— No importa.
Guzmán comenzó a prepararlo todo para pasar la noche en la isla. Con velas y remos, improvisó una especie de tienda de campaña que ya debía haber utilizado otras veces, y extendió una manta sobre la arena a modo de lecho. Recogió leña y preparó una hoguera.
Luego, lanzó la barca al agua y, sin apartarse más de cuatro metros de la costa, echó el anzuelo y comenzó a sacar, uno tras a otro, meros, abadejos y toda clase de peces. Cuando vio que buscaba mi bañador y mi máscara de buceo, y me disponía a sumergirme, me preguntó:
— ¿Le gustan las langostas?
— Naturalmente que me gustan. ¿A usted no?
— También. Nade hasta aquellas rocas y busque debajo. Encontrará unas cuantas.
Hice lo que me indicaba. Apenas metí la cabeza en el agua, me encontré rodeado por cientos, por miles de peces de todas las especies que me observan con increíble curiosidad. Los había de todas clases desde meros de ocho y diez kilos, a peces-loro, arco-iris o peces-luna. Era como una explosión de vida como si todas las chispas de un cohete se hubieran desparramado de pronto por el mar, y cada una de ellas se hubiera convertido en un ser dotado de vida, multiplicado mil veces, agitándose de aquí para allá, llevado por las olas o por su capricho. Nada les asustaba, y casi podía tocarlos sin que hicieran ademán de alejarse. Más que huir, acudían a verme, y su curiosidad llegaba a ser tan impertinente que tenía que apartarlos para poder nadar. Tan sólo de cuando en cuando se producía una especie de desbandada o movimiento de inquietud, y esto ocurría cada vez que una foca aparecía nadando a endiablada velocidad, cruzaba entre todos y se alejaba llevándose un pez en la boca.
El agua, aunque un poco fresca, al principio, resultaba sumamente agradable, y así, acompañado por una corte de seguidores submarinos que querían saber de mí, nadé hasta las rocas que Guzmán me había señalado y busqué bajo ellas.
Habría metro y medio de profundidad, que podía ponerme en pie sobre ellas y mirar hacia abajo, para comenzar a distinguir de inmediato las largas antenas rojo-oscuro de las colonias de langostas que anidaban en los huecos. Me pareció fantástico y saqué la cabeza del agua para gritarle a Guzmán que aquello estaba plagado. Se había aproximado con la barca e hizo un gesto de asentimiento. Luego, me lanzo un grueso guante de lona.
— Ya lo sé — dijo—. Las hay a docenas. ¡Tome! Agárrelas con esto.
Me puse el guante, metí la mano bajo mis pies y saqué de un agujero una enorme langosta, con la misma facilidad con que podría haberla sacado del cajón de la cómoda de mi cuarto. Se la alcancé a Guzmán quien la echó al fondo de la barca. Metí otra vez la mano y cogí otra, otra, y otra, hasta que me cansé del juego.
Dieciocho en menos de quince minutos, y en ningún caso tuve que sumergirme más de dos metros.
Cayó la noche con la increíble rapidez con que suele hacerlo en la línea del ecuador y salí del agua. Fue como si todas las luces del mundo se hubieran apagado de improviso a las seis en punto. La oscuridad hubiera sido total, de no contar con la hoguera que Guzmán tenía dispuesta.
Mientras me secaba y vestía, había preparado un gran hueco en la arena, que cubrió con maleza seca. Le prendió fuego, aguardó a que ardiera de forma impresionante y, sin más ceremonia, arrojó dentro, vivas, cuatro de las mayores langostas. Se oyó un crepitar y los animales saltaron como desesperados, pero volvieron a caer en el fuego. permanecieron así unos instantes, y Guzmán lo cubrió todo con arena. Al cabo de un par de minutos, buscó las cuatro langostas, las lavó en el mar, y, con su grueso cuchillo, las abrió de arriba abajo. Aún humeaban, y debo confesar que nunca en mi vida — ni en el mejor restaurante del mundo—, he comido una langosta que se la pueda comparar. De postre, hubo naranjas de las islas y fuerte café ecuatoriano. Le ofrecí un cigarrillo español, y nos pusimos a contemplar el mar y las estrellas.
Capítulo XII
LA ISLA MALDITA
Hacía ya mucho que los cigarrillos se habían consumido, y aún contemplábamos las estrellas y el mar.
Guzmán pareció volver a la realidad.
— ¿No le asusta desembarcar mañana en Floreana?
— No creo en cuentos de brujas… ¿A usted le asusta?
— Todo lo misterioso me desagrada. ¿Sabe que son más de diez los muertos que han desaparecido en la isla en estos últimos años? ya no quedan más que los Wittmer.
— ¿Los conoce?
