El Ejército de Gonzalo Pizarro anduvo aquí perdido durante más de un año y murieron cuatro de sus cinco mi hombres. Ésta es la vertiente amazónica de los Andes; un desnivel que va de los siete mil metros de la cumbre del Cotopaxi — el más alto volcán del mundo — a los seiscientos sobre el nivel del mar de la cuenca del Napo.
Todas las nubes de la húmeda e inmensa selva vienen a tropezar contra las faldas de los Andes, por lo que es raro que luzca más de un día o dos de sol al año. Llueve ininterrumpidamente noche y día, en invierno y en verano, y si a eso se añade la fertilidad de la tierra y el calor que proporciona el estar situada exactamente en la línea ecuatorial, se comprenderá que la vegetación de la región de los Llanganates sea más salvaje, densa y lujuriosa de la Tierra.
Ni un solo ser humano — ni animales casi — habita más allá del pueblo de Pillaro y esa soledad perdurará ya hasta el Napo. No hay absolutamente nada de comer; ni leña seca para calentarse; ni el más triste refugio en el que guarecerse de la lluvia. Al abandonar Pillaro se sabe que aguardan días y días de sed, de hambre y de fatigas, de soledad y desesperación.
Al principio, el «Derrotero de Valverde» es claro y fácil de seguir. Saliendo de Pillaro hay que preguntar por la «Hacienda Moya» — ya desaparecida — y buscar, luego, el llamado Cerro Guapa. Desde la cumbre de ese cerro y teniendo detrás la ciudad de Ambaro, se mira hacia el Este, y en los días muy claros se distinguen los tres cerros de los Llanganates. Forman un triángulo, y en sus faldas existe un pequeño lago artificial al que parece ser que se arrojó el tesoro. Otra versión asegura que el lago es tan sólo una pista y que, muy cerca, hay una gran cueva en la que se esconde el oro.
La teoría de la cueva se basa en el hecho de que, en el siglo pasado, dos marineros ingleses aseguraron haber encontrado el oro en una de ellas, y llegaron a Londres con algunas piezas muy bellas. Uno murió en Londres y el otro, en el transcurso de la siguiente expedición. Juraron que mil hombres fuertes no podrían cargar todo el oro que había en la cueva.
Hay quien asegura que esa cueva no es otra que la gran caverna que se forma bajo la catarata del Alto Coca, pero, a mi entender, ese lugar se encuentra demasiado lejos del señalado por Valverde. Lo he visitado con la avioneta de Galindo, y la distancia desde, los cerros de los Llanganates es considerable. Desde luego la cueva es inmensa e inaccesible por su situación, pero poco probable como escondite.
El sistema más seguro sigue siendo, por tanto, el «Derrotero de Valverde», aunque los años transcurridos y los movimientos sísmicos tan frecuentes en esta región han cambiado totalmente su topografía.
Desde un principio, fueron muchos los que se lanzaron a la busca de las huellas de Rumiñahui — entre ellos, el propio Gonzalo Pizarro, hermano de Francisco—, pero la primera expedición científica importante la realizó el español Anastasio Guzmán a finales mil setecientos. Trazó un mapa bastante completo de la región, pero, por desgracia, cayó por un precipicio antes de llegar al punto que andaba buscando.
Aseguran que Guzmán era sonámbulo y que sufrió el accidente mientras dormía. ¡Mala cosa para un aventurero el sonambulismo en estas tierras de profundos precipicios! Ripalda aseguraba que, en cierta ocasión, se encontró frente a un barranco que — de lado a lado — no tendría más de quince metros, y casi se podía salvar de un salto. Sin embargo, descender el fondo y subir por el otro lado, le llevó, exactamente diecisiete días. Sirve ello para ilustrar las dificultades de los expedicionarios y por qué mueren a docenas o regresan completamente destrozados. Si se precisan diecisiete días para salvar quince metros, no sorprende que, hasta el presente, nadie haya logrado atravesar esos cien kilómetros.
