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Aceptaron encantados, y Mansilla pareció el hombre m s feliz del mundo. Tan sólo había un inconveniente: las catorce horas de coche hasta Puerto Napo por una carretera infernal. La pista de aviación del hotel aún no existía, y la forma de llegar seguía siendo la de siempre.

— En Tena hay pista de aterrizaje, ¿verdad? — pregunté.

— Para avionetas, y si no llueve mucho

Tena se encuentra a poco más de una hora de Puerto Napo. De Quito a Tena, cruzando las inmensas cordilleras de los Andes, suele haber, cuando el tiempo lo permite, poco menos de una hora de vuelo. Eso quería decir que las catorce horas podían reducirse a dos: una de vuelo y una de coche.

— Conseguiré una avioneta — señalé.

— Yo prefiero el coche — indicó Mansilla — Cruzar los Llanganates en avioneta, con el tiempo que hace no me divierte nada. Es muy peligroso. y esa pista de Tena…

Quedamos en que nos reuniríamos en Tena a las nueve de la mañana dos días después. Él saldría con Oswaldo y los empleados del hotel a la tarde siguiente, y nosotros volaríamos al amanecer del otro día.

Por la mañana, fui a buscar a Gastón Fernández, de la Corporación de Turismo, para que me agenciara una avioneta. Refunfuñó un poco pero acabó por conseguirme una «Cesna» de cinco plazas. Nos llevaría Tena y el piloto volvería a recogemos en el mis lugar, cinco días más tarde, a las once en punto de mañana.

A la ida, el vuelo transcurrió con pocas novedades aunque resultó movido — como de costumbre — al atravesar los Llanganates. No me pilló de sorpresa, ya que había sobrevolado la región en varias ocasiones pero Michel, que llevaba la pesada cámara sobre las rodillas, se pasó el viaje maldiciendo, a cada salto le destrozaba las piernas. Si la dejaba en el suelo las trepidaciones parecían querer desencajarla, y no le quedó más remedio que aguantar como pudo hasta que aterrizamos. Para Michel, la cámara suele ser más importante que él mismo. Acostumbra a decir que él está asegurado y la cámara, no.

Por mi parte, durante todo el viaje, no quité los ojos del suelo, allá abajo, a unos mil metros bajo las alas y tres mil y pico de altitud sobre el nivel del mar. Intentaba distinguir la cumbre de los tres Llanganates para que me sirvieran de referencia, intento de vislumbrar, aunque tan sólo fuera fugazmente, el lago del tesoro.

Sin embargo, todo era un blanco mar de nubes con algún ligero claro por el que aparecía la selva verde y monótona. Como siempre, la cumbre del Cotopaxi era lo único que sobresalía de aquella inmensa capa de algodón que oculta la región en la que se esconden cuarenta mil millones de pesetas en oro. Son esas nubes bajas, densas, pesadas, los principales guardianes del tesoro. El hombre que más insistentemente lo ha buscado, el colombiano Carlos Ripalda, me había asegurado en cierta ocasión:

— Si no fuera por las nubes, por esa maldita lluvia que jamás cesa, yo sería inmensamente rico. Pero llueve y llueve y llueve… ¡Todos los días del año, durante los quince que llevo buscando ese oro!

Conocí a Ripalda en 1966, durante mi primer viaje a Ecuador. Era un hombre con una idea fija: encontrar el famoso tesoro de Rumiñahui, y había dedicado a ello los mejores años de su vida. Desde el primer momento me atrajo su entusiasmo, y logró convencerme para que le acompañara en una de sus infinitas intentonas.

En realidad, aquel viaje no era más que un ligero internamiento, una preparación de la gran expedición que proyectaba realizar un año más tarde, cuando su socio, un rico industrial de Kansas, llegara con el dinero y el grueso del equipo. Pese a ello, no me arrepentí de acompañarle. Ripalda era un hombre interesante y un gran conocedor de la selva y la montaña.

Quien le tratara superficialmente podía llegar a creer que estaba loco, o que era un idiota al desperdiciar su vida persiguiendo la quimera de un hipotético tesoro. Pero es que Ripalda tenía la certeza, como la tengo yo, como la tienen muchos, de que ese tesoro existe.

