A las nueve de la mañana, la avioneta llegó nos recogió y nos depositó en Quito con toda normalidad una hora después. A media mañana tras un viaje infernal, llegaron los demás. El Ejército les había detenido una docena de veces para comprobar su identidad. Al reconocer a Guayasamin, se apresuraban a dejarle pasar a toda prisa, presentándole infinitas disculpas.
Cosas que ocurren.
Quito, por su parte, aparecía inquieta. Los soldados patrullaban las calles y los tanques habían invadido la Universidad. Aprovechamos para rodar un reportaje sobre el golpe de Estado, con destino a la Televisión y, dos días después Gonzalo, Galindo y Michel emprendían el regreso a Madrid.
Por mi parte, había decidido quedarme. Faltaba la segunda y más importante parte de mi viaje al fin del mundo.
Segunda parte
GALÁPAGOS
Capítulo X
EL REY DE GALÁPAGOS
Un dragaminas de la Armada ecuatoriana me aguardaba en el Puerto de Esmeraldas, en el extremo norte del país. Llevaba ya una noche de viaje hacia las islas Galápagos en su maniobra anual en compañía del resto de la flota, cuando un radiograma del Ministerio de Marina le obligó a regresar a recogerme.
Es un favor que siempre tendré que agradecer a los ecuatorianos y, en especial, a su Marina.
Desde Quito, tuve que descender, a velocidad suicida, toda la sierra andina hasta la cálida Esmeralda de las hermosas playas y la gente negra, los únicos descendientes de esclavos africanos en Ecuador. Fueron cuatroci2ntos interminables kilómetros, en los que no pude detenerme ni un instante.
Cuando llegué, el río arrastraba muy poca agua; había bajamar y el barco aparecía fondeado a poco más de una milla de la costa. El tercer oficial me aguardaba en la playa y me hizo embarcar rápidamente en un minúsculo cayuco (ligera piragua indígena labrada en un tronco. Consideré imposible cruzar, en tan frágil embarcación, la barra del río para adentrarnos, luego, en el mar, pero en eso demostré que recordaba mal el océano Pacífico y la razón de su nombre. Era como una balsa de aceite y presentaría el mismo aspecto durante toda la travesía, y aun durante mi estancia en las islas. Cualquier piscina, en cuanto tuviera un solo bañista, resultaría mucho más agitada que esa inmensidad de agua, la mayor que existe, que se extiende desde las costas donde me encontraba, hasta las de la China. Medio mundo: medio mundo en calma, casi sin un rumor.
El buque, pequeño y moderno, se llamaba, por coincidencia, Esmeralda, y al subir a bordo, me saludó una tripulación y una oficialidad afables, aunque molesta por el hecho de que un extraño les hubiera hecho perder contacto con el resto de la flota. Inmediatamente, levamos anclas. Bajé a cenar; y cuando regresé al puente de mando, era ya de noche y de nuevo me sorprendió la tranquilidad de las aguas. Siempre me cuesta trabajo acostumbrarme al Pacifico, habiéndome criado en las costas africanas de olas gigantescas e interrumpidas tempestades.
Allí, era como si el Esmeralda no tuviera quilla, y se deslizara sin el menor esfuerzo sobre una inmensa pista de hielo azul oscuro.
Me sentía feliz; tres días de navegación, mil kilómetros, seiscientas millas marinas, era cuanto me separaba de archipiélago que venía buscando desde tan lejos y con el que llevaba soñando durante tantos años.
En el puente de mando, los oficiales de guardia intentaban darme conversación, saber de mí, de mis viajes, de dónde venía y lo que hacía. Saber de España…
No tenía ganas de hablar; no creí que valiera la pena contarles nada, sin comprender que, para aquellos hombres de mar, acostumbrados a noches y noches de monotonía, la novedad que suponía un pasajero podía ser una gran distracción. Egoístamente, deseaba contemplar aquel mar en calma y pensar en las islas.
