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«Familiarizados con el hecho de que en muchas especies naturalizadas por la acción del hombre se han difundido con pasmosa rapidez por extensos territorios, nos inclinamos a suponer que la mayor parte de las especies tienen que difundirse de este modo; pero debemos recordar que las especies que se naturalizan en nuevos países no son generalmente muy afines de les habitantes primitivos, sino formas muy distintas, que, en número relativamente grande de casos, como ha demostrado Alphonse de Candolle, pertenecen a géneros distintos. En el archipiélago de los Galápagos, aun de las mismas aves, a pesar de estar bien adaptadas para volar de isla en isla, muchas difieren en las distintas islas; así, hay tres especies muy próximas de «Mimus», confinada cada una a su propia isla. Supongamos que el «Mimus» de la isla Chatham es arrastrado por el viento a la isla Charles, que tiene su «Mimus» propio, ¿por qué habría de conseguir establecerse allí? Podemos admitir con seguridad que la isla Charles está bien poblada por su propia especie, pues anualmente son puestos más huevos y salen más pajarillos de los que pueden criarse, y debemos admitir que el «Mimus» peculiar a la isla Charles está adaptado a su patria, por lo menos, tan bien como la especie peculiar de la isla Chatham. Sir C. Lyell y míster Wollaston me han comunicado un hecho notable relacionado con este asunto, y es que la isla de la Madera y el islote adyacente de Porto Santo poseen muchas especies de conchas terrestres distintas, pero representativas, algunas de las cuales viven en resquebrajaduras de las rocas; y a pesar de que anualmente son transportadas grandes cantidades de piedra desde Porto Santo a Madera, sin embargo, esta isla no ha sido colonizada por las especies de Porto Santo, aun cuando ambas islas lo han sido por moluscos terrestres de Europa que indudablemente tenían alguna ventaja sobre las especies indígenas.

«Por estas consideraciones creo que no hemos de maravillarnos mucho porque las especies peculiares que viven en las diferentes islas del archipiélago de los Galápagos no hayan pasado todas de unas islas a otras.»

Capítulo XIV

SANTA CRUZ

Apenas la proa de la barca enfiló la entrada de Academy-Bay, comprendí que la isla de Santa Cruz era otra cosa, tenía más vida, estaba más «civilizada» que el resto de archipiélago.

La bahía en sí misma llama la atención: el agua es azul, muy clara, transparente y tranquila, y lame suavemente, por la izquierda, un farallón cortado a pico, en cuya cumbre alternan los inmensos cactos y los pequeños edificios de piedra de los colonos alemanes.

Luego, al fondo, donde se junta el acantilado y la tierra llana, el mar penetra formando una diminuta ría que sirve de refugio a las barcas más frágiles, y de piscina a los niños.

Desde ahí, el pueblo se extiende hacia la derecha, comenzando por una blanca iglesia y un cuartelillo de la Marina, para seguir — por una sola calle de tierra hasta los distantes edificios de la Fundación Darwin. En conjunto, unas cuarenta casas, un solo vehículo — el «jeep» de la Fundación — y unos trescientos habitantes, incluidos los marinos.

Las gentes de Santa Cruz viven de la pesca y de una rudimentaria agricultura, en fincas que suelen encontrarse a bastante distancia, isla arriba. Se dan bien el maíz, la calabaza, las piñas y los plátanos. Los guayabos, propagados por los excrementos de los animales, han llegado a constituir una plaga en la isla. Poseen también abundancia de cabras, cerdos, burros, gallinas, conejos y hasta vacas, aunque no tantas como en San Cristóbal o Isabela.

Todo lo demás, desde las agujas a las cerillas, las velas o el papel, les ha de llegar desde el continente por medio de un viejísimo y cochambroso barquito que siempre está amenazando hundirse. Tiene asignado un servicio mensual, aunque la mayoría de las veces no lo cumpla.

— Este lugar parece agradable — comenté con Guzmán—, mientras nos aproximábamos—. ¿Por qué eligió San Cristóbal?

— Por los recuerdos — replicó—. Aquí, se quedaron a vivir muchos de los antiguos guardianes del penal de Isabela, y prefiero no tenerlos cerca. Algún día podría recordar muchas cosas y acabar matándoles, que es lo que se merecen.

— ¿Tan duro era aquello?

— ¿Duro…? Ésa no es la palabra… — Rió con amargura—. Era un infierno… Había tres campamentos: el de la playa, para los de condenas cortas o los «enchufados»; Santo Tomás, a hora y media de camino y, por fin, «Alemania», en el corazón de la isla. Si te mandaban a «Alemania», podías jurar que nunca volverías, a no ser que todos los santos del cielo te echaran una mano. Trescientos latigazos eran allí un castigo corriente por robar unas frutas o beberte un vaso de agua cuando no te correspondía. A los que intentaban evadirse — no sé a dónde — los colgaban de los pulgares, con los pies sin rozar apenas el suelo, y los tenían así una semana, sí es que antes no se les quedaban los dedos en el árbol, desprendidos del resto. El reincidente en la fuga, moría de «accidente» y, los guardianes nos obligaban a que les laváramos los pies. No, no quiero estar viéndoles constantemente la cara a esa pandilla de canallas… No quiero meterme en más líos. Me gustan las islas, con su vida simple y tranquila, sin ambiciones ni problemas. No hay mucho futuro, lo sé, pero tampoco quiero que vuelva mi pasado.

— ¿Nunca regresará al continente?

— Nunca.

Atracó la barca al diminuto espigón de cemento de la pequeña ría, y me ayudó a sacar mis cosas Cuando le pregunté dónde podía alojarme, señaló al final de la calle de tierra.

— Un norteamericano alquila cabañas a los turistas que vienen en yate, pero son muy caras: cincuenta dólares diarios… Váyase a casa de Jimmy Pérez, allá, al fondo. Él suele tener alguna habitación libre.

Nos despedimos con fuerte apretón de manos. Me hubiera gustado invitarle a una copa, pero tenía prisa para hacerse de nuevo al mar y regresar a su isla. La última vez que le vi, mientras me dirigía hacia la casa de Jimmy Pérez, su barca parecía volar sobre las olas en busca de la bocana y el mar libre.

Me apenaba separarme de Guzmán. Era un gran tipo.

Jimmy Pérez tenía, efectivamente, una habitación libre a un precio módico: Un lugar limpio y agradable, a dos metros del mar. Desde la ventana, casi se podía pescar, y había hermosas flores rojas por todas partes y un par de enormes garzas blancas que venían a comer en la mano. En todos mis viajes posteriores me hospedé siempre en casa de Jimmy, y, en cierta ocasión, en que tan sólo estuve unas horas en Santa Cruz, cuando iba a bordo de Linnaa, le hice una visita.

Era un personaje extraño. No sé si había nacido en Ecuador o era cubano. Tenía — y supongo que aún los tiene — unos sesenta años, pelo blanco, complexión fuerte y cierta cultura. Por lo que contaba, había residido mucho tiempo en los Estados Unidos, y su vida debió de ser allí bastante movida y aventurera. producía la impresión de haber corrido mucho mundo — a menudo, más acuciado de lo que él quisiera — y al fin, había ido a recalar de un modo u otro a las Galápagos, decidiendo que era un buen lugar para quedarse. Montó un pequeño comercio en el que despachaba desde arroz hasta refrescos y cigarrillos; se construyó una hermosa casa junto al mar, la amplió con un par de habitaciones que alquila a los vagabundos que aparecen de tanto en tanto por la isla, y echó su ancla definitivamente en el centro mismo de Academy-Bay.