El lunes emprendimos la marcha tras agenciarnos un buen vehículo «todo terreno» y el material que necesitábamos. Vestidos de «aventureros». — como jocosamente decía Gonzalo—, estábamos dispuestos a descubrir una nueva Machu-Picchu, sí se presentaba la oportunidad.
Decidimos establecer nuestra base a orillas del lago Otavalo, junto al pueblo del mismo nombre, en un diminuto hotel que se adentra en las aguas. A tres mil metros de altitud, el lago se encuentra casi en las faldas del inmenso Cayambe, un monte nevado de seis mil metros de altura por cuya cumbre pasa la línea equinoccial. Según Joaquín, en sus cercanías debía encontrarse el valle que buscábamos.
El lago es en sí mismo, un lugar precioso y acogedor. Tranquilo, rodeado de montañas, eternamente silencioso, invita al descanso a la meditación, a los largos paseos y a olvidar la agitación de las grandes ciudades. Algún día, cuando la carretera panamericana sea una realidad, Quito se encontrará relativamente cerca, y éste será uno de los lugares de esparcimiento de los quiteños.
Sin embargo, en aquella época de lluvias y frío éramos los únicos clientes del hotel. En realidad, no parábamos mucho en él. A las seis en punto de la mañana ya estábamos en marcha por los caminos de los alrededores, trepando montañas y descendiendo barrancos en busca de nuestro anhelado Valle.
La orografía era difícil. La cordillera andina se alzaba ante nosotros, majestuosa y a menudo, inaccesible, ascendiendo desde la cercana costa hasta los seis mil metros del Cayambe para caer de nuevo al otro lado, con igual rapidez, hacia las tierras calientes de la cuenca amazónica.
Como está situada en plena línea del ecuador, el calor es allí insoportable en un momento dado — cuando luce el sol — para pasar a un frío intenso un minuto más tarde, en cuanto una nube cubre el cielo.
A cuatro mil metros de altitud y con el sol cayendo de plano sobre la cabeza, bastan apenas unos minutos para que la piel comience a caerse a tiras y para que los labios revienten.
El gran enemigo aquí es la fatiga. A tres mil metros de altura de Quito o del lago, todo cansa, incluso subir una escalera o caminar un poco aprisa; pero luego, a los cuatro mil a que solíamos encontrarnos apenas dejábamos atrás Otavalo, las cosas se ponían difíciles de verdad. Cargar una mochila, subir una pendiente, avivar algo el paso, se convertían en esfuerzos que nos dejaban agotados.
En contraste con nuestra fatiga, la vitalidad de los niños indígenas que corrían y saltaban como si habitar a cuatro mil metros de altitud fuera lo más normal del mundo nos hacía quedar un poco en ridículo.
Resultaba humillante caminar detrás de una vieja india que nos mostraba el camino, y ver cómo, poco a poco se iba alejando irremisiblemente, sin que nosotros, jóvenes y en la plenitud de nuestras facultades pudiéramos acoplar nuestro paso al suyo.
Toda esta región de los Andes ecuatorianos se encuentra poblada preferentemente por la tribu de los otavaleños, que tienen fama de ser los indios más limpios e inteligentes del continente americano. Magníficos artesanos, sus telas son de una belleza difícilmente imitable, y he llegado a encontrarme a individuos de esta tribu en Río de Janeiro y Caracas, vendiendo sus ponchos, blusas y mantas. Desde el hilado, que realizan en rudimentarias ruecas, al tejido teñido, o confección de la prenda, todo lo hacen según antiquísimos sistemas tradicionales que no permiten que cambien con el transcurso del tiempo. Para ellos constituye una especie de orgullo certificar que cuanto venden lo han hecho con sus propias manos.
Podíamos dar testimonio de la limpieza de los otavaleños, ya que, desde mucho antes de amanecer, con un frío insoportable, comenzaban a llegar al lago, bañarse en un agua helada con la ayuda de abundante jabón y un estropajo. Personalmente, consideraba aquel agua insoportable, incluso para lavarme las manos; y, sin embargo, los indios — hombres, mujeres y niños — eran capaces de pasarse media hora con ella hasta la cintura mientras se enjabonaban. Luego, las mujeres lavaban la ropa que tendían a secar sobre las piedras o en la hierba de la orilla.
