La mayor variedad estaba, sin embargo, en las armas: decenas, cientos de armas; desde el corto revólver policíaco, hasta el largo «45» que algunos llevaban al estilo del oeste, amarrado a la pierna. Sin olvidar los fusiles, metralletas, escopetas de caza, pesadas ametralladoras e, incluso, cortos cuchillos que ignoro para qué debían de servir en una guerra como aquélla.
En su mayor parte, daban la impresión de que vivían días inolvidables, su gran aventura, la que les permitiría sentirse hombres para siempre y tener al que contar cuando fuesen viejos. No se separaban d sus armas ni un instante, pese a que todo estuviese en calma y el calor invitase a dejar tan pesada carga en casa. No podían hacerlo, ni lo harían nunca, pues las armas lo eran todo; el juguete que no habían tenido y con el que siempre soñaron, y también el símbolo de la revolución, de que estaban en guerra, que defendían algo.
En cuanto abandonasen esas armas, aunque tan sólo fuese un instante, perderían toda razón de seguir allí, porque, sin el arma, ignoraban qué estaban defendiendo. Tal vez fuese eso mismo, esas armas: defendían el derecho a tener un arma con que defenderse. ¿Defenderse de qué? Quizá de las injusticias sufridas durante años y años de Dictadura, aunque la mayoría no parecían saberlo con exactitud.
En aquellos días de revolución, el lugar más interesante de toda la República era el «Hotel Embajador», el único que continuaba funcionando y que por esa razón y por estar algo apartado del centro ciudad, se había convertido en refugio de periodistas, diplomáticos, miembros de las comisiones pacificadoras y altos cargos del Ejército. Por ello, toda la política, de guerra o de paz, y todas las noticias y rumores nacían en su bar, en su comedor y en sus habitaciones.
Esa vida oficial había atraído, sin embargo, otra mucho más abigarrada, pero que venía en busca del único dinero que por aquel entonces corría libremente por el país: el de los extranjeros.
Por las noches, el quinto piso — por casualidad vivía yo en él — se convertía en un espectáculo, y bastaba abrir la puerta de improviso y salir al pasillo para advertir un «corre-corre» de gentes que buscaban refugios a miradas indiscretas.
El dueño de un parque do atracciones había alquilado tres habitaciones contiguas, y trayéndose a varias muchachas, había convertido un rincón del piso en prostíbulo, del que entraban y salían constantemente soldados norteamericanos.
Se daba el caso curioso de que, perteneciendo las tropas de ocupación del llamado «Ejército de la Organización de los Estados Americanos» a cinco países — Norteamérica, Brasil, Paraguay, Honduras y Nicaragua — no todos los soldados, como sería lógico suponerlo, recibían igual trato, ni cobraban el mismo sueldo por exponer la vida de idéntica manera.
Mientras a los norteamericanos se les podía ver constantemente en el hotel y se pasaban la vida en el bar y en el restaurante, los de los demás países no podían ir a ninguna parte y jamás tenían un céntimo.
Debían contentarse con el rancho y pasear en los ratos libres, mientras veían cómo sus compañeros yanquis comían y bebían en los pocos sitios que permanecían abiertos.
A la mayoría, esa discriminación nos resultaba odiosa, y aun partiendo de la base de que desaprobáramos la intervención de la OEA, considerábamos que lo justo era que todos fueran tratados por igual, cobrasen lo mismo y tuviesen idénticos derechos y deberes.
No era así, y resultaba normal que un soldado norteamericano se sentara a nuestro lado tras despojarse de su ametralladora, cartucheras pistola y hasta bombas de mano que dejaba sobre el mostrador.
Y eran esos americanos los principales clientes de las muchachas del quinto piso, que con sus idas y venidas y su trapicheo hubieran dado tema para escribir una escabrosa novela. En el extremo más alejado del corredor, no lejos de las prostitutas, vivían miembros de la Comisión de la Organización de Estados Americanos, que debían imponer la paz en el país; y muchas noches tuvieron que reunirse a discutir acontecimientos de los que dependían la vida de millones de personas a escasos metros de donde se organizaba una bacanal.
Y fue en ese mismo quinto piso donde se eligió al que más tarde debía ser presidente provisional de la República — Héctor García Godoy—, que, antes de ser nombrado tuvo que subir allí infinidad de veces a discutir con los miembros de la OEA, si aceptaba o no el cargo. Quizá le extrañaría cruzarse por los pasillos con tantos soldados a los que probablemente consideró encargados de defender a los miembros de la Comisión.
Ahora, mientras volaba entre ambas islas, y San Juan iba quedando a mis espaldas, confiaba en encontrar a mi llegada, un Santo Domingo muy distinto de aquel que dejé por última vez, a mediados de 1966, cuando el actual presidente, Joaquín Balaguer, acababa de ganar las elecciones.
Recordaba claramente las palabras que me dijeron ese día en el aeropuerto:
— No te hagas ilusiones. Volverás porque aún no ha sonado el último disparo de la revolución…, y tardará años en sonar.
Debía admitir que conocían mejor que yo a su gente y sabían qué era lo que podía o no esperarse de los dominicanos y de los muchos rencores que habían quedado latentes. Continúa sin sonar el último disparo de la revolución. Cada semana, casi cada día un militar cae asesinado a la puerta de su casa, o un líder político de la izquierda desaparece para siempre en el azul Caribe, cuyos tiburones borran toda huella.
Al aterrizar, me alegró encontrar en el aeropuerto a un viejo conocido: un taxista cuyo nombre recordaba perfectamente, puesto que se llamaba como yo — Vázquez — y que, a menudo, había sido mi conductor durante los difíciles tiempos de la revolución. Padre de ocho hijas, negro de piel, propietario de un achacoso vehículo que parecía andar por puro milagro, era un hombre de pueblo, que, tal vez por eso mismo, me había sido muy útil y me había servido para llegar a conocer lo que en realidad pensaban los dominicanos.
Mientras nos dirigíamos hacia el «Hotel Embajador», le pregunté qué opinaba sobre la situación actual y sobre la reelección de Balaguer.
Me miró a través del espejo, sin descuidar un momento la carretera.
— Si el doctor no decide marcharse por las buenas, sólo lo echarán a tiros. y aun así, resultará difícil.
— ¿Habrá una nueva guerra civil?
Hizo un gesto que no quería decir nada en concreto, pero aclaró:
— Si hay revolución, la guerra será a muerte. Esta vez, nadie nos detendrá.
— ¿A quién no detendrá? — pregunté—. Usted nunca fue constitucionalista ni revolucionario.
— Las cosas han cambiado replicó — Nos han engañado cuatro años más y ya son demasiados. Si ahora la revolución estalla otra vez, le aseguro que muchos de los que entonces nos estuvimos quietos nos echaremos también a la calle fusil en mano, aunque no tenga idea de cómo se maneja uno de esos chismes.
Cruzamos el puente Duarte y entramos en la en la ciudad. En apariencia, el aspecto de la capital era tranquilo, nada hacía pensar en un próximo futuro inquieto; pero, al alzar la vista no pude evitar tropezarme con las huellas que balas y obuses dejaron años atrás en muchas fachadas y que continuaban allí como indicando que todo podía volver. Recordaba esos mismos edificios protegidos por sacos de tierra, y los cruces de calles con nidos de ametralladoras en cada esquina. Recordaba, también, los parques en lo que ahora jugaban los niños y que antaño servían de escondite a tanques y cañones, y sentí pena. Pena porque todo aquello renaciera y porque esas mismas esquinas, esas calles, esos parques podían llenarse de nuevo con el ruido de disparos y con manchas de sangre.