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Venía firmado por Michel, Gonzalo y Joaquín, y aunque lo esperaba, siempre había creído que tardarían diez días más en estar listos. Al parecer, se habían apresurado y esa misma semana podríamos iniciar la aventura en la que veníamos soñando desde hacía tanto tiempo: la búsqueda del Valle de las Pirámides, en los Andes ecuatorianos.

La historia había comenzado hacía más de un año, cuando en mi viaje por el Amazonas, siguiendo las huellas del descubridor del río, Francisco de Orellana, conocí el capitán Joaquín Galindo, por aquel tiempo piloto de la avioneta de los misioneros españoles de la Alta Amazonia ecuatoriana. Con una pequeña «Cesna» de color rojo y blanco, atendía a las necesidades de las misiones, volando sobre la selva: del Napo al Coca, de Nuevo Rocafuerte a Tiputini. Monseñor Labaca había puesto a mi disposición la avioneta para que visitara con ella las inaccesibles cataratas del río Coca; y así fue como trabé amistad con Joaquín, que me pareció un magnífico piloto y un gran conocedor de aquella agreste geografía de la vertiente amazónica de los Andes.

Realizamos varios vuelos juntos, e incluso anduvimos buscando las escondidas chozas de los feroces «aucas», la tribu más salvaje y sanguinaria de Sudamérica. Luego, dejamos de vernos, y grande fue mi sorpresa cuando, una mañana, Joaquín apareció de improviso en mi casa de Madrid.

La razón de su visita aún era más sorprendente. Me mostró una fotografía aérea que había tomado cuando sobrevolaba un perdido valle de los Andes, en una remota y poco frecuentada región.

En ella se distinguía claramente hasta cuarenta y ocho pirámides, algunas, unidas entre sí por lo que parecían caminos.

— ¿Dónde está esto? — pregunté.

— Es lo que pretendo averiguar — replicó, recuerdo dónde hice la foto y tengo una idea de cómo podríamos intentar llegar hasta allí.

— ¿Y has venido de Ecuador para decírmelo? ¿por qué no lo buscaste?

— Nadie quiso acompañarme. Ya sabes cómo son: no les gusta revolver en las cosas de los «antiguos», los muertos. Y lo que ahí se ve puede ser una ciudad perdida o un valle funerario. Hace meses que intento organizar una expedición, pero no he conseguido encontrar un solo compañero de viaje. Luego, me acorde ti y vine a buscarte. ¿Quieres venir?

— Seguro. Necesitamos dinero y más gente.

— ¿Cuántos?

— Uno, quizá dos. No más. Guardo mal recuerdo de los grupos numerosos.

Nos pusimos de acuerdo. Necesitábamos dos compañeros y dinero para organizar la expedición.

Aquella misma mañana, comenzamos a movernos. Lógicamente, y como realizador de Televisión Española que era yo en aquellos momentos, le propuse ésta idea. Les gustó desde un principio y se mostraron dispuestos a llevarla a cabo, pero — como ocurrir demasiado a menudo — las arcas estaban vacías. Con todo, me pidieron que fuera preparando detalles por si se presentaba la ocasión.

Era cuestión, por tanto, de buscar a los compañeros. Nos hacía falta, en primer lugar, un camereman que rodara la película que yo dirigiría sobre el descubrimiento, si es que lo había. Para mí, la elección no resultaba difíciclass="underline" Michel Bibin, un sueco afincado hacía años en España. Me constaba, por haber trabajado con él, que era el mejor profesional del momento y un excelente compañero y amigo en cualquier hora y situación.

Faltaba, pues, el último del grupo, y no parecía sencillo encontrarlo; no ya porque no hubiera gente dispuesta a lanzarse a la aventura — que podía encontrarse—, sino por el hecho de que necesitábamos conocerlos a fondo. Planear una expedición sobre papel y mapas, cómodamente sentados en un sofá de Madrid, es una cosa muy bonita. Llevarla a cabo, otra muy distinta. En cualquier expedición, sea a la selva, sea a los Andes, sea al fondo del mar, lo peor no reside en las dificultades, la fatiga o los peligros que se puedan sufrir. Lo malo suele estar en las incomprensiones, los disgustos y el fastidio que proporcionan los miembros del equipo.

