«…me había llamado fuertemente la atención la característica de los fósiles de Sudamérica y las especies del archipiélago de las Galápagos. Éstos son el origen de mis ideas…»
No es extraño, por tanto, que la mayoría de los científicos del mundo consideren al archipiélago como la clave que sirvió para comenzar a desentrañar uno de los más grandes misterios de la vida. De su viaje, realizado en 1835, Darwin se había llevado una gran cantidad de pequeños pinzones — hoy llamados «pinzones de Darwin» — cuya variedad y características diferentes de una isla a otra, le habían intrigado. Una vez en Londres, y tras largos estudios compartidos con el ornitólogo John Gould, escribió en su Diario:
Observado esta graduación y variedad de estructuras en un grupo pequeño íntimamente relacionado de aves, uno no puede imaginar que, a partir de una penuria en origen de dichas aves en el archipiélago y tomando una determinada especie, ésta ha sido modificada hasta dar distintas formas finales.
Para comprender los razonamientos de Darwin, lo mejor es darse una vuelta por las islas, estudiando a los pinzones. Cerca de las playas, en las tierras bajas, tropezamos pronto con un diminuto pinzón terrestre dotado de un pico apenas desarrollado porque no necesita más, para alimentarse de los granos y de las semillas que encuentra en aquel suelo. Se parece a un gorrión común. Avanzando un poco, comenzaremos a topamos con pinzones medianos y, mas tarde, con grandes pinzones — también terrestres_, que poseen ahora un pico mucho más fuerte, capaz de pelar y partir granos y semillas duras, de tierras más altas.
Luego, en los árboles, veremos dos tipos de pinzones con picos también distintos; uno en forma de loro, que se alimenta exclusivamente de frutos y brotes; y otro bastante parecido pero con el pico adaptado para cazar insectos. Si en lugar de los árboles nos adentramos entre los cactos, los pinzones que vayamos encontrando tendrán un largo pico curvado hacia abajo, muy a propósito para extraer el néctar de las flores de que se alimentan.
Por último, y con un poco de suerte, hallaremos «carpintero», un pinzón que busca gusanos en los huecos de los árboles, utilizando para ello una ramita fina o una espina de cacto. Es el único caso que se conoce de un animal, no simio, capaz de utilizar una herramienta para sus fines. La astucia, paciencia e inteligencia con que un «carpintero» maneja su ramita, en verdad, algo digno de estudio y atención.
Existen muchas otras diferenciaciones menores entre los pinzones del archipiélago, y se da el caso que varían — dentro mismo de estos grupos — de isla a la siguiente.
Eso fue lo que hizo pensar a Darwin que no podían haber sido creados todos distintos, sino que, partiendo de un tronco común, habían ido evolucionando para adaptarse al medio ambiente. Sobre esa base, resultó luego mucho más fácil deducir que todas las especies habían sufrido idéntica evolución.
Todo ello se advierte mejor si se tiene en cuenta que — como ya señalé anteriormente — las islas no tuvieron originalmente vida vegetal ni animal de ninguna clase. Toda le vino del exterior. Las Galápagos nacieron del mar, a través de una o varias erupciones volcánicas. En realidad, la mayoría de las islas — al menos, las importantes — no son más que cumbres de volcanes que asoman por encima de la superficie de las aguas. La mayor, Isabela, está constituida por cinco cráteres caprichosamente distribuidos, y muchos científicos suponen que, en un tiempo remoto, estuvieron separados unos de otros. Sucesivas erupciones y, sobre todo, la lava del mayor y más activo, los fue uniendo. En conjunto, se calcula que en el archipiélago existen más de dos mil volcanes, dos de los cuales superan los mil quinientos metros.
