Me mostró las diapositivas. Confirmaban punto por punto cuanto había referido, aunque hubiera bastado su palabra. La máxima autoridad del Departamento de Turismo de un país no se podría permitir mentir sobre semejante asunto. Además, conocía lo suficiente a Gastón como para creerle. No pude conseguir — pese a todos mis ruegos — que me cediera alguna de las fotografías, pero, a cambio de ello me prometió que podría acompañarles en su expedición, el día que se llevara a cabo.
Confío, por tanto, que el próximo viaje que haga al Ecuador sea para tomar parte en tan apasionante aventura.
La que de momento nos ocupaba, la del Valle las pirámides, no podía hallarse, por su parte, mejor encaminada, pues con la ayuda de los peones de Plaza encontramos el valle sin excesivas dificultades. Aunque en un principio pensamos que nos habíamos equivocado y no era el de la fotografía, nos bastó… trepar a las cumbres vecinas y observarlo desde lo alto para llegar a la conclusión de que, efectivamente, era aquél.
Está situado a unos tres mil quinientos metros de altitud, y detrás, los Andes se elevan de modo casi inaccesible. En realidad, no es un valle, sino más bien un rincón triangular, protegido por dos de sus lados y abierto por su base. Esta última, está formada por un pequeño río de aguas muy frías.
En la cúspide del triángulo, y a cosa de medio metro del punto en que las dos montañas se unen, se encuentra la mayor de las «tolas», que tiene unos sesenta metros de base en cada lado, y unos quince de altura. Por lo que se puede advertir, es una gran pirámide truncada, con los costados escalonados y cubiertos de hierba. Cavando en ella, pronto se tropieza con una pared de piedra amarilla y blanda, cuyo espesor resulta imposible determinar.
Del centro de su base parte una especie de abultamiento largo y estrecho, también cubierto de hierba, que tiene el aspecto de un túnel o conducto que lleva hasta otra «tola» de menor tamaño, situada a unos doscientos metros.
Todo el resto del valle está sembrado por más de cuarenta de estas pirámides truncadas, aunque ninguna, desde luego, del tamaño de la principal. Hay una algo menor, y la base de las demás oscila de los diez a los quince metros, aunque también se encuentran algunas que no son, en realidad, más que pequeños montículos.
Abundaban las llamas y también se distinguían vicuñas, vacas y caballos. A las llamas parecía gustarles especialmente la jugosa hierba que crecía sobre las «tolas», y dejamos que nuestras cabalgaduras pastasen junto a ellas.
Galo Plaza nos había proporcionado tres peones al mando de un pintoresco capataz, Matías, conocedor de la zona, ya que vivía en las inmediaciones. Él fue quien nos señaló que años atrás, durante la apertura de un camino que corría por el borde del riachuelo, era corriente encontrar allí infinidad de objetos de cerámica de uso doméstico.
Nos condujo al lugar e inmediatamente iniciamos las primeras excavaciones. Diez minutos después, comenzaron a hacer su aparición tantos fragmentos de cerámica que no sabíamos qué hacer con ellos. Por desgracia, se encontraban en muy malas condiciones y resultaba del todo imposible recomponer un solo objeto.
Matías, que sentía especial predilección por Gonzalo, al que llamaba respetuosamente «Don Gonzalito», se lo llevó a un rincón un poco apartado y le indicó que trabajase allí. Al cabo de unos instantes, apareció una vasija bastante bien conservada y dotada de tres patas que debían de servirle para mantenerse a cierta altura sobre el suelo.
Nos sentíamos entusiasmados ante nuestros hallazgos, pero pronto caímos en la cuenta de que, en el fondo, la intención que perseguíamos no era desenterrar un pueblo precolombino, sino tratar de averiguar el significado y contenido de las pirámides del valle. Volvimos, por tanto, a ellas y cometimos el primer gran error de la expedición. Como niños golosos ante lo que nos parecía un inmenso pastel, nos decidimos de mutuo acuerdo por la «tola» mayor, y comenzamos las excavaciones. Tres peones, un anciano capataz y cuatro «aventureros» poco acostumbrados a manejar pico y pala no son gran cosa para enfrentarse con una pirámide de quince metros de altura. En un principio, todo fue bien; pero en cuanto comenzamos a encontrar bloques de piedra amarillenta, el trabajo se hizo lento y fatigoso.
La hierba y la maleza acumuladas durante siglos, impedían advertir si existía una entrada o un puno por el que la penetración resultase más factible. Teníamos que limitarnos a escoger un lugar y echar mano del pico.
Una lluvia pertinaz no tardó en calarnos hasta los huesos y un frío insoportable nos hizo tiritar. Por culpa de la altura, a la media hora de cavar estábamos con la lengua fuera y el corazón nos saltaba dentro del pecho, y desde luego, si uno de nosotros hubiera sido cardíaco, jamás hubiera salido de allí con vida.
El tiempo gris, lluvioso y constantemente encapotado, no sólo entorpecía el trabajo, sino que, sobre todo, hacía laboriosa y, difícil la filmación del documental encargado por Televisión. Nos habían proporcionado una película en color, poco sensible, y nos veíamos obligados a aprovechar el menor rayo de para montar las cámaras y rodar a toda prisa. Por fortuna, la experiencia de Michel superó los contratiempos y cuando visioné el filme en Madrid me felicité por mi elección: técnicamente, el documento era perfecto.
En lo que se refiere al trabajo arqueológico, un buen día descubrimos que, a pesar de que habíamos logrado un hueco de unos tres metros de hondo por tres de ancho, continuábamos tropezando con la mima piedra. Al paso que llevábamos tardaríamos en alcanzar el centro de la pirámide — a ras del suelo—, si es que la suerte no nos llevaba antes a algún pasadizo.
Matías opinó que, según lo que pudo observar en la «tola» que había abierto el tractor, la momia se encontraba enterrada a bastante profundidad. Era lógico suponer que en una «tola» grande ocurriera lo mismo, aunque no podíamos saber cuánta sería esa profundidad en una pirámide de semejante tamaño. Quizás otro tanto como el que se elevaba sobre el nivel del suelo; ello quería decir que nos faltaba cavar más de treinta metros hasta dar con la cámara funeraria propiamente dicha.
Como he dicho, semejante trabajo podría llevamos meses de excavaciones y ocasionar muchos gastos. Un tiempo y un dinero del que carecíamos. Aun suponiendo que en el corazón de la pirámide pudiera encontrarse un tesoro en joyas o un hallazgo arqueológico de la categoría del de Palenque, en México, o del de Tutankhamón, en Egipto, teníamos que renunciar a él.
Palenque constituía, desde el principio, uno de nuestros sueños, y recordábamos casi punto por punto cuanto Pierre Honoré había escrito sobre el descubrimiento de aquella tumba[4]
«…Hacia el año 1950, A. Ruz Lhullier realizó excavaciones en la plataforma del Templo de las Inscripciones, en Palenque. Habiendo observado un foso en el centro de dicha plataforma, lo limpió y descendió a él cada vez a mayor profundidad, hasta que tropezó con una escalera que aún conducía más abajo. Cuando, en su opinión, había alcanzado la base de la pirámide, se encontró ante una pesada puerta de piedra.
«Detrás de la piedra se abría una cámara funeraria donde había un sarcófago, también de piedra, que ocupaba, él solo, toda la estancia, y estaba cubierto por una enorme losa adornada con magníficos relieves.