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Además, sabía de antemano que San Cristóbal era la isla menos interesante, quizá, del archipiélago, no valía la pena quedarse en ella más que como escala a las siguientes.

El gobernador se empeñó, sin embargo, en convencerme de que San Cristóbal merecía un conocimiento, a fondo, e hizo que me acompañaran a la cumbre de la isla, allí donde inmersas en una «garúa» — neblina — permanente, se alzan dos bellísimas y solitarias lagunas, tan abundantes en patos que constituirían el paraíso o la pesadilla del cazador más exigente.

Las lagunas se encuentran rodeadas de extraños árboles llorones; y eran tantos los patos y estaban tan poco acostumbrados a la presencia humana que resultaba posible aproximarse casi hasta tocarlos. De haber querido, creo que los habría matado a pedradas. Constituyen un exquisito manjar, pero los colonos de la parte baja no se molestan en venir a cogerlos. Estiman que el viaje a caballo es demasiado y fatigoso y, sobre todo, pasan demasiado frío. Frío sí, a estos ochocientos metros de altitud siempre cubiertos por la «garúa», y resulta increíble tal afirmación, en una isla que se encuentra en plena línea ecuatorial.

El calor debería ser tórrido, tanto como pueda serlo en Sumatra, Belén de Para, Guinea o cualquiera de las otras regiones de la Tierra que se asientan sobre su misma latitud, pero es que al sur del archipiélago cruza la corriente de Humboldt.

Esa corriente, y los vientos que llegan del mar, es lo que da a la isla su clima privilegiado, esa especie de eterna primavera, muy semejante a mí Tenerife natal.

Desde la laguna, el guía se empeñó en dar un rodeo y llevarme ante la puerta de una vieja casa.

Aquí vivía Manuel Cobos — dijo—. Aquí mismo, — en el umbral, lo mataron.

El pirata o aventurero Manuel Cobos constituye sin duda, toda la Historia y la mayor parte de la leyenda de San Cristóbal. Nadie sabe con exactitud en qué fecha del siglo pasado se estableció en la isla, pero sí se sabe que, en principio, se dedicó al provechoso negocio de la piratería, siguiendo el ejemplo de un alemán afincado en el extremo norte. Tenía éste la costumbre de aguardar el paso de los barcos para salir a su encuentro en una pequeña lancha armada, y les atacaba o comerciaba con ellos, según las fuerzas contrarias. Cobos, sin embargo descubrió que el trabajo daba mejores resultados; sobre todo, si se trataba del trabajo ajeno. Así fue como decidió comprar al Gobierno ecuatoriano reclusos condenados a trabajos forzados, para emplearlos en sus plantaciones de caña de azúcar.

El negocio era bueno, ya que convirtió a los presos en auténticos esclavos que trabajaban para él veinte horas diarias sin cobrar jornal, sin apenas comer y sin derecho a protestar. En pocos años el tirano Cobos transformó. San Cristóbal en un infierno, proclamándose a sí mismo «rey de las Galápagos». Emitió dinero acuñado con su propia efigie y ejerció un poder de vida y muerte — más de muerte — sobre sus súbditos.

Todo le fue bien, y la isla se convirtió en un vergel y en un emporio de riqueza, fundados sobre un inmenso charco de sangre. Se decía entonces que, en San Cristóbal, no era necesario que lloviera, porque la tierra ya estaba bien regada.

Pero el 15 de enero de 1904, la desesperada horda de esclavos se rebeló contra él y sus esbirros, los arrastraron hasta matarlos y prendieron fuego a las plantaciones de caña y a los ingenios azucareros. Fue una noche sangrienta, de la que aún se habla el, la isla.

El ganado de Cobos huyo al monte, donde todavía donde todavía pueden cazarse caballos y vacas salvajes, y desde entonces, jamás se volvió a plantar caña en San Cristóbal. Quedan, eso sí, los naranjos, algunos árboles frutales y los descendientes de aquellos penados que formaron una próspera colonia en libertad.

