El tesoro artístico que se está destruyendo de ese modo es incalculable, y no resulta aventurado asegurar que, en el terreno arqueológico, Ecuador es un país virgen.
Por ello, no resultaba extraño que los Plaza nunca hubieran sentido especial curiosidad por lo que pudiera ocultarse en aquel valle sembrado de «tolas» pese a que, de tanto en tanto, apareciese algún peón con una vasija de barro o una figurita humana finamente tallada.
Para los indios de la Hacienda, que preferían no revolver demasiado en las propiedades de los muertos, aquellos objetos eran cosa de «los antiguos». Un día, un tractor partió en dos una diminuta «tola» y salió al aire el cuerpo momificado de una mujer de cuyas orejas colgaban largos pendientes de oro. Los pendientes fueron a parar a un museo; en cuanto a la momia, volvieron a enterrarla en el mismo lugar. El hecho de que cerca de aquella diminuta sepultura existiese otra de idénticas características, pero de proporciones diez veces mayores, no despertó el interés arqueológico, ni la codicia de nadie. Allí continúa, intacta.
Meses atrás, el gran pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamin, había adquirido, por casualidad, dos piezas de cerámica que resultaron de un valor incalculable. Habían sido encontradas en «tolas» de las provincias costeras de Manabí y Esmeraldas. De las dos figuras, la principal — de unos cincuenta centímetros de altura — representa el busto de un «curaca» o cacique de rasgos increíblemente perfectos, con el cráneo alargado en su parte trasera, de forma semejante a la que se puede observar en algunas estatuas y bajorrelieves egipcios. Según los expertos, el caolín en que está modelada debió de exigir una altísima temperatura de cocción, lo que hace suponer que los que la hicieron poseían conocimientos muy superiores a los que hasta el presente se han atribuido a las culturas precolombinas.
Cuando acudí a estudiar la pieza del «curaca» a casa de Guayasamin, éste acababa de recibir una propuesta para que la trasladase a una Universidad norteamericana. Al parecer, se intentaba una reestructuración de las teorías relativas a la evolución de las culturas precolombinas.
En opinión de ciertos científicos, la pieza demostraba, sin lugar a dudas, que había existido una relación entre las culturas mesoamericana, azteca y maya, y las de la costa norte del Ecuador, hecho que, hasta el presente, se juzgaba poco probable. Como, al mismo tiempo, se especulaba con la teoría de que, muy remotamente, pudo existir también cierta relación entre esas culturas mesoamericanas y el Egipto de los faraones, se podía sacar la conclusión de que la influencia egipcia había alcanzado la costa del Pacífico, en Sudamérica. La figura del «curaca», con sus rasgos clásicamente egipcios y su cráneo alargado, constituiría una prueba muy importante en la elaboración de tal teoría.
Oswaldo, parecía entusiasmado con la idea de que algo tan fantástico pudiera llegar a aclararse, y había puesto la estatuilla a disposición de los investigadores, pero sin permitir, desde luego, que saliera de Ecuador. Le habían asegurado que su antigüedad superaba los ocho mil años, y no quería, bajo ningún concepto, que algo de tanto valor arqueológico pudiera perderse. A mi modesto entender — y quizá también en su opinión—, tal antigüedad resultaba exagerada. Fuera como fuera, la pieza podía considerarse un verdadero tesoro.
Cuando le hablé del Valle de las Pirámides que andábamos buscando, se interesó vivamente — dijo—, y si encontrarás algún vínculo de unión entre las «tolas» de la costa donde apareció esta figura y las de ese valle, la teoría de la influencia egipcia podría extenderse hasta la cordillera andina. ¡Algo realmente sensacional!
Le repliqué que, a mi modo de ver, todo aquello parecía demasiado fantástico, pero él no lo creyó así.
— Es tanto lo que ignoramos sobre el pasado de la Humanidad — dijo—, que cualquier sorpresa me parece posible. Incluso que sea cierto lo que dicen ahora: que la Humanidad nació aquí, en Ecuador.