Pero la certeza de que allí, en el corazón de ese infierno, se esconden cuarenta mil millones de pesetas hace que, a través de la Historia, siempre exista quien se atreva a enfrentarse a todos los peligros y dificultades. El inglés Dyott, el italiano Boschetti, el americano D’orsay, el sueco Blomberg, el colombiano Ripalda y el escocés Loch son algunos, los más destacados, de los cientos de soñadores que han perseguido en estos últimos tiempos el escurridizo tesoro de Rumiñahui. La mayoría de ellos acabaron dándose por vencidos; otros se arruinaron en la empresa y uno de ellos, el desgraciado Loch, perdió fortuna y esposa. Tras infinitas calamidades, regresó a Quito para pegarse un tiro. Una maldición parece proteger el oro; una maldición y los infranqueables Llanganates.
Ahora, estaban allí, bajo mis pies, y vistos a través de las nubes y desde la altura no parecían tan peligrosos, ni que fueran, como aseguraba la Historia, la «región devoradora de hombres».
Minutos después, por un pequeño claro se distinguió el cauce de un río. Sin dudarlo, el piloto se lanzó por el hueco hasta casi rozar las montañas, siguió el cauce y acabó enfilando la diminuta y encharcada pista de hierba de Tena. Cuando el aparato detuvo los motores, Michel exhaló un suspiro:
— Comprendo por qué el doctor Mansilla prefiere las catorce horas de coche. Yo, también.
Bajamos nuestras cosas y la avioneta despegó de inmediato porque el tiempo estaba «empeorando», y el piloto temía no regresar a Quito. Quedamos, pues, solos bajo la lluvia, en la cabecera de la pista hasta que — al cuarto de hora y puntual a la cita — apareció el destartalado microbús de Mansilla.
Una hora después, navegábamos ya en enormes piraguas, río Napo abajo, sorteando peligrosos rápidos y espumeantes chorreras. A pesar del agua caída, el cauce estaba bajo y de tanto en tanto, el fondo de, las embarcaciones rozaba las rocas del lecho del río.
Cuando salió el sol, Michel y Gonzalo gritaron de júbilo y admiración: lo que hasta esos instante había sido una inacabable sucesión de oscuros árboles que bordeaban el río y escurrían agua, se convertía, de pronto, en todo el esplendor de la selva amazónica.
Ya no había en las riberas una mancha de espesura bajo un cielo plomizo, sino un millón de tonalidades de verdes que brillaban al sol y destacaban contra un azul resplandeciente. Al filo del mediodía, la Amazonia comenzaba a despertar.
Bandadas de loros y paujiles echaban a volar entre gritos y parloteos, mientras una infinidad de garzas blancas se sacudían la lluvia y jugaban a deslizarse suavemente, casi sin agitar las alas, rozando la superficie de las aguas. En las copas de los más altos árboles, chillaban centenares de monos. Y entre el follaje, aquellas manchas imprecisas de antes destacaban ahora como flores de mil colores: del rojo al amarillo, del violeta al ocre, en capullos o cascadas, a veces como la ardiente cola de un cohete; y Michel — tan amante de las flores — no podía admitir que fueran orquídeas, docenas, centenares, miles de orquídeas en el mayor invernadero del planeta.
Seis mil kilómetros de río y de selva, de millones de árboles y orquídeas se extendían desde allí; desde, las faldas de los Andes, que aún podíamos ver a nuestras espaldas, hasta la desembocadura del río en el Atlántico, al otro lado del continente.
En verdad que para Michel y Gonzalo que no lo habían visto nunca, incluso para mí que tanto lo conocía de otros viajes, el mundo amazónico resultaba un incomparable portento.
El «río-mar», del cual, el Napo sólo es uno de principales afluentes, nace en los Andes peruanos y precipita, rápido y furioso, hacía el llano, arrasándolo todo; pero es precisamente en su unión con el Napo, cuando se transforma en el río tranquilo, lento perezoso que será en adelante.
A cuatro mil kilómetros de su desembocadura, se encuentra a quinientos metros sobre el nivel del mar, y ya más adelante, en su unión con el Negro, a treinta, cuando aún le faltan dos mil kilómetros para llegar a su fin. Recorrido la mitad de ese camino, su desnivel no es más que de tres milímetros por kilómetro, lo que hace que su velocidad sea casi nula, pero no evita que vierta en el océano, en época de crecida, un caudal de casi doscientos mil metros cúbicos por segundo. A cien kilómetros de la costa, el mar no sido capaz de anular por completo el agua dulce y fangosa que le arroja el río.