Queda, también, una nuera de Cobos: una noruega casada con su hijo mayor, que cuida una punta de ganado en lo más alto de la isla, entre brumas y una lluvia pertinaz y molesta.

La visité en la humilde casita que comparte con su hija, y me preguntó por Europa y por Noruega, de donde la trajeron cuando era una niña, casi a principios de siglo. Es, quizá, la única persona de este mundo, que opina que la muerte de Cobos fue una desgracia. Sigue convencida de que la isla necesita un hombre como él, que la haga florecer aunque sea a costa de la sangre de miles de esclavos.

Cuando dejé a Karin Gulter-Cobos y a su hija, regresé a Puerto Baquerizo y pregunté al gobernador qué medios había para llegar a Santa Cruz, de la que había oído decir que era la más interesante de las islas del archipiélago.

— Tendrá que esperar a que el correo pase por aquí — replicó.

El Esmeralda se había reunido con el resto de flota ecuatoriana y tenía intención de iniciar unas maniobras y regresar luego al continente, por lo que había decidido abandonarlo. Sin embargo, no quería quedarme en una isla tan poco interesante como San Cristóbal, e insistí cerca del gobernador para que consiguiera algún medio de transporte.

Al fin, con poco convencimiento, y como quien no quiere meterse en líos, sugirió:

— Vaya a ver a Guzmán, el Presidiario. Es el único en la isla que podría embarcarle.

Luego, llamó a un muchachito que jugaba a la puerta de la casa y le ordenó:

— Lleva al señor a casa de el Presidiario.

Eché a andar tras el chiquillo que, aunque iba descalzo, saltaba por entre rocas y espinos Con un paso tan apresurado, que me costaba trabajo seguirle. Cuando ya sudaba y empezaba a estar harto de aquel niño saltarín, llegamos a una cabaña situada en la orilla del mar. El muchacho la señaló, y dijo:

— Aquí es.

Dio media vuelta, dispuesto a regresar. Cuando le di unos sucres de propina, me miró muy extrañado, pero los aceptó con indudable alegría. Probablemente, era el primer dinero que poseía en su vida.

Me salió al encuentro una mujer que no debió de ser fea en su tiempo, pero que tenía media cara destrozada por una profunda cicatriz y renqueaba al andar. Cuando le pregunté por Guzmán, señaló una vela que se aproximaba:

— Allí viene — dijo — Si quiere esperarle, puede pasar.

Preferí esperar fuera, y la mujer me trajo un vaso de agua con limón. Señalé a mi alrededor (la cabaña, el mar, la pequeña ensenada), y pregunté:

— ¿Hace mucho que viven aquí?

— Nueve años — replicó—. Desde que libertaron a mi marido. Antes, habíamos pasado quince en Isabela. Ya sabe, en el penal.

— Creí que el penal había sido suprimido.

— Lo fue. pero muchos de los que vinieron castigados a Isabela se quedaron luego en el archipiélago.

— ¿No desea volver al continente?

— Ni muerta — respondió — Aquélla ya no es vida para nosotros. En realidad, no es vida para nadie. Yo soy de Guayaquil. Allí nací y crecí, y comprendo que sólo pude soportarlo porque no sabía que pudiera existir otra cosa. Pero, ahora, el mayor castigo que podrían imponerme sería enviarme de nuevo a la ciudad.

Más tarde, me contaron la historia de Guzmán y su mujer. Él era vendedor ambulante y, por lo visto, se mataba a trabajar para mantener a su esposa, que era — según decían — una hermosísima muchacha. Un día, llegó un barco de turistas al Puerto, y Guzmán vendió su mercancía demasiado rápidamente. Cuando regresó a casa, se encontró a dos desconocidos. Uno estaba en aquel momento con su mujer, y el otro esperaba su turno. Guzmán cogió un cuchillo, mató a los dos hombres y le asestó siete puñaladas a su mujer dejándola por muerta. Le enviaron dieciséis años al penal de la isla Isabela, y su esposa — cuando salió del hospital — le siguió hasta allí.