— ¿Incluso a las mujeres?
— Las mujeres y las niñas a veces se salvan — me respondió—, pero su destino entonces es peor, pues las convierten en esclavas, y cuando ya no les gustan, las arrojan vivas al río, a que las devoren las pirañas. No son humanos, son bestias de la selva. Como demonios, surgen de la espesura y matan en silencio. Nada les gusta tanto como matar, especialmente, en las noches de luna llena. La única salvación, cuando se presentan, es tirarse al río. No les gusta el agua, no saben navegar. yo, una vez, me salvé así.
— ¿Te atacaron? ¿Los viste de cerca?
— Mataron a mi padre. Los vi tan cerca como está usted ahora. Escapé de milagro.
— ¿Qué aspecto tienen?
— Son altos, fuertes, blancos, y van desnudos y pintarrajeados.
— ¿Blancos?
— Como usted.
Más tarde pude comprobarlo. En Nuevo Rocafuerte vi al único auca civilizado que existe. Era alto, muy fuerte y blanco. Un verdadero hércules.
Lo más curioso en la historia de los aucas estriba, quizás, en el hecho de que hasta el pasado siglo eran una tribu pacífica y muy amiga de los blancos. Fueron los caucheros peruanos los que, en su ansia de hacerles buscar caucho para ellos, los esclavizaron y maltrataron hasta el punto de obligarles a rebelarse. Un buen día decidieron romper el yugo de los caucheros, se encerraron en su territorio y declararon la guerra a muerte a todo el que no fuera auca, sin que importara su color, nacionalidad, tribu o dedicación. El auca sólo respeta al auca, y en el transcurso de menos de un siglo ha ido retrocediendo en la Historia, hasta el punto de que, hoy, ya no son capaces ni de labrar la piedra. Todas sus armas, desde las lanzas a las cerbatanas, están fabricadas en madera de «chonta».
En realidad, la idea de que allí, a un tiro de piedra, en la otra orilla del río, habitan semejantes vecinos, no me parece algo que pueda agradar a los futuros clientes del «Hotel Jaguar», por más que se les asegure que a los aucas no les gusta el agua y no saben navegar.
Aquella noche, no había luna llena, pero yo, por si acaso, dormí con el revólver sobre la mesilla. De mi viaje anterior recordaba que las noches peores las había pasado precisamente al bajar por el Napo, junto al territorio auca. Y es que, entonces, no contaba con la seguridad de tener una buena cabaña y más gente a mi alrededor. Viajaba solo, y la piragua era mi cama y mi vivienda. Pero, en cuanto quedó atrás el país del «auca desnudo», ya no hubo peligro alguno hasta llegar al mar, seis mil kilómetros más abajo.
Los tres días restantes los pasamos disfrutando de la selva. Fuimos a buscar orquídeas y las encontramos a centenares. Fuimos a cazar jaguares y no cazamos ni uno solo, aunque, eso sí, vimos sus huellas y los excrementos que debieron dejamos como saludo. Coleccionamos mariposas exóticas y conseguimos algunas realmente preciosas; intentamos coleccionar pepitas de oro y no conseguimos ninguna. Nos bañamos en el río; practicamos esquí acuático; pescamos bagres de sesenta kilos; cazamos una hermosa pava salvaje que resultó riquísima; capturamos un guacamayo vivo; visitamos a las tribus de indios yumbo de los alrededores; compramos un mono que se escapó al cabo de media hora… Gozamos, en fin, de la selva virgen.
Y cuando nos cansábamos de la selva, nos dábamos una ducha caliente nos afeitábamos con maquinilla eléctrica, bebíamos cerveza helada comíamos opíparamente y jugábamos largas partidas de ajedrez o póquer.
Todo ello salpicado de bromas, chistes, anécdotas y contando con la extraordinaria compañía de un hombre tan ameno como Oswaldo Guayasamin, o tan divertido como el doctor Mansilla, que explicaba siempre los chistes más viejos del mundo. Como a él le hacían mucha gracia, nos obligaba a reírnos, por contagio, a los demás.
Tan sólo faltaba algo para que fueran, quizás, los cinco días más perfectos que recuerdo: Marie-Claire.
