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«Bueno, abreviando: Un día, Lorentz llegó a casa de los Ritter y dijo que la Baronesa y Philipson habían desaparecido; nunca más se les volvió a ver, ni vivos, ni muertos. A1 poco, llegó una barca, y Lorentz le pidió al dueño — un noruego llamado Nuggerud—, que le llevara a San Cristóbal, vía Santa Cruz. De mala gana, y gracias a que le pagó mucho, el noruego aceptó. Les acompañaba un negro ecuatoriano, llamado Pazmiño. La barca y el Negro desaparecieron para siempre, y, al cabo de un mes, un barco descubrió por casualidad los cadáveres momificados de Lorentz y Nuggerud, en Marchena, un islote solitario, al norte del archipiélago. Habían muerto de sed.

— ¡Vaya una historia! — comenté, impresionado.

— ¡Oh! Eso no es todo — añadió Guzmán, que, al parecer, se había metido a fondo en su papel de narrador — Aún hay más. Ritter escribió a un amigo, propietario de un yate, pidiéndole que viniera, porque habían ocurrido en la isla cosas terribles que no podía explicar por carta y necesitaba ayuda. El día antes de la llegada del barco, Ritter murió envenenado por la carne de pollo que le habían regalado los Wittmer. Dicen que el pollo estaba descompuesto, pero todo el mundo opina que es muy raro que un tipo vegetariano se coma un pollo tan podrido como para causarle la muerte. El caso es que Dora, su compañera se fue en ese mismo barco, y los Wittmer se quedaron solos en la isla. Más tarde, desapareció su hijo mayor. Luego, la vieja millonaria. Y ahora, por último, su yerno… Curioso, ¿verdad?

— ¡Fantástico! Pero, dígame… ¿Las autoridades no han intentado averiguar nada?.

— ¿Y qué podían averiguar…? Van allí, le preguntan a los Wittmer y éstos dicen que no saben nada. Y a lo mejor no lo saben… El caso es que han conseguido que se les deje en paz en su isla, que es la más bonita y fértil del archipiélago.

Permanecí largo rato en silencio, meditando en cuanto me acababa de contar. Al fin, quise saber:

— ¿Preferiría no acercarse mañana a Floreana.

— Me da igual — replicó con seguridad — Lo que no quiero es subir a casa de los Wittmer.

— ¿Por qué?

— Cuestión de simpatías… Además, no hay tiempo si queremos llegar a Santa Cruz mañana mismo. Tendríamos que pasar la noche en Floreana, y eso si que no me divierte nada.

Se diría que con eso daba por terminada la conversación, porque se metió en la tienda y se arrebujó en la manta. Esperé unos minutos, fumé un último cigarrillo, estuve pensando en cuanto me había contado y también me fui a dormir. Cuando me acosté Guzmán roncaba.

La noche fue increíblemente tranquila, aunque de tanto en tanto, resonaba el áspero ladrido de una foca, o su resoplar cuando surgía a la superficie tras una larga inmersión. Se las sentía agitarse y lanzarse al agua; ir de un lado a otro jugueteando y persiguiéndose, y, en más de una ocasión, llegaron a rozar la lona de la tienda o a rascarse contra las tablas de la barca varada en la arena.

Me despertó el crepitar del pescado al freírse. Debía de hacer rato que Guzmán estaba en pie, pese a que aún no se distinguía en el cielo ninguna señal de que fuera a amanecer. Cuando pregunté la hora y me respondió con seguridad: «Las seis menos cuarto», me intrigó cómo podía saberlo, si me constaba que no tenía reloj. Busqué el mío y lo comprobé: se había equivocado en cuatro minutos. A los pocos instantes, empezaba a clarear con la rapidez y exactitud con que lo hace siempre en el Ecuador. A las seis en punto, ya era de día.

Lo recogimos todo y nos hicimos a la mar. No tardé en dormirme de nuevo y la proa enfilaba hacia el oeste: hacia Floreana. Al despertar, tres horas después, Guzmán continuaba en idéntica posición, clavado al timón. Su vista seguía las evoluciones de tres negras aletas que rondaban la barca girando a su alrededor, adelantándonos, o retrocediendo, esperándonos.

— Tiburones — dijo.

— ¿De qué especie?

— Aquellos, no lo sé. Sólo sé que raras veces atacan. En las islas hay pesca de sobra. Los tiburones no necesitan enfrentarse al hombre, están satisfechos. Tan sólo aquí, en aguas profundas, son peligrosos.

La presencia de los escualos y las palabras de Guzmán tuvieron la virtud de volverme al pasado — ¡trece años! — , cuando, tras haber sido profesor de submarinismo en el Cruz del Sur, un buque — escuela de la Marina mercante, había dedicado gran parte de mi tiempo y de mis fuerzas a estudiar los tiburones en un intento — inútil — de llegar a saberlo todo sobre ellos.

Años perdidos. Nadie, absolutamente nadie, puede decir que lo sabe todo — o sólo algo — sobre los escualos. Si atacarán o no, si son cobardes o valientes, si prefieren el hombre al pescado, es algo que depende tanto de las circunstancias, del estado de ánimo, y sobre todo, de la especie, que resulta imposible dar una regla o aventurar una opinión.

Según el Instituto Norteamericano de Ciencias Biológicas, existen unas trescientas especies clasificadas de tiburones, de las cuales se sabe con exactitud que tan sólo veintiocho pueden atacar al hombre.

Sus tamaños y costumbres varían mucho, pues desde los pequeños «gatos de mar» del Mediterráneo, a los «tiburones ballenas» de veinte metros, que se alimentan de plancton, se extiende toda la numerosa gama de la familia. Podría decirse que «No es tan fiero el tiburón como lo pintan», aunque se haya dado el caso de que atacaran a seres humanos treinta y seis veces en un año, causando la muerte en dos de ellas. También se ha dicho a menudo que ni siquiera las especies más peligrosas suelen atacar al submarinista, ya que le temen al verle desenvolverse en su propio ambiente. Eso no quita para que yo recuerde que, en 1959, un tiburón se trago a Robert Paniperin cuando buceaba con un compañero en aguas de California, y poco más tarde, en el Atlántico, un tal James Neal desapareció a veinte metros de profundidad, y cuanto se encontró fue su traje de inmersión hecho jirones. Por aquellos tiempos, acostumbraba yo a llevar una detallada estadística de todos los casos que se presentaban. Quería escribir un buen libro sobre tiburones, pero acabé desistiendo. Años después, un italiano — cuyo nombre he olvidado, pero al que recuerdo como magnífico submarinista — publicó un libro: Mis amigos los tiburones. Al poco tiempo, uno de ellos lo devoró en aguas de Capri, donde, lógicamente, parecía improbable que existieran escualos peligrosos.

Se ignora qué especie fue la que atacó al desgraciado submarinista italiano, pero sí se sabe que fue un tiburón blanco (Carcharodon carcharius) el asesino de Robert Pamperin, en California. Al «blanco» se le han comprobado innegables aficiones antropófagas y en sus estómagos se encuentran con frecuencia restos humanos. Otras especies consideradas como altamente peligrosas son el «tigre», el «martillo» y el «azul».