Murieron demasiados y demasiado jóvenes. ¿Por qué? Nadie parecía saberlo ya en la República Dominicana. Años atrás, fue algo sublime, que merecía el sacrificio, y ahora, a muchos movía a risa o provocaba amargura. Recordaban a los líderes por los que expusieron su vida y por los que sus compañeros cayeron, y no tenían para ellos más que palabras de desprecio. La mayoría estaban en el extranjero — no en el exilio—, viviendo cómodamente de pensiones que el mismo Gobierno les pasaba para que no volviesen a molestar. Muchos, que no eran nada al comienzo de la revolución se hicieron un nombre y amasaron una fortuna que estaban disfrutando alegremente en Paris, Londres o Miami.
Tan sólo se habían quedado los tontos y los auténticamente idealistas, y fue para que sus enemigos vengaran en ellos sus rencores y los asesinaran cualquier noche oscura. Era triste trasmitirlo, pero de la que fuera una de las sinceras revoluciones del hemisferio, sólo quedaba lo sórdido y lo sucio.
Al llegar al hotel, tomé un baño y bajé al bar. El primer conocido a quien encontré fue a Jesús García Frómeta, un revolucionario de los que nunca empuñaron fusil o ametralladora, pero que, en los días malos de 1965, se había distinguido por sus feroces ataque dialécticos contra los militares; ataques que nadie se explicaba por qué no le habían producido más de un disgusto. Por lo que pude advertir, Jesús continuaba agitador y parlanchín, cómodamente instalado en la barra, ante un whisky, casi en la misma posición en que le había dejado años atrás, como si el tiempo no hubiera pasado para él. Me saludó alborozado; le alegraba tener un nuevo auditor, o quizá creyera que, al igual que en otros tiempos, la llegada de los periodistas a la isla era sinónimo de jaleo.
Se lo dije, rió e hizo un amplio gesto afirmativo:
— ¡Ojalá, mi hermano! ¡Ojalá! Esto está a punto de estallar.
Cuando comenté que no comprendía por qué tantos dominicanos siempre estaban deseando que todo aquello estallase de nuevo, su respuesta me pareció, curiosa:
— Somos un pueblo que tiene complejo de frustración revolucionaria — dijo—. Durante treinta años, soportamos la más cruel Dictadura de la historia de la Humanidad, y aunque en el ánimo de todos estaba aplastar al tirano y arrastrarle con nuestras propias manos por toda la ciudad, lo mataron de improviso una noche, burlando nuestras ansias de venganza. Luego, cuando, años más tarde, iniciamos una auténtica revolución contra cuanto quedaba del trujillismo, llegaron los norteamericanos y la hicieron abortar. Por eso tenemos dentro esa revolución y no pararemos hasta llevarla a cabo.
Me pareció que, hasta cierto punto, tenia razón. Los dominicanos se dan cuenta de que no han conseguido nada por sí mismos; nunca han intervenido sus destinos, y cada vez que han estado a punto conseguirlo, han venido a interrumpirles.
Durante tres décadas, tres millones de seres humanos han asistido, impotentes, al hecho de que oscuro miembro del «clan» Trujillo — Joaquín Balaguer — les continúe humillando, mientras la familia Trujillo vive cómodamente en el extranjero, disfrutando de los catorce mil millones de pesetas que se llevaron de la isla. Parece lógico, pues, que tengan complejo de frustración revolucionaria y que ansiosos por tomarse la revancha.
Durante mi larga estancia del año 65, conocí a una muchacha que vivía con tres hermanas en la pequeña ciudad de Puerto-Plata, al otro lado de la isla. Cada vez que un miembro de la familia Trujillo visitaba Puerto-Plata, las cuatro hermanas, todas jóvenes y bonitas, se veían obligadas a caer en cama con gripe y a no salir fuera de la casa durante el tiempo que durara la visita. Si, por casualidad, se las hubiera visto, habrían corrido el riesgo de pasar a formar parte del harén trujillista.
En los días de la revolución, me había ocurrido una anécdota claramente indicadora de hasta qué punto se odia la memoria de los Trujillo en la isla.
