— Sí, sí que se los pondrían — dije—. El hombre para comer y la mujer para estar guapa, son capaces de acabar con el mundo. Ahora, están acabando con las crías de oca en el polo para hacer abrigos, y ya acabaron con las nutrias, los tigres, los visones y los castores.
— Son muy bestias — sentenció Guzmán.
Y por unos instantes, admití que tenía razón.
Dejé a Guzmán cerca de la barrica de correo preparando el almuerzo — un hermoso mero pescado aquella mañana, varias langostas de la tarde antes, y unos huevos duros—, y me lancé a dar un corto paseo por la isla. Antes de alejarme, me recordó:
— Ándese con ojo…! No vaya muy lejos, que esta isla pasan cosas raras. Además, tampoco me gusta quedarme solo.
Eché a andar por un minúsculo camino que apenas se distinguía entre una maleza áspera de cactos y árboles secos. Guzmán me había recomendado repetidas veces que no se me ocurriera acostarme a dormir, ni incluso pasar debajo de ningún árbol que no conociera bien. Al parecer, existe, en algunas de las islas, un árbol venenoso que mata a quien se duerme a su sombra y hasta a quien cruce cerca.
En mi opinión, eso no deja de ser una leyenda, pero una leyenda que se basa, desde luego, en algo de verdad. Existe ese árbol, pero su única particularidad estriba en que rezuma una savia fuerte y ácida, que produce ampollas cuando cae sobre la piel; también es capaz de dejar ciego si alcanza los ojos. De eso a causar la muerte hay un abismo.
Seguí, pues, mi camino, sin ánimo de dormir bajo ningún árbol, y al poco, llegué a una pradera por la que correteaban en libertad varios burros garañones totalmente salvajes. También distinguí un toro negro y blanco y un par de vacas que parecían disfrutar de idéntico régimen de libertad. No me sorprendió; sabía de antemano que — al igual que en otras de las islas — en Floreana abundaban esta clase de animales. Traídos por el hombre, con el tiempo habían dejado de ser domésticos.
Los de Floreana podían ser descendientes de los que desembarcaran los piratas del siglo XVII, que convirtieron esta isla en una de sus predilectas. O de la célebre «República de Hombres Libres», que existió a principios del XIX. Los piratas encontraron en Floreana un magnífico refugio, ya que la isla tenía agua, buen clima, abundante pesca y múltiples cuevas escondidas en la montaña, de difícil acceso en caso de un ataque por sorpresa. Desde aquí controlaban el paso de las naves españolas que hacían la ruta Panamá-Perú, y que regresaban cargadas de oro incaico. Es tradición que, en el archipiélago, se esconden importantes tesoros, en especial, en la desierta isla de San Salvador, tan carente de agua y tan abandonada de la mano de Dios, que nadie, a estas alturas, se ha atrevido a atravesarla siquiera.
Los piratas, considerando que Floreana se encontraba demasiado frecuentada, prefirieron más tarde las soledades de San Salvador y la diminuta San Bartolomé. Entre las dos se forma la maravillosa bahía de Sullivan, uno de los fondeaderos más tranquilos y hermosos del mundo, en el que podría refugiarse toda una escuadra.
Vistas desde lejos, las dos islas parecen una sola, y hay que aproximarse mucho para advertir que un tranquilo canal de aguas profundas las separa.
La «República de Hombres Libres» data, por su parte, del siglo pasado y fue fundada en principio como reino, por un cubano que había luchado contra España en la guerra del Perú. Al obtener los peruanos su independencia en 1820, el citado cubano pidió al Gobierno, en pago a sus servicios, la propiedad absoluta de una isla del entonces archipiélago Encantado, que aún se encontraba bajo la potestad de aquel país. Con la promesa de un reino paradisíaco, convenció a un puñado de campesinos de la costa — casi un centenar — y los embarcó en Túmbez junto a un número no determinado de cabras, vacas, cerdos, burros, gallinas, aperos de labranza y diez enormes perros dogos.
Estos perros — verdaderas fieras que no le obedecían más que a él — se convirtieron pronto en su guardia de corps. Con su ayuda y la de media docena de matones, no tardó en convertir la isla en un verdadero infierno, en el que él era dueño y señor, tirano sin discusión, amo absoluto de vidas y haciendas.
La historia es siempre la misma, y, un buen día, los matones se rebelaron contra él. Se entabló una batalla entre el cubano y sus dogos por un lado, y el resto de la población por otro. El cubano acabó siendo derrotado y tuvo que optar por huir a lo más intrincado de las montañas. Allí, pidió la paz y se le permitió, por toda gracia, que embarcara en el primer ballenero que viniera a repostar a la isla. Volvió al Perú y dicen que allí murió miserablemente tras haber sido rey de una isla.
En Floreana, mientras tanto, se había proclama la República, pero, como suele ocurrirle a muchas repúblicas, todo acabó manga por hombro. Los balleneros y demás buques que surcaban los mares vecinos habían tomado la costumbre de acudir a la isla a aprovisionarse de agua y verduras frescas, estableciendo un próspero intercambio con sus colonos, pero éstos tardaron en descubrir que resultaba mucho más beneficioso apoderarse de los barcos que comerciar con ellos.
De ese modo, se las ingeniaban para engañarlos en la noche con luces falsas, haciéndoles naufragar en sus escollos o embarrancar en sus playa. Asaltaban luego la nave y pasaban la tripulación a cuchillo. No quedaba nadie para contar lo ocurrido. También era tradición que la República acogía con los brazos abiertos a cuantos desertores de tierra firme o de otros buques acudieran a ella. Así vivió durante mucho tiempo Floreana — que por aquel entonces aún se llamaba isla de Charles—, tierra perdida sin ley ni orden; anarquía total, donde ni la vida ni la muerte tenían valor alguno.
De tanto en tanto, los «hombres libres» se cansaban de su isla y se hacían a la mar en un bote. Paraban entonces al primer barco asegurando ser náufragos, o llegaban por sus propios medios al Continente, donde desaparecían sin revelar a nadie que habían formado parte de los piratas de tierra firme, en el perdido archipiélago de las Encantadas.
Al fin, cuando ya todos los capitanes de barco conocieron la triste fama de la República y nadie osaba aproximarse a ella, la forma de vida de los «hombres libres» se extinguió.
Éstos se hicieron a la mar para no volver nunca. La isla de Charles quedó desierta y se convirtió, luego, en Floreana, en honor al presidente Flores, de Ecuador, que gobernaba en ese país cuando se hizo cargo definitivamente del archipiélago; y continuó olvidada hasta que, en 1930, el dentista alemán Ritter la eligió como su retiro definitivo.
Cuando regresé a Post-Office Bay, Guzmán me aguardaba con el almuerzo listo. Dimos buena cuenta de él tranquilamente, nos fumamos un cigarrillo negro — uno de los últimos «Corona» de mi tierra que conservaba como oro en paño—, y nos hicimos de nuevo a la mar, rumbo a la que me habían asegurado era la más interesante de las islas: Santa Cruz.
Capítulo XIII
DARWIN
Antes de seguir adelante, creo que debería intentar presentar un poco mejor lo que es y significa el archipiélago de las Galápagos; su corta Historia, su difícil geología y, sobre todo, lo que representa para la Humanidad, pese a su lejanía y al poco conocimiento que se tiene sobre él. Fue aquí, en estas islas, donde el inglés Charles Darwin concibió los principios de su célebre teoría de la evolución de las especies. Él mismo escribió en su Diario: