Nos refrescamos con un baño en el río — ¡ojo a los cadirus! — , comimos algo y me fui a la selva, que comenzaba exactamente a tres metros de la puerta de mi cabaña.
Iba dispuesto a fotografiar miles de orquídeas, pero las orquídeas se mostraban reacias a dejarse fotografiar. Así como, descendiendo por el río, las habíamos distinguido a docenas, ahora apenas se las veía, y las que encontraba en mi camino aparecían demasiado altas, algunas a cuarenta metros, en la copa de los árboles.
Pronto caí en la cuenta de lo que sucedía: las orquídeas aman la luz, la necesitan, y allí, en plena selva, la luz tan sólo estaba en las alturas. En el río tenían sol suficiente y, por ello buscaban el lado de los árboles que daba hacia el agua.
Y es que la orquídea no crece en tierra, sino en los troncos de los árboles en los que encuentra determinada especie de hongo con el que convive en asociación, o simbiosis. El hongo microscópico aprovecha el azúcar sintetizado de la orquídea, mientras que ésta, a su vez, se beneficia de las proteínas liberadas por e hongo.
Pese a habitar en los árboles, las orquídeas no son, como se pudiera creer, parásitas. El árbol es tan sólo el soporte y unas largas raíces aéreas son las encargadas de proporcionar el agua que la planta necesita, en gran cantidad. Esa agua se va almacenando en las hojas que, a menudo, aparecen casi redondas y a punto de reventar de tanto líquido. Se asegura que existen ciertos animales que incluso viven dentro del agua esas hojas, aunque tan sólo ocurre en ciertas orquídeas, de las que se calcula que existen en total unas quince mil especies.
La Guayana venezolana y la Amazonia constituyen el reino natural de la orquídea, aunque se encuentra también en otros muchos lugares cálidos y húmedos. Cuentan que en cierta ocasión un alemán reunió en un mes, en esta Amazonia ecuatorial, más de tres plantas de orquídea que trasladó por avión a Europa con lo que se hizo rico.
Cuando regresé al hotel y le expuse a Mansilla los problemas que había tenido para encontrar media docena de flores dignas de ser fotografiadas, se rasco la cabeza pensativo.
— No había caído en eso — replicó — y no cabe de que a mis futuros clientes les gustaría ver orquídeas al alcance de la mano…
El tema se puso a discusión y, al fin, se llegó a lo que parecía una solución factible: abrir de tanto en tanto un claro en la selva, de forma que el sol pudiera llegar al suelo. De ese modo, en poco tiempo, las orquídeas invadirían los claros que se convertirían en jardines naturales. Un sendero bien dibujado llevaría de uno a otro, pues es sabido que en la jungla resulta fácil extraviarse. Basta caminar diez minutos para perder por completo el sentido de orientación y ser incapaz de regresar al punto de partida.
A Mansilla le había ocurrido en más de una ocasión que los peones de la obra que se habían adentrado en el bosque a cazar o a buscar algo, habían tardado horas e incluso días en regresar.
Uno de ellos optó por aguardar a que saliera el sol, calcular según su posición dónde podría encontrarse el río, buscarlo y subir luego por la orilla, pesadamente, hasta dar con el hotel.
La hora de la cena fue una de las más agradables que recuerdo en mucho tiempo. El gran Napo corriendo bajo nuestros pies, más allá del ventanal; la selva devolviendo en mil tonalidades de verde la última luz de la tarde, y un coro de aves cantando y chillando mientras se dirigían a sus nidos. Todo era, a mi entender, perfecto, y nada hacía imaginar que miles de personas estuvieran en aquellos momentos apretujándose en un recinto por el simple hecho de ver a veintidós jugadores dándole puntapiés a una pelota.
Y así era. Precisamente aquel día se estaba celebrando en la ciudad de México la final del campeonato mundial de fútbol, y por la radio llegaban, muy lejanas, casi imperceptibles, las incidencias del encuentro.
