Ante tales razonamientos y conscientes de nuestra incapacidad, dejamos el trabajo de la «tola» grande, pero no pudimos evitar el deseo de llevar a cabo un nuevo intento.
Iniciamos entonces las excavaciones en una de las muchas «tolas» de menor tamaño, y pronto tropezamos con idéntica capa de piedra aunque en esta ocasión pudimos atravesarla fácilmente. Al otro lado, comenzaron a aparecer muchos fragmentos de vasijas, y luego, nos encontramos con un gran hueco o pequeña galería. Alimentamos vanas esperanzas que pronto se desvanecieron. Se diría que era un engaño, un diminuto pasadizo sin salida. Terminaba en otra piedra amarillenta y blanda que, al ser apartada, mostraba un conducto semejante, que se abría ahora en otra dirección, formando ángulo con el anterior. parecía como si todo aquello constituyera un pequeño laberinto llamado a desilusionar a quien pretendiese llegar a la cámara mortuoria.
Y nos desilusionó.
Es cierto que contribuyó en mucho la lluvia que comenzó a hacerse cada vez más persistente, de modo que llegó el momento en que no llegábamos a ver un rayo de sol en todo el día. Las nubes iban tan bajas que casi se podría decir que no nos llovía encima, sino que estábamos «dentro» de la lluvia. Las nubes llegaban por el valle tropezaban con el contrafuerte de las altas montañas que se alzaban a nuestras espaldas y se quedaban allí, sumergiéndonos en un pesado y frío manto de algodón.
La boda de Gonzalo se aproximaba y el dinero se alejaba casi a la misma velocidad. Al fin, una tarde, calados hasta los huesos, muertos de frío, mortalmente fatigados y con las manos llenas de ampollas, cargamos nuestras cámaras, películas filmadas, vasijas y fragmentos de cerámica, y emprendimos el regreso a la civilización.
Dos días después nos encontrábamos de nuevo el «Hotel Quito». Ya calientes, descansados y limpios sentíamos un irrefrenable deseo de volver a nuestras queridas «tolas» y de continuar hurgando en sus entrañas, aunque debíamos admitir que resultaba inútil.
De momento, la aventura del Valle de las Pirámides podía darse por concluida. Tal vez, algún día, volviéramos al frente de una poderosa expedición que desentrañase por completo su misterio, pero ésa sería otra historia.
Y otra aventura.
Aquella noche, cuando intentaba, como siempre, que el número 8 saliera, al menos una vez, en la ruleta del Casino, me encontré de pronto frente al doctor Mansilla, que intentaba lo mismo que yo, pero con el número 24.
Le pregunté por las obras del «Hotel Jaguar» y me asombró oír esta respuesta:
— Ya está terminado. Pronto lo inauguraré. El hecho me pareció sorprendente; debo confesar que nunca creí que este hotel llegara a concluirse.
Hacía más de un año, navegando por las soledades del río Napo, en plena selva amazónica, al volver un recodo, me había tropezado de pronto con un gran edificio a medio construir que se alzaba en un altozano que dominaba el río. En un principio, me negué a creer lo que estaba viendo. La orilla derecha del Napo se halla ocupada por la feroz tribu de los aucas, los indios más salvajes de la Amazonia, y la izquierda era, por su parte, zona de jaguares. En cientos de kilómetros alrededor no podía encontrarse ningún lugar habitado, y el pueblo más cercano, Puerto Napo, ya hacía tiempo que había quedado atrás. Según mis cálculos necesitaría al menos un día para llegar a la pequeña Misión del Coca; y ni en los mapas, ni en parte alguna, figuraba la existencia de aquel soberbio edificio.
Varé la piragua y subí la pequeña cuesta, convencido de que aquello era un espejismo. Llamé a voz en grito, preguntando sí vivía alguien allí, y apareció un hombre alto, desgarbado y sonriente, que me tendió la mano.
— Pase, pase… — dijo—. Soy el doctor Aníbal Mansilla, propietario de todo esto. Está usted en su casa. ¿Quiere tomar una cerveza?