El resultado es que los otavaleños aparecen siempre relucientes, impecablemente vestidos de blanco y con el pelo recogido en una pequeña trenza, de modo que resulta difícil distinguir al hombre de la mujer. La actual moda «unisex» ha sido inventada por otavaleños hace cientos de años.
Esta tribu — que hace muchísimo tiempo habita en la zona, y cuyos orígenes se desconocen — fue, antaño, poderosa y guerrera, y opuso una fuerte resistencia a la invasión incaica. Cuenta la tradición que, murieron tantos otavaleños, en la batalla en la que fueron definitivamente derrotados, que el inca ordenó que se lanzaran sus cadáveres a un lago cercano, que se tiñó de rojo. Desde aquel día, se le llamó «Llaguarcocha» («lago de la sangre»).
Nuestras correrías por los valles y las montañas andinos nos llevaron, al fin, a la «Hacienda Zuleta», propiedad del actual secretario general de la organización de Estados Americanos, Galo Plaza, y dirigido en esos días por su hijo, ya que él se encontraba en Washington por razones del cargo.
Con los Plaza me unía una larga amistad, y en más de una ocasión había pasado fines de semana en Zuleta, dedicado a la caza de la perdiz, a la pesca de la trucha, o a dar largos paseos a caballo. El hijo de Galo nos recibió con su habitual hospitalidad, aunque, a decir verdad, no se encontraba en condiciones de comportarse como el perfecto anfitrión. Hacía unos meses, había sufrido un accidente de automóvil que estuvo a punto de costarle la vida, y tras una larga estancia en un hospital norteamericano acababa de regresar a la «Hacienda Zuleta».
Pese a ello, nos atendió lo mejor que pudo y puso a nuestra disposición caballos, guías y peones. Cuando le explicamos lo que andábamos buscando, admitió que en las tierras altas existía un valle en el que abundaban las «tolas» o pirámides precolombinas. Pero jamás les había prestado especial atención, ya que ignoraba su número e importancia y nadie había intentado nunca un estudio detallado de sus posibilidades arqueológicas. En realidad, la alta sierra de las proximidades era por completo tierra de «tolas», como lo es, en conjunto, todo Ecuador.
Así como el Perú — asentamiento básico del Imperio incaico — ha sido minuciosamente estudiado por arqueólogos aficionados y aventureros, en busca de ha huellas que, muy abundantemente, dejaron las culturas precolombinas, Ecuador está por explorar. Los hallazgos fueron siempre fortuitos, y nadie se ha preocupado de llevar a cabo un detallado análisis de su pasado. En Quito estuvo la segunda capital del Imperio incaico, y en ella residió Huayna Capac durante mucho tiempo. Allá nació Atahualpa, fruto de la unión de Huayna Capac con una princesa indígena, y durante los años que su padre mantuvo la sede del Imperio en Quito, todo el reino del Norte cobró un notable esplendor. Incluso antes de que tuvieran lugar estos hechos, habitaban el Ecuador pueblos de una destacada cultura autóctona que, a mi entender, nunca han sido suficientemente analizados.
Cuando un arqueólogo pretende impregnarse de conocimientos incaicos vuela directamente al Perú, sube al Cuzco y se dedica a realizar excavaciones en las proximidades del Machu-Picchu, Sacsahuamán o Tiahuanaco. Nadie piensa en el reino del Norte; en el hecho de que en San Agustín existe una hacienda construida aprovechando los muros de una fortaleza incaica; o en que en el río Santiago basta cavar un metro para extraer toda clase de objetos de incalculable valor, histórico.
Recuerdo a un cubano que decía llamarse Ray Pérez, pero cuyo nombre era falso, que, al cabo de dos horas de buscar en una «tola» del río Santiago, extrajo una máscara de oro preincaica, por la que obtuvo, al contado, quince mil dólares. Pesaba cerca de dos kilos, y era una obra maestra de orfebrería que hoy puede admirarse en el museo del Banco Central de Quito. Me contaba Ray Pérez que, en el transcurso de sus excavaciones, encontró tantos objetos de cerámica, que tuvieron que abandonarlos ante la imposibilidad material de cargar con ellos. Los indígenas del río Santiago desentierran en sus campos tantos de esos objetos, que acaban dándoselos como juguetes a los niños, o utilizan las ollas y los recipientes que aún encuentran en buenas condiciones. En cuanto a las piezas de oro y plata, suelen fundirlas y venderlas al peso, para librarse así de investigaciones y molestias.