El día que Francisco Pizarro hizo prisionero en Cajamarca al inca Atahualpa, éste ofreció llenar de oro la habitación en que se encontraba, a cambio de su rescate. A los españoles, aquello les pareció una fantasía, pero el inca cumplió su palabra. Dio una orden y el oro comenzó a llegar desde todos los rincones del Imperio.

Sin embargo, Pizarro, temiendo una traición, mandó ajusticiar a Atahualpa cuando la cifra recaudada apenas había sobrepasado el millón de pesos en oro; es decir, unos mil cuatrocientos millones de pesetas al cambio. Fue entonces cuando se enteró de que había perdido, con esa acción, la más fabulosa fortuna que jamás soñara hombre alguno.

En efecto el tiempo de Atahualpa, el Imperio inca estaba dividido en dos reinos: el Sur, con capital en el Cuzco, y el Norte, con capital en Quito. De las riquezas del Cuzco ya se tienen noticias, no sólo por ese oro que consiguió Pizarro, sino por el que mucho más tarde encontraran los conquistadores al tomar la ciudad. El jardín del Templo del Sol estaba compuesto íntegramente por árboles, flores y animales de oro puro. Su valor resultaba incalculable.

Sin embargo, el oro de la otra capital, Quito, nunca apareció. La culpa la tuvo Rumiñahui, «ojo de piedra», el más valeroso e inteligente de los generales de Atahualpa.

Rumiñahui había sido el encargado — como gobernador de Quito — de recoger el oro del norte del país y llevarlo a Cajamarca para contribuir al rescate de Atahualpa; pero, cuando se encontraba a mitad de camino con setenta mil hombres cargados, tuvo noticias de la muerte de Atahualpa, y volvió atrás. Sabedor de la llegada de los españoles, prendió fuego Quito y se refugió en la región de los Llanganates, de donde era natural. Allí escondió el oro y regresó a dar la batalla. Pero, derrotado, fue sometido a tortura para que confesase él emplazamiento del tesoro.

Todo fue inútil. Rumiñahui murió sin decir palabra, y aquella fabulosa cantidad de oro y piedras preciosas desapareció para siempre. Por los cálculos de los especialistas que han estudiado de cerca el tema basándose en la documentación de antaño, y la cantidad de carga que puede llevar un indio, se ha hecho una valoración aproximada. El tesoro valdría, al cambio normal, unos cuarenta mil millones de pesetas.

Naturalmente, esa cifra despertó, a través Historia, el interés y la codicia de infinidad de aventureros, pero, al parecer, muy pocos han sido los que lograron tocar siquiera el oro de Rumiñahui.

El primero fue el español Valverde, un simple soldado que vivió en Latacunga a finales del siglo XVI. Valverde estaba casado con una india, y de la noche a la mañana pasó de la más absoluta pobreza a ser inmensamente rico. Al parecer, su suegro, compañero de Rumiñahui, le había conducido al lugar del tesoro dejándole tomar lo que pudiera llevarse. En Latacunga, me mostraron en cierta ocasión «la casa verde», aunque luego pude constatar que la que me enseñaban había sido construida sobre el solar de la auténtica.

Lo cierto es que Valverde regresó a España rico y, antes de morir, le dejó en herencia al rey un documento conocido con el sobrenombre «Derrotero de Valverde». En él se explica el camino desde la misma Latacunga hasta el punto en que se encuentra el tesoro.

Dicho documento — del que existen varias copias hoy día — es absolutamente exacto en la mayoría de sus puntos, y demuestra un perfecto conocimiento de la región. Nunca podría haber sido trazado por alguien que no hubiera estado allí varías veces.

La primera pregunta que se le ocurre a cualquiera es: ¿Cómo es que nadie ha vuelto a encontrar ese tesoro? La respuesta surge de inmediato: los Llanganates, la región más peligrosa, desconocida dura y difícil de la Tierra. Cuantas expediciones han intentado conseguir ese oro han fracasado; algunas desaparecieron, los componentes de otras murieron y las más regresaron desesperadas.