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Llegado a esta conclusión, dediqué mi tiempo a estudiar las posibilidades de aclimatación que existían para el caso de que pudiese llevarse a cabo un transplante de animales. Comprobé que todas las especies que, por una u otra razón, se han llevado a Sudamérica han conseguido aclimatarse perfectamente. No se trata ya de la vaca, el caballo, la gallina o cualquier animal doméstico. Otros, como el búfalo o la «capra hispánica», se han desarrollado y reproducido en libertad sin el menor problema.

Hace más de un siglo, un ganadero llevó a la isla de Marahó, en la desembocadura del Amazonas, dos Parejas de búfalos africanos, y hoy abundan de tal forma, que su cacería constituye uno de los principales atractivos de la isla. En otra ocasión, un barco cargado de «capra hispánicas» naufragó contra una pequeña isla situada frente a las costas venezolanas, y actualmente constituye un auténtico hervidero de ellas. Convencido, por tanto, de que existía una posibilidad de salvación para los animales de África, me trasladé a la República Sudafricana, donde tomé contacto con las autoridades responsables de los Parques Nacionales. Aunque sorprendidas en un principio por mi idea, acabaron por admitir que, en efecto, en su opinión no existía ningún impedimento para llevar a cabo ese trasplante. Si llegaba a hacerse, estaban dispuestas a colaborar en él, puesto que tenían en sus Parques problemas de espacio, agua y alimentos para sus animales.

En aquellos días, en el Krüger estaban sacrificando tres mil elefantes, que no podían alimentar sin poner en peligro a la restante población del Parque.

— Si pudiera llevarme esos tres mil elefantes a la Amazonia — comenté—, tardarían un millón de años en comérsela.

Esa matanza necesaria, pero dolorosa, me reafirmó en mi idea de seguir adelante con la «operación Arca de Noé»; «Operación» en la que sueño con ver las vacías tierras americanas surcadas por inmensos rebaños de elefantes, jirafas, gacelas, ñus, avestruces, impalas y tantas especies que embellecieron durante siglos las verdes colinas de África.

Ésa era, pues, la razón de mi llegada a Venezuela: buscar ayuda para mi proyecto.

Tenía, además, en mi poder, una baza que juzgaba importante: había logrado interesar en la «Operación» a una gran compañía aérea, que unía Sudáfrica con Europa y Europa con Sudamérica, y que estaba dispuesta a trasladar gratuitamente a los animales a través de los tres continentes.

Mi hermano, conocedor y copartícipe de mis ilusiones, había decidido — en unión de José Antonio Rial, destacado escritor y periodista afincado en Venezuela — que la entidad que mejor podría colaborar con mis intenciones era la Corporación Venezolana de la Guayana, organismo de increíble poderío económico, que tiene a su cargo el desarrollo de una de las regiones más ricas del mundo: la Guayana de Venezuela.

Habían puesto, por tanto, en antecedentes a su presidente: el general Rafael Alfonso Ravart, un hombre de tan extraordinaria capacidad de trabajo que aun habiendo cambiado tres veces el Gobierno venezolano, y habiendo subido al poder en la última ocasión los que pudieran considerarse sus enemigos políticos — los «Demócratas-cristianos» del presidente Rafael Caldera—, ha permanecido en su puesto, sin que nadie se atreva a removerle. Venezuela es uno de los pocos países que reconocen que, cuando un hombre le es útil, continúa siendo útil, sea cual sea su forma de pensar.

El general me recibió en el despacho que ocupa en el inmenso edificio de la «Shell», apenas a un tiro de piedra del hotel, y durante horas discutimos sobre la posibilidad de convertir la Gran Sabana — hoy tierra de buscadores de oro y diamantes — en un inmenso Parque de Aclimatación. Con los años, las manadas serán allí tan comunes como en Serengueti, y acudirán turistas de todo el mundo, especialmente norteamericanos, que, a dos horas de vuelo de Miami, podrán disfrutar de un espectáculo maravilloso.

