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Me hubiera apetecido quedarme algunos días más en San Juan — pese a los altos precios imperantes, capaces de desnivelar cualquier presupuesto—, pero no disponía de mucho tiempo antes de la cita que tenía concertada en Quito, Ecuador. Tampoco deseaba dejar pasar la ocasión de hacer una visita a la República Dominicana; visita que, aunque sólo fuera por razones sentimentales, me interesaba particularmente.

Ese interés venía de tiempo atrás; de cuando, siendo corresponsal en Hispanoamérica de un importante diario catalán, estalló en Santo Domingo la sonada revolución del 24 de abril de 1965, que derrocó el régimen de Ronald Reid-Cabral y su triunvirato.

Los revolucionarios eran partidarios del, ex presidente Juan Bosch, derribado a su vez por Reid-Cabral y, por aquellas fechas, Santo Domingo se debatía en una auténtica guerra civil; guerra que los norteamericanos vinieron a complicar, cometiendo la estupidez de desembarcar con sus tropas en la isla, e intervenir en un conflicto que no les atañía.

En aquel tiempo, Juan Bosch se encontraba exiliado en Puerto Rico, y se murmuraba que, en realidad, estaba secuestrado por los norteamericanos, rumor que se extendía más, debido al hecho de que el ex presidente se negaba, sistemáticamente, a conceder declaraciones a la prensa.

Existía, sin embargo, una vieja amistad entre Bosch y mi familia, y contando con que me permitiría visitarle, volé desde Río de Janeiro a San Juan. Cuando le dije por teléfono quién era, me invitó a ir a su casa, y pasé dos largas mañanas con él.

Le pregunté si era cierto que se encontraba secuestrado y lo negó:

— No, no lo estoy — dijo—. Se me vigila hasta en el pensamiento, pero no creo que eso sea un secuestro, aunque los norteamericanos no me han permitido trasladarme a Santo Domingo, como es mi deseo.

— ¿Cree que su presencia allí complicaría las cosas? — quise saber.

Sonrió con tristeza.

— ¿Qué puede complicarlas aún más? Ya es imposible. Aquello ha escapado a todo control, y nadie podrá dominarlo. Los que desean mi regreso se han encerrado en un sector de la ciudad y están dispuestos a defenderse a sangre y fuego. Las tropas norteamericanas, ayudadas por las de la OEA, se han situado en medio, y los soldados de ese Gobierno que ha montado Imbert con ayuda de los yanquis domina el resto. Todo es muerte, asesinato, violencia y caos. A Santo Domingo nada puede complicarlo más. Ni mi presencia.

— Pero, ¿cree usted que es necesaria? — inquirí — ¿Cree que Caamaño, Aristy y cuantos defienden la vuelta a la Constitución no pueden valerse por sí solos?

— Sí, creo que sí — admitió—. Ellos se bastan, y yo he transferido el poder nominal que tengo al coronel Caamaño. Él es el presidente ahora, y yo soy tan sólo un civil más, Mi deseo sería no regresar nunca, no tener jamás nada que ver con la política y con tantas amarguras como trae consigo.

— ¿Y no le importa verse así, relegado, apartado a un rincón, cuando era usted el hombre más querido del país?

— Lo importante — me respondió — es hacer frente a la vida con auténtica virilidad. Ser hombre es de las cosas más difíciles de este mundo. Un hombre en todos los sentidos.

Me agradó esa respuesta. Me agradó, aunque hubiese, sin embargo, en Bosch, algo que hiciese recelar, como si tuviera que estar siempre prevenido, como si su actitud fuese fingida y su posición, estudiada. No era político, bastaba hablar un rato con él para comprenderlo; no era hombre de acción, capaz de dirigir un país con lo que eso requiere de firmeza, de violencia, a veces, casi de brutalidad. Su puesto no estaba en la presidencia de un país; su puesto tenía que estar allí, en un despacho, tras una mesa, escribiendo, escribiendo sobre cosas utópicas y democracias perfectas que nunca llegan a convertirse en realidad. Era un intelectual, un intelectual puro, lleno de hermosos ideales, de maravillosos deseos para su pueblo y su país pero, a la hora de llevarlos a la práctica, tendría que encontrarse con la muralla de un mundo hecho de realidades, de ambiciones, de miles de problemas a que él no podía enfrentarse sin más armas que su inteligencia y su voluntad.

