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Eché a andar hacia el interior de la isla. Desde donde nos encontrábamos, en su extremo norte, el terreno iba ascendiendo lentamente. El primer kilómetro estaba constituido por un amontonamiento de rocas volcánicas de todos los tamaños, entre las que surgía, de tanto en tanto, un bajo matorral de hojas color verde sucio.

El contraste lo proporcionaba el blanco rabioso de algunas rocas, no porque fueran blancas en sí, sino porque los excrementos de miles de aves marinas las habían pintado de ese modo.

Los pintores no se habían ido muy lejos; en realidad, pululaban por en todas partes, incapaces de moverse un metro para dejarme pasar. Los alcatraces de patas azules eran propietarios absolutos de aquella parte de la isla desde hacía siglos, y no parecían dispuestos a que nadie se la disputara.

En el archipiélago, los alcatraces son de tres especies: enmascarados de patas rojas y de patas azules. Las dos primeras son aficionadas a los peces de aguas profundas, mar adentro, mientras que los últimos prefieren la costa, las bahías poco profundas y las estancias en tierra.

Aunque suelen ser bastante comunes en casi todas las islas, allí, en La Española, resultaban particularmente abundantes. Desde el borde del agua hasta muy al interior, se les podía ver entregados a sus ceremonias nupciales o a empollar huevos.

La ceremonia nupcial resultaba muy curiosa, y tiene lugar a lo largo de todo el año, ya que como las islas están en plena línea equinoccial no existen cambios de estación. Para la danza, el macho se coloca en una roca, frente a la hembra, y comienza a alzar alternativamente las patas que han tomado un color azul mucho más vivo. Mientras se balancea así de un lado a otro, mueve la cabeza de arriba abajo y alza las plumas de su cola. La hembra te observa largamente, con la cola baja, y si no le interesan sus arrumacos, sigue así hasta que le entra hambre y se va. Si, por el contrario, se deja conquistar, alza a su vez la cola. Luego la feliz pareja busca un simple hueco en las rocas o en una cavidad de la arena para depositar su único huevo y allí lo cuidan alternativamente hasta que nace el pichón. No se preocupan por ninguna clase de nido, y por ello se hace necesario caminar con mucho tiento para no pisar un huevo o molestar a una madre. Éstas se limitan a lanzar un quejumbroso graznido cuando un extraño está a punto de aplastar a su hijo, pero no suelen enfurecerse ni atacar.

Cerca de los alcatraces anidan los rabiborcados, ya que prácticamente viven de ellos. Como no tienen facultades para bucear como sus vecinos, los rabihorcados tienen que contentarse con las capturas que consigan en la superficie, pero éstas no bastan para calmar su apetito. Por ello, practican el asalto y la piratería, para lo cual permanecen siempre a la expectativa, acechando a los alcatraces. Cuando uno de éstos se sumerge y alza de nuevo el vuelo con un pez en el pico, el rabihorcado se lanza sobre él y lo ataca, asustándole hasta obligarle a soltar su presa. Cuando el pez cae al vacío, el ave ladrona se precipita a toda velocidad y lo recupera con increíble habilidad. Si el alcatraz se muestra reacio a soltar una presa laboriosamente obtenida, el rabíhorcado puede llegar a herirle gravemente, utilizando para ello su largo, curvo y afilado pico, Sentarse en un acantilado de las Galápagos a observar el incesante trajín de los alcatraces que se sumergen y los rabihorcados que les asaltan en vuelo constituye, a mí entender, un espectáculo fascinante y maravilloso, en el que puede pasarse horas,

Los rabihorcados — algunos ejemplares pasan de los dos metros de envergadura — sí poseen una época determinada de cría, durante la cual a los machos se les desarrolla una gran bolsa de color rojo fuego en el buche, que contrasta vivamente con el resto de su plumaje, de un negro intenso. Cuando llega el momento de aparearse, comienzan a construir un tosco nido en los arbustos o en el suelo, y se sientan junto a él.