Aun en aquel lugar tan remoto el fútbol nos perseguía, e incluso habíamos hecho nuestras apuestas: seis botellas de champán francés que se enfriaban en esos momentos en la nevera. Mansílla, Oswaldo y Gonzalo habían apostado a favor de Italia. Michel, Joaquín y yo, a favor de Brasil. En realidad, no nos importaba en absoluto quién ganara; todo era una disculpa para dar buena cuenta de unas botellas que habían viajado mucho para ir a parar allí, en el corazón de la Selva amazónica.
Fue una velada inolvidable.
Luego comenzaron a llegar visitantes nocturnos que se anunciaban repiqueteando suavemente en las cristaleras. Todas las mariposas de la jungla, millones de ellas, acudían atraídas por la única luz eléctrica que brillaba en miles de kilómetros alrededor. Mariposas de oro, mariposas de infinitos colores y dibujos, minúsculas como la uña, grandes como la mano.
— Ve como tenía yo razón — dijo Mansilla—. Los coleccionistas de todo el mundo no tendrán más que venir aquí sentarse y esperar a que las mariposas acudan a intentar beberse su champán. Yo no puedo reconocerlas, pero les aseguro que entre ésas puede haber alguna que valga mucho, muchísimo dinero. ¿Sabían que hay una colección de mariposas valorada en dos millones de dólares ¡De dólares! ¡Imagínese los millones de billetes verdes que andan volando por estas selvas…!
— Mariposas, orquídeas, jaguares… Esto es una mina — dijo Gonzalo, bromeando.
— No lo sabe usted bien — admitió Mansilla—. Petróleo, aves exóticas, oro… No estaba yo tan loco al montar aquí mi hotel aquí ¿no cree?
— ¿Oro…?
— Oro, sí… El Napo es un río rico en oro. Baja de la sierra, de alguna mina importante que debe haber por ahí arriba, y que nadie ha encontrado aún… Si quieren, mañana podemos ir río abajo, a visitar a los buscadores de oro.
— ¿Un atractivo más para los turistas…?
— ¿Por qué no? — admitió Mansilla—. Estoy pensando seriamente en comprar unas bateas y tenerlas aquí en el hotel. Los clientes podrán aprovechar sus ratos libres y bajar al río a limpiar arena. Pueden encontrar oro, diamantes e incluso una esmeralda.
— Terminará por convencemos de que, al final, en lugar de costarles dinero, saldrán ganando — dijo alguien riendo.
Mansilla tenía un poco, muy poco, de razón. A la mañana siguiente, encontramos a los buscadores en el río. Eran una tribu de indios miserables que vivían en las peores condiciones que imaginarse pueda: en tiendas construidas con tres palos y una manta, clavadas en una pequeña playa de la orilla izquierda.
Su trabajo consistía en limpiar arena en unas pesadas bateas de madera. Tras muchos esfuerzos y horas de inclinarse sobre el agua con un sol abrasador que les quemaba la espalda, acababa por alzarse mostrando en el fondo de su recipiente una arenilla brillante: oro. Oro, efectivamente, pero en proporciones tan minúsculas, que cada uno de aquellos pobres indios venía a sacar un jornal de cien pesetas diarias por trabajar de sol a sol.
Aseguraban que en la otra orilla se conseguía mucho más, e incluso existían afluentes de Napo en los que un buscador, con un poco de suerte, podía hacerse rico. Pero aquél era territorio dé los aucas, y los aucas no permitían que nadie pusiera el pie en él.
En Quito, los periódicos traían la noticia casi cada día: buscadores de oro, misioneros o simples viajeros muertos a lanzazos por el «auca desnudo», el más salvaje de los salvajes de la selva.
Un año antes, me había adentrado en sus tierras, llegando hasta el puesto militar de Curaray, avanzadilla del Ejército ecuatoriano que ha sido atacado varias veces por ellos[5].
También pasé varios días en el último poblado de los indios alamas, ya casi en zona auca.
— Vivimos en constante peligro — me contaba el jefe alama—, pues el «auca desnudo» ataca siempre en busca de nuestros machetes y nuestras mujeres. No saben trabajar el metal ni la piedra, y para ellos, un arma de acero constituye un tesoro inapreciable frente al que la vida de un ser humano no vale nada. En realidad, nunca vale, y matan por matar a quien se cruce en su camino.