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Jamás había vuelto a engañar a su marido. Al parecer, siempre estuvo enamoradísima de él, y sus tratos con otros hombres no habían tenido más objeto que conseguir algún dinero con que aliviar — sin que él lo supiera — la pesada carga de la casa.

En Isabela trabajó durante quince años como lavandera, y consiguió hacer más llevadera la pena de su esposo. Puesto éste en libertad, se habían establecido en San Cristóbal, donde eran felices.

Cuando la barca de Guzmán llegó a la playa la mujer comenzó a limpiar la pesca, y el Presidiario, un hombre alto, enjuto y de piel muy oscura, se mostró conforme con la idea de llevarme al día siguiente a Santa Cruz.

— Si se atreve — dijo—, yo estoy de acuerdo. Todo será que recojan nuestros huesos en Marchena.

Se refería a un islote deshabitado, sin agua, que se encuentra al Norte, y al que, en cierta ocasión, fueron a parar dos hombres que hacían a la inversa nuestro mismo recorrido. Murieron de sed y, meses después un barco descubrió, por casualidad, sus cadáveres momificados en la playa.

Quedamos en que a la madrugada siguiente, antes de que saliera el sol, pondríamos rumbo a Santa Cruz.

Capítulo XI

LA ISLA DE LOS ALBATROS

A la hora convenida, Guzmán aguardaba junto a la barca. Su mujer había preparado víveres y agua para tres días, Calculaba un día para llegar, otro para que regresara su marido, y uno más de reserva. Cuando se sale al mar en una chalupa de aquellas características, todas las precauciones son pocas. Más tarde, el mismo Guzmán me contó que, en cierta ocasión, anduvo una semana perdido en el mar.

— ¿Cómo pudo sobrevivir?

— De la pesca. Machacaba bien los peces y obtenía un jugo amargo que se podía beber. Aquí, la pesca abunda.

— ¿Por qué no hicieron lo mismo los de Marchena?

— No tenían con qué pescar. En estas aguas, usted puede echar un anzuelo sin cebo al agua y quizás un pez pique por curiosidad. Pero lo que no harán nunca es saltarle a la mano por las buenas. Con un seda y un anzuelo se puede vivir eternamente de estas aguas. En Isabela, conocí a un tipo que también se perdió en alta mar. Como no tenía camada, se cortó un dedo y cebó con él un tosco anzuelo que se había hecho con un clavo de la barca. Sacó un pez y con la carne de ese pez fue sacando otros. Salvar la vida le costó un dedo.

— No es muy caro.

— Depende. El dedo se le gangrenó y tuvieron que cortarle el brazo.

Apenas nos habíamos hecho a la mar, Guzmán puso proa al Sur, a una pequeña isla que se dibujaba en la distancia. Consulté mi mapa.

— ¿Barrington?

Negó con un gesto.

— Hood. Barrington es la de babor.

— Pero Barrington está a mitad de camino de Santa Cruz. ¿Por qué no vamos directamente a ella?

— El viento… Derecho, tardaríamos el doble. Prefiero salir mar afuera, aproximarme a Hood, y virar luego. Desde allí, el Suroeste nos mete, como una flecha, en Academy-Bay, de Santa Cruz.

Guardé silencio, Guzmán era de esos hombres que dan la impresión de saber lo que están haciendo. Me eché a dormir. Y ya el sol pegaba fuerte, cuando a los ojos. La isla Hood se recortaba claramente ante nosotros.

No era muy grande, y desde donde la veíamos, parecía negra y agreste; poco acogedora y cubierta de una vegetación espinosa de color quemado.

— ¿Quién — vive ahí?

Nadie. No hay ni agua ni comida, ni nada. Es un peñasco maldito, y aún no me explico cómo aquel demonio de Oberlus pudo subsistir durante años ahí.

— ¿Quién es oberlus?