Eso era algo que yo sabía muy bien. por ello casi siempre prefería viajar solo.

Empezamos a barajar nombres y a descartarlos. Al fin, un día, apareció de improviso el personaje ideaclass="underline" Gonzalo Manglano.

Gonzalo, su hermano Vicente y yo habíamos formado el trío de profesores de Inmersión Autónoma de buque-escuela Cruz del Sur, hacía ya la friolera de trece o catorce años.

Luego, volvimos a encontramos rescatando los cadáveres de la catástrofe del lago de Sanabria. Una presa cedió, arrastrando a todo un pueblo al fondo del lago, y los Manglano y yo acudimos con otros submarinistas a buscar los cadáveres. Eso sucedió en el mes de enero, en Zamora, con un agua helada, en unos tiempos en que aún no existían los actuales trajes de inmersión. Fue una aventura espeluznante y desagradable de la que aún guardo un pésimo recuerdo.

Años más tarde, me tropecé con los Manglano en México. Formaban parte de la tripulación del Olatrane San Miguel, la nave de los tiempos de la conquista con que el capitán Etayo pensaba dar la vuelta al mundo, utilizando únicamente los medios de que se disponía en el siglo XVI.

El Olatrane había naufragado en Acapulco, y Etayo y su grupo trataban de ponerlo nuevamente a flote, yo acababa de llegar a México, de paso hacia Guatemala, donde iba el visitar a los guerrilleros para escribir una serie de reportajes.

En México, pasamos una noche divertida. Al día siguiente, la Policía mexicana, que tenía intervenido mi teléfono, se enteró de que yo intentaba entrevistar a unos exiliados guatemaltecos, y sin tener en cuenta que presumen de país amante de la libertad de palabra y de prensa, me llevaron a la cárcel. Me tuvieron encerrado en ella todo un día y, luego, me expulsaron del país, metiéndome en un avión rumbo a Houston, Estados Unidos.

Ahora, esos mismos hermanos Manglano acababan de aparecer por Madrid como caídos del cielo y, a mi entender, eran los tipos idóneos para acompañamos. Vicente se lamentó de no poder hacerlo: se marchaba a Groenlandia. Gonzalo se entusiasmó de inmediato con la idea, pero estaba preparando su boda y le resultaba imposible venir. La que ya es su esposa, Silvia, al ver su desconsuelo, le animó a que nos acompañara, asegurándole que en su ausencia ella se ocuparía de todo. Aceptó, al fin, señalando que además, él mismo se pagaría sus gastos, lo que significaba un gran alivio para nuestra precaria economía.

Estábamos, pues, completos, pero faltaba lo más importante: el dinero.

Durante algún tiempo, pareció que nunca lo conseguiríamos. Al fin, Galindo recordó que, en la Academia del Aire, había sido compañero de promoción de príncipe Juan Carlos, y que tal vez éste se interesaría por la empresa.

Fuimos a verle y, como ocurría con cuantos veía la foto, se enamoró del proyecto. Nos ofreció su apoyo, y se puso en contacto con el Director General Televisión, Adolfo Suárez. Desde el momento en hablamos con él, todo fue más sencillo y Televisión Española consiguió el dinero necesario para financiar la aventura. Me nombraron jefe de la expedición y, como ya tenía mis cosas preparadas, fui por delante.

Sin embargo, daba la impresión de que los demás habían logrado resolver sus asuntos mucho antes lo previsto. A poco que me descuidara, serían ellos quienes tuvieran que esperarme a mí.

Llegamos a Quito con tres horas de diferencia.

Ellos, primero.

El lugar de reunión era el «Hotel Quito Intercontinental», uno de esos sitios a los que me gusta llegar un par de veces al año, porque es como si volviera a mi propia casa. Desde los recepcionistas a los croupiers del Casino, todo el mundo me conoce. Para mi gusto, estos últimos quizá demasiado, pues buenos sucres he dejado en sus ruletas.