Se refería a las declaraciones de un científico húngaro que estaban causando furor en el país. Dicho científico aseguraba haber encontrado los documentos más antiguos de la Humanidad, en los que se demostraba que todas las civilizaciones provenían de cueva existente en la misma línea del Ecuador, en el interior de una enorme montaña. Desde la entrada de la cueva se distinguían la Estrella Polar y la Cruz del Sur. Tales documentos certificaban también que se podía caminar durante días y días por el interior de la cueva, hasta llegar, al fin, a una gran sala, donde se conservaba el libro que hablaba de los origen del hombre.
Hacía años que dicho profesor húngaro rondaba por Quito contándole a todo el mundo su historia, sin que nadie le hiciera mucho caso, hasta el día en que aseguró haber encontrado la cueva. Estaba convencido de que se hallaba en pleno territorio de los jíbaros cortadores de cabezas, que habitan en la vertiente amazónica de la cordillera andina, al este de Loja y Zamora.
Gastón Fernández, secretario de la Corporación Ecuatoriana de Turismo, me había hablado ya de esa cueva, y también me había mostrado las espectaculares diapositivas en color que habían obtenido en su interior.
— Al principio, no le hicimos ningún caso al húngaro — confesó—, pero, al fin, ante tanta insistencia, decidimos organizar una expedición y acompañarle. Íbamos cinco. Después de tres días de una marcha pesadísima, llegamos al río Santiago. No el de la costa, sino el otro, el afluente del Amazonas. Allí, encontramos una tribu jíbara que el húngaro reconoció inmediatamente por unos dibujos que llevaban tatuados en la frente y en la barbilla. Aseguró que dichos dibujos señalaban a los tradicionales guardianes de la cueva. Los interrogamos y terminaron confesando que, en efecto, desde los tiempos más remotos, tales dibujos se transmitían de padres a hijos, así como defender la entrada de una cueva sagrada, aunque ignoraban lo que se ocultaba en su interior. Penetramos en ella. Como el profesor había dicho, la entrada era un pozo de unos cincuenta metros de profundidad. Luego, se abrirían una serie de cavernas hasta llegar a otra, inmensa, que estaría iluminada. Te aseguro que yo continuaba mostrándome incrédulo, pero todo cuanto había dicho el profesor se iba cumpliendo paso a paso. Por fin, nos hallamos a unos quinientos metros bajo tierra y, sin embargo, apareció allí, ante nosotros, un inmenso pórtico labrado en piedra. Era como la entrada a una gran pirámide. Habían pasadizos que se dirigían hacia todas partes, tallados en la roca y perfectamente pulidos. De tanto en tanto, aparecían huellas de pies humanos de tamaño gigantesco, como pertenecientes a hombres de diez metros de altura. No sabíamos qué pensar ni qué hacer. Estábamos entre temerosos y asombrados. Al fin, cuando menos lo esperábamos, desembocamos en una caverna del tamaño de un campo de fútbol y de más de ochenta metros de altura. Y allá, en lo alto, había un agujero de poco más de un metro de diámetro, por el que penetraba un rayo de luz, recto como una flecha. El espectáculo más fantástico que pueda imaginar mente alguna. Instintivamente, todos fuimos a colocamos bajo ese rayo, a la luz, y fue entonces cuando advertimos que la cueva estaba poblada por millones de aves[3]. Entraban y salían chillando por el agujero del techo, y volaban de una parte a otra, en tinieblas, con endiablada rapidez y sin tropezar nunca: ni entre sí, ni contra las paredes. El profesor quería que continuáramos, pero aquel dédalo de galerías seguía hasta el infinito por el interior de las montañas. Según el húngaro, toda la cordillera andina está hueca en esa parte, y se tiene que andar quince días hasta llegar al salón principal. No estábamos preparados para ello, y decidimos salir. Hicimos algunas fotos, y ahora, apoyándome en ellas, estoy buscando la colaboración del Ejército para llevar a cabo una exploración completa de la cueva. Es tan enorme que requiere un auténtico planteamiento militar.
3
«Guacharos», aves nocturnas, ciegas, que se dirigen por eco de sus gritos, de modo parecido a los murciélagos, pero sin ultrasonido.