Y ante mi asombro, me hizo entrar, rebuscó en una nevera de petróleo, y me sirvió una cerveza helada, allí, en el corazón mismo de la selva. Jamás me supo mejor una cerveza.
A mitad de la segunda, señalé con un dedo a mi alrededor:
— ¿Qué es esto?
— Algún día, será un hotel — respondió Mansilla, convencido—. El «Hotel Jaguar».
— ¿Un hotel aquí, con los aucas enfrente, a tiro de piedra?
— Los aucas están en aquella orilla, y yo estoy en ésta. Yo no me meto con ellos y ellos no se meten conmigo.
— ¿Cómo lo sabe? ¿Han establecido algún pacto? Nadie ha hablado nunca con un auca.
— No hacen falta pactos ni palabras. Los aucas saben que a ellos les pertenece la orilla derecha y a nosotros, la izquierda.
— Aunque así sea… ¿Quién vendrá a vivir aquí? Está lejísimos de todo.
— Construiré una pista de aterrizaje. Vendrán cazadores a por los jaguares de los alrededores. Pescadores a por los bagres del río. Coleccionistas de mariposas y orquídeas… Incluso turistas que quieran pasa unos días en plena jungla, lejos de la civilización. Podrán jugar al tenis, practicar esquí acuático, bañarse en el río…
— ¿Y las anacondas? ¿y los cocodrilos?
— Anacondas hay pocas… Cocodrilos, no he visto ninguno.
— Acudirán al olor de los turistas…
— No lo creo… Además, ahora dicen que hay petróleo en estas selvas. Pronto vendrán los americanos a montar sus campamentos, y les gustará tener cerca un lugar agradable donde pasar los fines de semana. Un hotel limpio, aire acondicionado, bebidas heladas, Casino… — Rió con picardía—. ¡Tal vez lindas camareras!
— ¿El paraíso del Infierno Verde?
— ¡Exactamente! Usted lo ha dicho… Venga, le serviré otra cerveza.
Pasé el resto del día con el doctor Mansilla. Me pareció un tipo extraordinario; un soñador, quizás un loco, porque loco había de estar para emprender semejante aventura.
Luego, poco a poco, me fui dando cuenta de que en realidad, lo que le empujaba no era el ánimo de lucro, sino el simple hecho de satisfacer un deseo personal. Le gustaba la selva; quizá, quería vivir temporadas en ella, y le gustaba además mostrársela a los amigos, a los conocidos, incluso a los extraños que no hablaban siquiera su propio idioma. Me produjo la presión de que soñaba con tener aquel hotel para llevar allí a todo el mundo contentándose con que no le costara dinero de su propio bolsillo.
Pero, de momento, llevaba gastados más de diez millones de pesetas en obras. Todo absolutamente todo, desde el cemento hasta los trabajadores; desde los ladrillos hasta las tablas, tenía que traerlo desde Quito, tras un viaje de catorce horas de coche y siete en piragua. Una proeza.
O una locura.
Cuando le dejé allí en su hotel a medio construir, y seguí mi camino río abajo, iba convencido de lo último: de que todo aquello era una locura que nunca llegaría a feliz término,
Y, no obstante, ahora, el mismo Aníbal Mansilla aparecía allí, frente a mí, jugándose el dinero al número 24 y asegurándome que el hotel estaba a punto de ser inaugurado.
— Parece increíble! — exclamé—. ¿Cómo ha quedado?
— Precioso… ¿Le gustaría verlo? Mañana tengo que ir con Osvaldo Guayasamín que me está terminando la decoración. Pasaremos cinco días, le gustará.
— Me agradaría — repliqué—, pero estoy aquí con unos amigos y…
— ¡Tráigaselos! Les invito con mucho gusto. No se preocupe, todo corre de mi cuenta: viaje, alimentación, todo… Me encantará tenerles allí.
Y lo decía en serio. Completamente en serio y entusiasmado. Busqué a mis compañeros y les conté lo que ocurría, Joaquín Galindo ya conocía el «Hotel Jaguar» por haber volado infinidad de veces sobre él, pero, para Michel y Gonzalo, la idea de visitar la selva amazónica, aunque sólo fuera por cinco días, era una experiencia nueva y maravillosa.