Para mis constantes desplazamientos al interior de la zona revolucionaria, y como Vázquez — el chofer de taxi — prefería no entrar en ella, había alquilado un viejo «Volkswagen». Cierto día, vino a verme al hotel el propietario de «Radio Tropical», cuyo nombre siento no recordar, que me señaló que por el mismo dinero, ocho dólares, que pagaba por el «Volkswagen», estaba dispuesto a alquilarme un magnífico «Thunderbird» deportivo que tenía encerrado en un garaje.
Me pareció que el cambio resultaba interesante y, al día siguiente, apareció con un magnífico automóvil rojo y negro que pasaba de los 200 kilómetros por hora e incluso tenía aire acondicionado.
La razón que me dio para alquilarme semejante coche por ese precio era que todo su dinero se encontraba en los Bancos, y los Bancos seguían cerrados por culpa de la guerra civil.
Con mi nuevo automóvil salí a pasear por la ciudad, y advertí que todo el mundo me miraba sorprendido. Lo achaqué a la admiración que producía mi reciente adquisición. Sin embargo, apenas penetré en la zona revolucionaria, un «jeep» con cuatro o cinco muchachos armados me detuvo y, obligándome a descender, se dispusieron a prenderle fuego al coche. Ni mis protestas, ni mi credencial de periodista acreditado ante la organización de Estados Americanos y ante el Gobierno revolucionario podían disuadirles. Cuanto obtuve de ellos fueron denuestos y la declaración de que aquél era el coche de la «oligarquía» y el símbolo de la tiranía en el país.
Pronto se apelotonaron en la esquina más de cien personas y yo estaba viendo que mi flamante «Thunderbird» iba a quedar reducido a chatarra. Dio la casualidad de que acertó a pasar por allí Héctor Aristy, a la sazón vicepresidente del Gobierno revolucionario, con el que me unía cierta amistad. Le llamé a gritos, y le expuse mi problema.
Cuando logró abrirse paso y llegar hasta el coche, lanzó una exclamación de asombro. Luego, se volvió hacia mí:
— ¿De dónde lo has sacado? — me preguntó.
Se lo expliqué, y se llevó las manos a la cabeza.
— ¡Estás loco! — exclamó—. Éste era el coche preferido de Ramfis Trujillo, el hijo del dictador. En él se paseaba por la ciudad, e iba señalando a los de su escolta a las mujeres que tenían que llevarle, o a las gentes que habían de liquidar. Es el coche más odiado del país, y su actual propietario — el que te lo ha alquilado — lo tenía encerrado, porque cada vez que lo sacaba querían quemárselo.
De todos modos, yo me había encaprichado ya con él y no estaba dispuesto a perderlo. Conseguí que Aristy me diera un permiso especial para poder circular y lo pintarraje‚ por todas partes de letreros que decían «Prensa», «España», «Recién comprado», «Déjenme en paz», «ya lo sé», etc., pese a lo cual, en más de una ocasión, me tiraron piedras y, con frecuencia le escupían.
Cuando, al fin, optaron por desinflarme las ruedas cada vez que lo dejaba aparcado, me di por vencido y se lo devolví a su dueño, acudiendo de nuevo a los servicios de mi asmático, pero fiel, «Volkswagen».
Para dar una idea de la rapacidad de que era capaz el «Benefactor» Rafael Leónidas Trujillo baste con decir que, habiendo empezado como hijo de un modesto funcionario de Correos, y con el sueldo de policía, un estudio estadístico declaraba que, en el último año de su vida, era dueño absoluto del 70 % del azúcar, el 75 % del papel, del 70 % de la industria del tabaco, del 67 % del cemento y del 22 % de todos los de depósitos bancarios del país. Es decir, que en conjunto más de la mitad de la República Dominicana le pertenecía, así como la vida y la libertad de todos sus habitantes.
Capítulo VII
EL VALLE DE LAS PIRÁMIDES
Mi estancia en la República Dominicana duró menos de lo que imaginaba. Al cuarto día, recibí un telegrama: Llegaremos sábado Quito Stop.