La última erupción de importancia data de 1825, en Femandina, pero cuentan que, durante la Segunda Guerra Mundial, la cumbre de Isabela entró en actividad con inusitada violencia. De la cercana base militar de Seymur, que los norteamericanos habían establecido durante su lucha con el Japón, mandaron un avión a reconocer el cráter, y se aproximó tanto, que se precipitó en el hirviente infierno de lava. Cuando, meses más tarde, todo pasó y se pudo descender al cráter, cuanto se encontró fue unos trozos de metal retorcido, y ni el menor rastro de los once desgraciados tripulantes.
En su origen, las islas debieron de ser simples formaciones de granito y lava, pero con el transcurso de millones de años, la erosión y el viento fueron proporcionando la tierra en que habían de asentarse la flora y la fauna llegados del continente. Resulta interesante constatar que, hasta el arribo del ser humano, el archipiélago estuvo poblado únicamente por aves, insectos y reptiles, sin que se diera la presencia de un solo mamífero. Las focas lo son, desde luego, pero a éstas se les puede considerar más habitantes del mar que de la isla en sí.
Durante millones y millones de años, las islas fueron transformándose y evolucionando así, muy lentamente, lejanas e ignoradas, hasta que en el siglo XVI, un grupo de españoles las encontró en su camino.
Quiere la leyenda que, años antes, un inca peruano las visitó en una balsa; pero eso resulta bastante difícil de creer, teniendo en cuenta los escasos conocimientos de los incas. Pudieron llegar arrastrados por la Corriente de Humboldt, pero lo que no podrían, de modo alguno, es regresar por el mismo camino.
Históricamente fue fray Tomás de Berlanga, obispo de Castilla de Oro, al que el rey mandara a resolver las disputas entre Pizarro y Almagro, el que descubrió las islas. Había partido de Panamá rumbo al Perú en 1535, cuando una calma chicha lo dejó totalmente a merced de una fuerte corriente que lo hacía derivar peligrosamente hacia el oeste, hacia el interior de un Mar del Sur que era, por aquel entonces, un terrible océano desconocido y misterioso.
Pasaron los días y cuando, al fin, acuciados por la sed, los marineros se creían irremisiblemente perdidos, arribaron a una extraña isla que, en un principio creyeron poblada por caníbales. Pronto descubrieron que se hallaba completamente deshabitada.
Tras esa primera isla en la que no encontraron agua — tuvieron que limitarse a beber la que extrajeron de los cactos—, probablemente La Española, distinguieron a lo lejos otra mayor. Dirigiéndose a ella fue como el obispo Berlanga descubrió el archipiélago. Fray Tomás se alejó de ellas sin bautizarlas, cosa extraña en un religioso español de aquellos tiempos, acostumbrados a darle nombre a todo un Nuevo Mundo. Al regresar a lugar seguro escribió al rey notificándole haber hallado en su camino… una tierra donde parecía que Dios hubiera derramado piedras sobre ella y e la que abundaban iguanas gigantescas, monstruosa tortugas y animales desconocidos, de tal modo que creían haber llegado a un lugar embrujado.
Once años más tarde, el también español Diego de Rivadeneira volvió a encontrarlas en su camino cuando se dirigía desde el Sur a Centroamérica. A partir de entonces parecieron hundirse en el olvido, hasta el punto de que llegó a dudarse de su existencia. Cuantas veces se intentó buscarlas no se las pudo hallar. Por todo ello, y por estar pobladas por extraños animales de los que se hacían fantásticos relatos, pasaron a poco a convertirse en leyenda, hasta el punto de que se las conoció por el sobrenombre de «Islas Enedas», título que a menudo se impone al de Galápagos o archipiélago de Colón.
A finales del siguiente siglo, comenzaron a ser visitadas por piratas y balleneros, pero tuvieron que pasar tres siglos para que, al fin, el presidente Flores, que gobernaba la naciente República del Ecuador, se decidiera a enviar al prefecto de Guayas, Olmedo, a dar nombre definitivo y tomar posesión oficial de las islas.
Pese a todo ello, las Galápagos no comenzaron a tener importancia hasta tres años más tarde, en 1835, en que Charles Darwin puso el pie en las islas.