Quizá lo que le había faltado siempre era un brazo; un brazo fuerte, una mano que supiera medir y llevar a la práctica lo que él había imaginado. Al no tenerlo había fracasado en su empeño.

Gobernar un país no es cosa de intelectuales, menos, de intelectuales puros. Juan Bosch se olvidó de que la razón está siempre del lado de los ganan. Teniendo la razón y la justicia de su parte las perdió desde el momento en que, para defender la democracia y la paz, permitió que los militares la depositaran en San Juan de Puerto Rico.

De mi entrevista con Juan Bosch no saqué demasiadas cosas en claro, pero sirvió para convencer a mi periódico de que me permitieran ir a la República Dominicana. La aceptación llegó en mala hora, pues, día anterior, el llamado Gobierno de Reconstrucción Nacional del «General» Imbert Barrera — en cuyo poder se encontraba el aeropuerto — había ordenado que no se permitiera la entrada al país a quien no tuviera un permiso especial. Esa orden iba destinada, preferentemente, a los periodistas extranjeros.

Ello se debía a que habían sido precisamente periodistas quienes descubrieran que dicho Gobierno dedicaba a la tarea de librarse de sus enemigos políticos por el procedimiento del tiro en la nuca y de arrojarlos a un río. A la vista del escándalo internacional que ello provocó, los militares no querían que nuevos corresponsales vinieran a meter las narices en sus asuntos.

Pese a ello, un día de mayo puse el pie en la República Dominicana, a tiempo de asistir a la gran batalla en la que los constitucionalistas del coronel Caamaño tuvieron que enfrentarse al poderío de las tropa yanquis. Perdieron parte de su reducto — la llamada Ciudad Alta — y quedaron circunscritos a veinte manzanas del centro de la capital — Ciudad Nueva—, la más importante porque en ella se encontraban los Bancos, las oficinas y casi todo el comercio, por lo que aún les quedaba en las manos el corazón y la vida del país.

Asistir a la batalla, ver los muertos en la calle y observar a aquellos muchachos — casi niños — que con su inexperiencia se enfrentaban a la más experta de las Divisiones norteamericanas, me impresionó.

Desde el primer momento — y aunque como periodista debería haberme conservado neutral—, todas mis simpatías estuvieron con ellos, con los constitucionalistas considerados «de izquierdas»; con los que daban sus jóvenes vidas por que la legalidad volviera a su país.

Capítulo VI

REGRESO A SANTO DOMINGO

Aquellas simpatías de 1965 marcaron posteriormente mi vida y me proporcionaron muchos disgustos. Entre ellos, tener que abandonar un magnífico puesto periodístico y verme condenado al olvido durante tres largos años.

¿Valió la pena? Si he de ser sincero, debo confesar que no. Absolutamente nada de lo que ocurrió en la República Dominicana en aquellos tiempos lo valió. A la larga, todo quedó como en un principio, excepción hecha de los muertos, que nunca resucitaron, ni de todo cuanto fue destruido, que nunca se repuso.

Pese a ella, la experiencia fue interesante, ya que me sirvió para conocer de cerca unos hechos y tratar a unas personas que se convertirían en históricas.

Santo Domingo era entonces un caos; un auténtico campo de batalla, y raro era el edificio que no mostrara las huellas de la metralla, mientras cables y postes aparecían caídos, sin que nadie se preocupara de ponerlos nuevamente en pie.

Por la calle, la gente, armada hasta los dientes, constituía un espectáculo abigarrado y estrafalario. En su mayoría, eran muchachos menores de veinticinco años, que se vestían como les venía en gana, con improvisados uniformes o detalles que creían que les proporcionaría un porte militar: un casco, un quepis, una gorra de oficial o una guerrera de cazador.