— ¡Uff! Murió hace casi doscientos años, pero el desembarcadero de la isla aún lleva su nombre. Un loco, un diablo. Dicen que jamás ha existido un ser tan espantosamente feo, y por eso se vino aquí, a un roca en la que tan sólo los pájaros, las tortugas y las focas podían asustarse de su rostro. Cuentan también, que su alma aún era más retorcida que su cuerpo. Como conocía al dedillo cada recoveco y cada cueva de la isla, cuando un barco que ignoraba su presencia recalaba aquí a cazar tortugas o a buscar madera, se las ingeniaba para raptar a un tripulante, esconderlo y convertirlo en su esclavo. Dicen que llegó a tener hasta media docena. Siempre los tenía atados, y los hacía trabajar para él como bestias, morían de hambre o debido a los malos tratos. También se rumorea que abusaba de ellos sexualmente… Ya sabe a lo que me refiero…

— ¿Y de qué vivían?

— De galápagos. De la pesca. De algunas patatas y calabazas que sembraban entre las piedras cuando llovía…

— Yo creía que en Hood no había galápagos.

— Y no los hay. Entre piratas, balleneros y Oberlus se los comieron todos… pero, antiguamente, abundaban, y de una especie distinta a las demás.

— ¿Qué fue de Oberlus?

— Un día, robó una barca a un ballenero, metió dentro a los cuatro esclavos que le quedaban y puso proa a tierra firme. Llegó solo a Guayaquil. Durante la travesía, para calmar la sed, se había bebido la sangre de los esclavos. Un verdadero monstruo. Acabó pudriéndose en la cárcel de Payta, acusado, entre otras muchas cosas, de brujería.

Guardó silencio, y yo hice lo mismo, impresionado por la historia de Oberlus. Por aquel entonces, sólo me pareció una fantasía de Guzmán. Más tarde, comprobé que, al menos en parte, era cierta.

Al poco rato, una gran sombra que cruzaba sobre nosotros me obligó a alzar la cabeza. Un ave inmensa de largas alas y color marrón, con el cuello blanco, planeaba con los ojillos fijos en la proa de la barca.

— Un albatros — dijo.

— ¿Diomedes?

Me miró, sorprendido. Comprendí que no sabía lo que significaba esta palabra. Me apresuré a revolver en mi equipaje, y aunque en la embarcación no había demasiado espacio como para estar abriendo una maleta y haciendo filigranas, al fin, di con el libro que me Interesaba:

Más de dos mil parejas de Albatros diomedes irrarata, especie exclusiva del archipiélago, habitan en las partes llanas de la isla Hood, no encontrándose en ninguna otra. Suelen permanecer unos ocho meses en Hood, hasta que, a finales de noviembre o principios de diciembre, vuelan hacia el Sureste, a la costa de Chile. Regresan al llegar la primavera atraídos por la gran cantidad de diminutas sepias que pueblan en esa época las aguas próximas.

Me maldije por imbécil. Hasta ese momento no había caído en la cuenta que Hood es el nombre por el que se conoce también una isla, La Española, que tenía previsto visitar. El hecho de que cada isla tenga dos y hasta tres nombres, me había confundido.

Ese exceso de nombres se debe a que, en principio, los españoles las bautizaron de un modo; luego, los piratas y balleneros ingleses de otro; y los ecuatorianos, al hacerse cargo del archipielago, de un tercero. Así, la que fuera en primer lugar Santa María, se convirtió en Charles y, al fin, en Floreana. La Española es Hood. San Cristóbal, Chatham. Isabela, Abermale, Fernandina Narborough, etc.

Apenas comprendí que lo que tenía ante mis ojos era La Española, pedí a Guzmán que se dirigiera hacia ella. Me miró, sorprendido:

— ¿Para qué? — inquirió—. Aquí no hay nada.

— Albatros — señalé—. Cuatro mil albatros. ¿Le parece poco?

Se encogió de hombros y obedeció. Al cabo de una hora, la barca giraba lentamente, Guzmán arriaba la vela y la proa iba a posarse con suavidad sobre una minúscula playa de arena. Se abría al fondo de una pequeña caleta natural en la que abundaban las focas.

— Ésta es la caleta de Oberlus — explicó mi compañero—. Dicen que allá, en aquellos barrancos, tenía choza y sus escondites.