Pero esa falta de rapidez se ve compensada, no obstante, por la profundidad, ya que, en su parte más honda, alcanza los ciento treinta metros, lo que le convierte en navegable en la mayor parte del curso, de tal modo, que buques de considerable calado pueden remontarlo hasta Iquito, en el Perú.
Pese a todo, lo que resulta más impresionante — a mi entender — en el «río-mar», no es su caudal ni su profundidad, ni aun su anchura — setenta kilómetros en algunos tramos—, sino el mundo propio que crea a su alrededor; el portento de los siete millones de kilómetros cuadrados de la Amazonia; la complejidad de sus infinitos afluentes, islas, lagunas, pantanos y, sobre todo selvas.
Aunque podría decirse que la Amazonia en realidad, no es selva. Es más que eso: Jungla, espesura, maraña, agua, ciénagas, podredumbre, penumbra, ruidos, rumores, olor, susurros, gritos, misterio, miedo lluvia, serpientes, mosquitos, fieras… Todo y al mismo tiempo nada.
Habiéndome criado en África, conociendo bien las selvas desde Senegal a Sudáfrica, creo que, sin embargo, no existe comparación posible entre ambos continentes, y siendo África más rica en animales — incluso en fieras—, resulta, no obstante, más hospitalaria, más habitable, menos hostil que Amazonia.
África puede recorrerse a pie, sin más armas que un bastón, un machete y, en ocasiones, un rifle; pero nadie, absolutamente nadie en este mundo, podría atravesar a pie, llevase lo que llevase, la centésima parte de la selva amazónica.
Por todo ello, la vida no se da hoy aquí, y no es posible, más que sobre o junto a las aguas. A la orilla de los cauces principales o de sus afluentes se alzan los poblados y el interior — la auténtica espesura — sólo ha sido tímidamente arañada aquí y allá por los caucheros. No existen caminos, ni claros ni fuerza alguna capaz de hendir por mucho tiempo lo que constituye un auténtico muro de vegetación.
Tan sólo el agua vence. Sus caminos de cientos, de miles de años, resultan ya indiscutibles por derecho propio, e incluso la vegetación los respeta, por más que, con frecuencia los invada imponiendo sus formas particulares de vida, como son esos enormes nenúfares, la Victoria Regia, que cubre pantanos y tranquilos afluentes, hasta casi hacerles desaparecer con sus enormes discos verdes en forma de bandeja.
Y bajo esas bandejas de inofensivo aspecto, que se adornan a menudo con hermosas flores blancas, se oculta siempre el mayor de los peligros de estas aguas: el acechante caimán negro, la gigantesca anaconda y, sobre todo, la diminuta y feroz piraña.
— ¡Piraña! Su solo nombre aterroriza a muchos, y se comprende. Su aspecto es tan fiero, refleja de tal modo sus sanguinarios instintos, que hace olvidar que su tamaño no es mayor que una mano. La boca inmensa, las mandíbulas prominentes, los dientes como sierras, los ojos que parecen odiar al mundo, y su número infinito. Tantos y tantos miles son, y tan rápidamente acuden al olor de la sangre, que las he visto devorar una vaca en tres minutos, haciendo hervir el agua alrededor de la pobre bestia, y comiéndole las entrañas antes incluso de que haya muerto.
En los llanos venezolanos, cuando una manada tiene que cruzar el río, los vaqueros lanzan previamente, aguas abajo, una vaca vieja o enferma para que — mientras las pirañas de los alrededores se entretienen en devorarla — el resto pueda pasar aguas arriba.
Aquí, en la Amazonia, allá por el Tapajós y el Madeira, dicen — por fortuna no lo he visto — que ciertas tribus sumergen en el río a los ancianos que ya son más carga que ayuda. Los amarran con una cuerda los dejan caer al agua. A los cinco minutos, sacan esqueleto y lo colocan sobre un hormiguero para que las hormigas acaben de limpiarlo; luego, lo guardan conservan así un recuerdo de sus antepasados. Sea verdad o no, lo que sí es cierto es que pirañas y hormigas son capaces de mondar un esqueleto en minutos.