A todos nos hubiera gustado quedarnos, pero teníamos una cita con la avioneta a las once de la mañana del día siguiente, y no quedaba más remedio que volver. Llovió torrencialmente durante todo el viaje en piragua, que fue largo el viaje y pesado, y llegamos a Tena una hora después de lo previsto.
Corrimos a la pista de aterrizaje; la avioneta no estaba. Preguntamos a unas gentes que vivían junto a la cabecera si hacía mucho rato que se había marchado, y nos respondieron que ni siquiera la habían visto llegar.
Estábamos discutiendo sobre la oportunidad de quedarnos a esperarla, cuando un hombre comentó que, con todo lo que había ocurrido, lo más probable es que nunca viniera.
— ¿Y qué ha ocurrido? — pregunté.
— ¡Ah! ¿Es que no lo saben? Ha habido un golpe de Estado. El país está bajo la ley marcial.
¡Un golpe de Estado! y nosotros sin enterarnos. Como la radio se oía tan mal, habíamos terminado por cerrarla definitivamente. Y ahora resulta que alguien había dado un golpe de Estado para derribar al presidente Velasco Ibarra. Pero, ¿quién?.
— Velasco Ibarra — respondió el buen hombre.
Todo aquello parecía muy confuso. El hombre lo explicó.
— Es muy fácil — dijo — Como al ser elegido por votación popular, Velasco tenía que gobernar según las leyes, los senadores se aprovechaban de todas las triquiñuelas de esas leyes para impedirle hacer las reformas que quería. Lo tenían atado. Ahora, se ha puesto de acuerdo con el Ejército, ha disuelto el Senado y gobierna como le da la gana. Los militares mandan, los soldados andan por las calles y los aeropuertos están cerrados. Su avión no vendrá.
¡Vaya fastidio! Quedarse en un poblacho de la selva esperando a un avión que no vendrá, no tiene nada de gracioso. Sin embargo, el más afectado era Guayasamin, que había palidecido notablemente. Conocido como intelectual de ideas muy liberales — por no decir comunistas—, los militares nunca le habían profesado grandes simpatías. Durante la anterior Junta Militar que gobernó el Ecuador incluso estuvo encarcelado, y conservaba de todo ello recuerdos muy ingratos. Le asustaba la idea de que, si los militares se habían hecho de nuevo con el poder, lo volvieran a encerrar.
— Yo no vuelvo a Quito — fue lo primero que dijo—. Me quedo aquí.
Buscamos un sitio donde comer y discutir la situación. En una especie de choza nos dieron unos huevos, fritos con lo que parecía aceite minera. Michel Bibin se puso muy enfermo. Los demás andábamos medio revueltos. Convencimos a Oswaldo de que quedarse allí era absurdo. No tenía donde dormir ni otra cosa que comer que aquellos huevos asesinos. Nuestras provisiones se habían acabado y no podíamos volver al hotel. Lo mejor era metemos como pudiéramos en la desvencijada camioneta de Mansilla y emprender el camino de Quito.
Íbamos como sardinas en lata, sentados alternativamente unos encima de otros, con las cabezas tocando el techo y el cuello torcido. El camino — todo piedras y baches — hacía saltar el maltrecho vehículo que amenazaba con caerse a pedazos de un momento a otro.
Tres horas largas de martirio nos llevaron, al fin, a Puyo, puerta de entrada natural a la Amazonia ecuatoriana. En Puyo existía una emisora-receptora y por ella pudimos comunicamos con Quito. La situación seguía siendo confusa, pero el piloto de la avioneta confiaba en poder ir a buscamos a la mañana siguiente. No daba ninguna clase de seguridad lo intentaría.
Las opiniones se dividieron. Había quien prefería seguir en auto, aun a riesgo de romperse los huesos durante toda una noche de traqueteos, y otros que optaban por quedarse en el pequeño hotel de Puyo, arriesgándose a lo que pudiera ocurrir al día siguiente. Oswaldo temía aterrizar en una avioneta que juzgaba «sospechosa» en un aeropuerto de Quito, que imaginaba repleto, de militares, y escogió la carretera. Mansilla le imitó y Galindo se fue con ellos. Gonzalo, Michel y yo no, quedamos.