En aquella última etapa, el viaje, encerrado pequeño espacio del Esmeralda, se me hizo inacabable, incómodo. En mis ansias de llegar a Galápagos, me exasperaban el calor, la monotonía la comida y, sobre todo, una falta de agua dulce que me obligaba a lavarme los dientes con «Coca-Cola». Me pasaba las horas en cubierta, acechando la primera señal de tierra. Pero cuanto alcanzaba a ver eran nubes, peces voladores y, de vez en cuando, algún delfín que venía a juguetear en la proa del barco.
Ver estos delfines me recordó una vieja y extraña historia que un auténtico lobo de mar me había contado muchos años atrás, en algún puerto del otro lado del Pacífico. Tal vez en Bali; tal vez en el sucio Belawandelí. Se refería a un delfín que llegó a hacerse famoso a finales del pasado siglo, cuando los grandes veleros eran dueños del mar, y no existía radar ni sonar.
Uno de esos veleros intentaba cruzar la Gran Barrera de Coral que separa el norte de Australia de Nueva Guinea y que constituía uno de los lugares más peligrosos para la navegación de aquellos tiempos. Cuando más apurado se encontraba buscando el paso entre los arrecifes, el capitán advirtió que un delfín navegaba ante la proa de su barco. Por sus evoluciones y la forma en que se hundía y volvía a salir, parecía indicar que había fondo más que suficiente para que el barco pasara. Como sabía que los delfines buscan siempre pasos profundos, el capitán decidió seguirle, y de ese modo, conducido por el mamífero atravesó sin dificultad la Gran Barrera.
Al llegar a Puerto comunicó su descubrimiento a otros capitanes; y se dio el caso de que los siguientes barcos que llegaron al mismo lugar, también encontraron al delfín, que los pasaba como experimentado piloto, de una parte a otra del arrecife.
Durante años, la Gran Barrera dejó de ser, por tanto, una zona peligrosa, y el delfín se hizo famoso entre los navegantes de aquellos mares, hasta el punto de que se le conocía por un nombre — que siento no recordar—, y se dice que, en algunos puertos, se le llegó a levantar un pequeño monumento. Todo fue bien hasta que dos pasajeros borrachos se entretuvieron en disparar contra el pobre animal, que desapareció en las profundidades dejando una estela de sangre.
Los borrachos corrieron el peligro de ser linchados por la enfurecida tripulación, y durante dos años nada se supo del delfín, al que todos creían muerto. Transcurrido ese tiempo, volvió a hacer su aparición, y volvió a pasar a los barcos con la misma naturalidad y alegría de antes.
Tan sólo una vez, un barco se estrelló contra los arrecifes siguiendo las indicaciones del delfín; fue el barco desde el que, años atrás, le habían herido. Luego, y hasta que murió de viejo, prosiguió su tarea, sin que volviera a perderse ninguna nave.
No sé si será cierto que — como muchos científicos sostienen — el delfín es el más inteligente de los animales, pero, a la vista de esa historia, y de los casi increíbles experimentos que han hecho con ellos en acuarios, como el de Miami, me inclino a pensar que, en efecto, la aseveración puede estar muy cerca de la realidad.
A los tres días de mar y cielo, comenzaron a aparecer aves marinas. primero, fueron fragatas y rabihorcados; más tarde, albatros y gaviotas. Hasta un alcatraz de patas azules vino a decimos que estábamos llegando, que las islas se encontraban muy cerca. Pero cayó la noche y tuvimos que aminorar el ritmo de las máquinas y aflojar la marcha, para evitar posibles accidentes en aquellas aguas mal señalizadas.
Nos sorprendió el día fondeados ya frente a Puerto Baquerizo, capital de la isla de San Cristóbal, y capital, también, de todo el archipiélago. ¡Qué poca cosa me pareció! Un puñado de casitas de madera alineadas sobre la arena, cara al mar, y donde no pude encontrar ni una cama en la que pasar la noche, ni una bañera donde lavar mi mugre de tres días de barco. Pero para lavarme tenía el mar, para dormir la playa.