— Sí. A la vieja, hace tiempo que no la veo. A su hijo, Rolf, me lo tropiezo, a veces, en Santa Cruz o en Baltra. El último en desaparecer ha sido el marido de su hermana. Era un buen muchacho, sargento radiotelegrafista en San Cristóbal. Todos se lo dijeron: «No te cases con una Wittmer.» «No te vayas a vivir a Floreana, que esa isla está maldita.» pero no hizo caso. Se casó, se fue y se esfumó para siempre. La bahía de los tiburones se lo tragó.
— ¿La bahía de los tiburones?
— Eso cuentan… Dicen que todo el que desaparece en la isla va a parar al vientre de los tiburones. No dejan huellas y son mudos.
— ¿Quién más ha desaparecido últimamente?
— Una millonaria extranjera. Creo que americana. Llegó a tierra cargada de joyas y dinero en su yate, bajó a tierra cargada de joyas y dinero, y nunca más se la volvió a ver. ¡Paff! Se esfumó. Como el otro. Y como la Baronesa y su amante. Y como Henry, el hijo mayor de los Wittmer. Y como tantos.
— ¿Cuándo empezó la cosa?
— ¡Uff! Hace mucho. Antes de llegar yo a las islas.
— Pero, ¿conoce la historia?
— ¡Naturalmente! En el archipiélago, todo el mundo la conoce. Es lo más extraño que ha ocurrido por aquí en lo que va de siglo. Creo que incluso en su tiempo — cuando la desaparición de la Baronesa—, los periódicos de Europa hablaron de ello. Y también de la misteriosa muerte de doctor Ritter.
— ¿También fue misteriosa la muerte de Ritter?
— También. Dicen que lo envenenaron.
Guardé silencio unos instantes, Le ofrecí un nuevo cigarrillo y los encendimos con las brasas de la hoguera. Al fin, le rogué:
— ¿Por qué no me lo cuenta todo desde el principio?
Meditó. Resultaba difícil saber si deseaba hacerlo, o si — por ser hombre de pocas palabras — aquello exigía un esfuerzo excesivo. Ya la historia de Oberlus parecía haber agotado su saliva esa mañana. Sin embargo, la historia de Floreana le parecía demasiado fascinante como para dejar de contársela a un forastero que lo estaba pidiendo.
Está bien — dijo—. Se la contaré tal como yo la sé.
Hizo una pausa para tomar aliento y dio una larga chupada al cigarrillo:
— Como le dije, todo comenzó hace tiempo — repitió—. Creo que allá por los años treinta, Ritter, que fue el primero en llegar, era un dentista alemán, algo loco que se hizo arrancar todos los dientes. Aseguraba que se podía vivir sin ellos en una isla desierta, sin comer carne ni nada parecido. Era eso que llaman vegetariano, o algo así. Con él, vino una mujer, Dora «no sé qué», que también se había hecho arrancar los dientes. Se establecieron en una especie de cabaña sin paredes, y allí vivían medio desnudos, totalmente alejados del mundo. Dicen que él escribía un libro sobre sus teorías.
«Mas tarde, llegaron los Wittmer, que también eran alemanes. La madre, Margaret, su marido, Heinz, y el chico mayor, Harry, del que algunos aseguran que no era muy normal, y casi ciego. Los Ritter y los Wittmer no parecieron llevarse muy bien desde el principio, pero como la isla era grande, podían vivir sin molestarse y sin verse durante meses. Los Wittmer tuvieron dos hijos en la isla: Rolf y Floreanita.
«Todo iba más o menos bien, hasta que apareció la Baronesa. Se llamaba Eloísa Wagner, y la verdad es que no sé de dónde era. Tal vez alemana, tal vez austriaca, tal vez rusa… No sé… Venía con dos amantes: Robert Philpson, que era el favorito, y que había sido sirviente del otro — Rudolf Lorentz—, ahora desplazado de la cama de ella y convertido en una especie de esclavo de los dos. Le insultaban e incluso le pegaban. Dicen que la tal Baronesa era una tía loca, que quería convertir Floreana en un paraíso para los turistas o algo así. Pronto empezaron los jaleos. La Baronesa tenía una pistola y un látigo, y siempre andaba liada a tiros o a latigazos con todo el mundo. Lorentz, sobre todo, lo pasaba muy mal. Pese a ser el que había pagado la expedición a la isla, era tratado como el más mísero de los esclavos, y se entretenían zurrándole. La Baronesa tomó la costumbre de bañarse desnuda en la única fuente de agua potable de la isla, y cuando los Ritter y los Wittmer la sorprendieron, se armó un lío del demonio. Desde ese momento, se iban persiguiendo por la isla a tiros de escopeta de sal. Una especie de gigantesco manicomio. ¿Cómo quieren que el mundo esté en paz, si ocho personas no pueden tenerla en una isla enorme?