Pero el lector no debe asombrarse por la barba de estos salvajes. Antes de hacerlo, le conviene saber que nosotros mismos, blancos «civilizados», hemos llevado a la práctica actos semejantes, no por imperativos de una costumbre más o menos brutal, sino por mera diversión.
Durante la salvaje guerra entre el Brasil y Paraguay, el mejor entretenimiento de los soldados de uno y otro bando era el de «dar de comer a los peces» Lo que consistía en arrojar al río a un prisionero, haberle hecho una incisión en el estómago, para quedarse allí, a ver cómo las pirañas lo devoraban vivo.
Las pirañas que suelen abundar en las aguas de Sudamérica no son todas, contra lo que se cree, devoradoras de hombres. Sólo una especie — la roja en forma de dorada — ataca siempre; las restantes únicamente suelen hacerlo al olor de la sangre, y recuerdo que en cierta ocasión, atravesé a nado el Caroní en Venezuela, sin que me molestaran en lo más mínimo. De haber llevado una herida o haber sangrado por cualquier razón, hubieran acudido, dando cuenta de mí en pocos minutos.
Personalmente, de las aguas amazónicas le temo más a la anaconda que a las pirañas o a los cocodrilos, y es que, a mi entender, esta gigantesca serpiente acuática es, sin duda, el auténtico monstruo de la jungla.
Hace días, regresando ya de mi viaje, me contaron que una anaconda de casi veinte metros de longitud devoró en el Madre de Dios — un afluente del Madeira, afluente a su vez del Amazonas — a dos campesinos que nadaban en el río: Ricardo Flores y Juvenal Quispe. Cuentan los testigos que ambos desgraciados parecían como hipnotizados por la bestia, que se les tragó uno tras otro, sin que se oyeran gritos pudiendo distinguirse, tan sólo, las grandes manchas de sangre que se extendieron sobre la superficie del río.
Algunos indios y, sobre todo, caucheros que han penetrado muy al interior de la espesura, aseguran haber encontrado anacondas de casi treinta metros; pero esto se considera una exageración y no ha podido ser comprobado hasta el presente.
Otro temido habitante de las aguas amazónicas es el candiru, pues, pese a no medir por lo general, más de cinco centímetros de longitud por cinco milímetros de grosor, tiene la particular costumbre de introducirse en los orificios naturales del ser humano, especialmente en el pene. Una vez dentro, no existe forma de extraerlo, si no es mediante una olorosísima y difícil operación quirúrgica, pues se aferra a la carne con sus alargadas púas. Los dolores que producen son, por lo visto, insoportables y han conducido a muchas de sus víctimas a la muerte.
La mejor forma de evitar el peligro del candiru es no bañarse nunca desnudo en estas aguas y usar siempre un bañador grueso de lona o látex, bien ceñido al cuerpo.
Cuando le pregunté a Mansilla qué dirían sus huéspedes si se encontraban con que un día habían recibido la molesta visita de un candiru, se echó a reír:
— Pondré letreros aconsejando que nadie se bañe sin armadura… — respondió.
Capítulo IX
ORQUÍDEAS Y CHAMPÁN
Era verdad.
El hotel estaba terminado.
Le faltaban tan sólo algunos detalles de decoración y la instalación definitiva de la nueva cocina, pero, fuera de ello, todo era perfecto, con un cuerpo central de cemento y cristal que albergaba la recepción, el salón, el bar y el comedor. En su piso alto se abriría el Casino, y doce cabañas dobles, con ducha, se alineaban alrededor de un patio en el que andaban sueltos monos y aves exóticas.
Inmediatamente, se puso en marcha un generador eléctrico que hizo funcionar una enorme nevera. En el «Hotel Jaguar» todo era funcional, sencillo y de buen gusto; la decoración interior y exterior respondían al paisaje. Guayasamin y Mansilla eran a partes iguales autores de la decoración.