Hinchan esa especie de llamativo balón, y empiezan a emitir un curioso grito amoroso; una especie «quiu-quiu» que concluye con un sonoro estornudo. Las hembras sobrevuelan constantemente el grupo machos en celo, hasta que se deciden por uno. Bajan y le ayudan a terminar de construir el nido. Luego ponen un huevo y ambos lo cuidan celosamente hasta que nace la cría. En ese tiempo, al macho le desaparece la gran bolsa, que le queda colgando del cuello como un saco vacío.

Lo más curioso en la vida de estas inmensas colonias de aves del archipiélago reside, quizás, en el hecho de que se las pueda estudiar tan de cerca, incluso se llega a tocarlas sin que se asusten. La razón es que, tradicionalmente, los habitantes de todo tipo (aves, galápagos, iguanas, focas o pingüinos) no han tenido, a través de los siglos, ningún enemigo. Eso les permitía convivir en perfecta armonía, llegaran a conocer el miedo. La relación alcatraz-rabihorcado no es excepción a esta regla, ya que el segundo no tiene intención de hacer daño al otro, sino tan sólo robarle.

El miedo no existía en la isla antes de la llegada del hombre. Éste lo impuso, según su costumbre, y muchas especies, sobre todo focas y galápagos, sufrieron en carne propia su excesiva confianza. Hoy, y gracias a las severas leyes de protección dictadas por el Gobierno ecuatoriano, la paz ha vuelto al archipiélago, y el hombre ha aprendido a respetar a las especies autóctonas, que pueden recobrar su confianza. Si embargo, los perros, los cerdos, las cabras y las ratas, que el hombre trajo a la isla, son ahora el principal enemigo de los primeros habitantes. Pero todo lo veremos más adelante, al visitar otras islas y otras especies. Aquí, en Hood, y salvo la esporádica presencia y, por lo tanto del monstruoso Oberlus, los hombres apenas han hecho acto de presencia y, por lo tanto, la vida original no ha sufrido grandes transformaciones.

Tierra adentro, comenzaron a aparecer los albatros.

Estas aves marinas, enormes, lentas y majestuosas, se encuentran entre las mayores del mundo de la que vuelan y se caracterizan por el hecho de que necesitan muchísimo espacio para despegar y tomar tierra.

Por lo general, prefieren los acantilados, desde los que se dejan caer para iniciar el vuelo; pero, si han de hacerlo desde tierra llana, precisan de una larga, pesada y casi cómica carrera, que, en muchas ocasiones, se ve interrumpida por un arbusto, una roca o un hueco.

De igual modo, a la hora de aterrizar, han de buscar una larga pista sin accidentes, como cualquier reactor de pasajeros.

Cuando, por cualquier razón, calculan mal sus posibilidades, acaban estrellándose o clavándose de cabeza en un matorral. A lo largo de todo mi recorrido por la isla, pude ver tres o cuatro albatros con una pata o un ala rota, señal inequívoca de que su sistema de tomar tierra no había funcionado.

Casi tan bello como puede ser un albatros en el aire, es feo ese mismo albatros en tierra. Anda contoneándose como un pingüino borracho, arrastra mucho el trasero, y con su largo pico amarillo, su plumaje marrón y su cara de estúpido resulta realmente antiestético. Tan solo hay algo más feo que un albatros: un pichón de albatros. Mide casi medio metro de altura y no es en realidad, más que una sucia bola de plumones de la que sobresale un largo cuello desplumado en cuya cúspide hace equilibrios la cabeza más ridícula que imaginarse pueda. Constituye sin duda, la criatura más espantosa que haya visto en mi vida, pese a lo cual, sus padres le dedicaban una amorosa solicitud.

Me entretuve más de la cuenta observando alcatraces, rabihorcados y albatros. Cuando regresé a la diminuta playa, Guzmán parecía preocupado.

— Es muy tarde para hacernos a la mar — indicó — Nos caería la noche encima, y en estas no se puede navegar a oscuras. No hay faros, ni luces, ni señalización de ninguna clase.

— ¿Qué le parece que hagamos?

— Dormir aquí y salir mañana, de amanecida. Si quiere, podemos acercamos hasta Floreana y, a media tarde, recalamos en Santa Cruz.

— De acuerdo.

— Le cobraré más caro.