocados a la triste suerte de tener que importar los productos alimenticios que les son más imprescindibles. Como esos productos han de llegar también — por razones aduaneras — de los Estados Unidos, uno de los países más caros del mundo, se comprenderá por qué en Puerto Rico la vida alcanza costes astronómicos, fuera de las posibilidades de la inmensa mayoría de la población.
Se podría asegurar que la dicta de los puertorriqueños está limitada a judías y arroz con algo de bacalao, y si en la actualidad el problema del hambre es importante, habrá que pensar en lo que será en el año 2000, cuando esta isla cuente — según se calcula — con casi cinco millones de habitantes.
Para enfrentarse a ese problema, las autoridades no han encontrado otra fórmula que una intensa campaña de planificación familiar. Durante los días que duró mi estancia en San Juan, el gobernador, Luis Antonio Ferrá, acababa de declarar:
— Nos hemos lanzado a una gran empresa: preparar a nuestra juventud para un mundo mejor, más rico, más fecundo, más justo. Pero, para ello, necesitamos superar el más peligroso de los obstáculos: nuestro crecimiento demográfico. Si no conseguimos reducir su ritmo actual, nunca podremos solucionar nuestros problemas fundamentales. Nunca habrá suficientes empleos, bastantes créditos para la educación o la salud de todos. Nunca tendremos suficiente número de alojamientos, zonas urbanizadas, hospitales, ni carreteras, La «gran tarea» se convertirá en imposible. Nuestra responsabilidad, por tanto, es clara: debemos emprender un amplio y riguroso programa de planificación familiar.
Como primer paso para realizar esta «gran tarea» una Asociación llamada del «Bienestar de la Familia» comenzó a ensayar el uso de la píldora en hospitales y aldeas de la isla, y más tarde, el Departamento de Sanidad puertorriqueño tomó parte activa en esta campaña. El primer resultado registrado indica que los índices de natalidad han disminuido sensiblemente y tienden a continuar disminuyendo. Del 34,5 por 1000 de nacimientos de 1956, se ha pasado al 24,9 por 1000, en 1970.
Contra esta campaña se alzó pronto el clero en un movimiento llamado «Acción Cristiana», cuyo principal objetivo era hacer fracasar a los partidarios de la planificación familiar. No parece haber tenido éxito, hasta el punto de que, en la actualidad, las altas jerarquías de la Iglesia en la isla tienden a suavizar su intransigente posición con respecto a la citada campaña. Sea como sea, lo cierto es que del millón y medio de dólares que esta campaña tiene actualmente de presupuesto, se pasará pronto a los diez millones, si — como se espera — el Gobierno Federal contribuye. En este caso, dentro de tres o cuatro años se reducirá casi a la cuarta parte el número de nacimientos en la isla.