Los animales atraerán turistas, esos turistas atraerán, a su vez, a hombres de negocios que darán vida a un inmenso territorio que hoy en día se encuentra casi vacío.

El general tenía decidido el lugar en que se establecerían los primeros animales: un antiguo rancho, el «Hato Masobrio», enclavado entre los ríos Orinoco y Caroni, junto a la recién inaugurada presa del Hurí.

Sobre un gran mapa, señaló el punto elegido y preguntó:

— ¿Le gustaría verlo? — Conozco la zona — repliqué—. Pero me agradaría echarle un nuevo vistazo.

— Mañana, a las ocho, uno de nuestros aviones, estará esperando.

Capítulo II

EL SALTO ÁNGEL

En efecto, a las ocho de la mañana del día siguiente, un avión nos esperaba para llevarnos, en poco más de una hora, a Puerto Ordaz, sobre la orilla del río Orinoco, exactamente en su confluencia con el Caroní.

José Antonio Ríal había decidido acompañarme. Sentía curiosidad por conocer una ciudad a la que puede considerarse como un milagro del esfuerzo humano.

Puerto Ordaz es, hoy por hoy, la ciudad más moderna del mundo. Más incluso, que Brasilia — la artificial capital brasileña—, y cuando hace diez años recorrí esta región, no existía aquí más que un conjunto de casuchas — San Félix — que se alzaban sin, orden ni concierto, y no tenían interés ni vida propia. En la actualidad, Ciudad Guayana, nombre por el que se conoce también a Puerto Ordaz, cuenta con 250.000 habitantes y tiene calles asfaltadas, puentes, parques, jardines y edificios públicos de audaz arquitectura.

La proximidad de la presa de del Guri, de las minas hierro de Cerro Bolívar y de yacimientos de bauxita — quizá los más ricos del mundo — auguran a la ciudad un prometedor futuro. Por otra parte, su emplazamiento entre dos ríos, junto a las cataratas y rápidos de la «Llovizna» y «Cahamay», es privilegiado, mientras que la temperatura, aunque elevada, no resulta sofocante.

La visita a los terrenos de «Hato Masobrío» estaba prevista para el día siguiente, pero yo deseaba aprovechar el tiempo recorriendo de nuevo el gran lago y las obras de la presa del Guri, que durante mi última estancia, un año antes, había dejado a medio concluir.

A una hora de camino de Puerto Ordaz, río arriba, las negras aguas del Caroní se estrellan contra el grueso muro de 110 m de altura con que los ingenieros han cerrado el antiguo cañón de Necüima, y se extienden en un gigantesco embalse cuya superficie de 800 km2. forma un dédalo de islas y ensenadas que transforman por completo aquel paisaje que conocí muy distinto.

Dicen que Guri será, en su día, la mayor presa del mundo — superando incluso la de Asuán, en Egipto —; pero, particularmente, más que su prodigio técnico, me había llamado siempre la atención el tremendo esfuerzo humano que se requirió para salvar de la inundación a los animales salvajes que habitaban en las regiones que habían de quedar inundadas.

El año anterior, había rodado un documental sobre esta apasionante «Operación Rescate» y me agradaba volver a conocer sus resultados y encontrarme de nuevo con uno de sus principales dirigentes, el doctor Alberto Bruzual, especialista en fauna guayanesa y con, el que había mantenido largas conversaciones sobre mi proyectado traslado de especies africanas.

Cuando le pregunté cuántos animales lograron salvar de perecer ahogados, se mostró satisfecho de la labor de su equipo.

— Más de dieciocho mil — replicó—, y aún quedan algunos. En conjunto, la «Operación» ha sido un éxito, si se tiene en cuenta que sólo ha habido trescientos muertes, lo que arroja un índice de pérdidas realmente bajo. El mayor número de estas muertes se cifró, en principio, entre caimanes y anacondas, animales que, en nuestros cálculos iniciales, no creíamos precisaran de nuestra ayuda.

Resultaba extraño que estos animales — eminentemente acuáticos — necesitasen que se les salvara, ante mi incredulidad, el doctor me indicó: