Soñaba con llevar a cabo empresas importantes para el archipiélago: atraer el turismo construir una urbanización y un gran hotel; abrir una carretera a través de la isla, hasta el canal que la separa de Baltra…
Cuando te decía que, en ese caso, las Galápagos perderían su encanto, acababa por aceptarlo.
— Es cierto — replicaba — pero es que siempre fui hombre de grandes proyectos y no puedo olvidarlo. Una vez, en Nueva York…
Pasábamos horas charlando, mientras, de tanto en tanto, llegaba un nativo a por media libra de arroz, una chocolatina o una lata de guisantes.
Lo único mato que tenía «lo de Jimmy Pérez» era, que no servía comidas, y se hacía necesario buscar por todo el pueblo a alguien que quisiera preparar algo. Se conseguía en la cabaña de una vieja negra de Esmeraldas — Cándida—, cargada de hijos y suciedad, que ofrecía sus extraños guisos en desportillados platos de latón sobre una mesa sin mantel. Comen allí los obreros, los campesinos y algún que otro marinero de paso por las islas, El menú normal es arroz blanco y patatas, con algo de carne de origen dudoso o un huevo frito. Nada de pescado, pese a que bastaría bajar cuarenta metros hasta el mar para conseguirlo. Una Comida en casa de Cándida suele costar, al cambio unas ocho pesetas, y basta para mantener vivo a un hombre. Lo mejor es irse a la playa, pescar algo o conseguir una langosta y llevársela para que la prepare. Cobra lo mismo, «porque el pescado, hay que limpiarlo», pero resulta incomparablemente más sustancioso.
A la mañana siguiente, muy temprano, me encaminé a la Fundación Darwin, que se alza a poco más de un kilómetro del pueblo, siguiendo por el único camino que existe y que bordea el mar, en uno de los lugares más bellos que conozco, en la punta sureste de la bahía, escondida entre la exuberante vegetación de infinidad de árboles y arbustos sobre los que destacan, impresionantes, los altos cactos de más de diez metros. Abundan las flores, y los pinzones de Darwin pueden contarse por millares. A la orilla del mar corretean las iguanas marinas, negras, con manchas rojas o verdes, y más al interior, viven grandes galápagos de todo tipo.
La Fundación en sí está formada por cuatro o cinco pabellones, amén de la casa del director. En ellos se investiga seriamente — en magníficos laboratorios — todo ese portento de vida animal y vegetal que son las Islas Encantadas.
El director es un alemán, aunque también trabajan allí científicos de las más diversas nacionalidades. Recuerdo haber tropezado en uno de mis viaje con un joven ornitólogo norteamericano recién llegado, que parecía haber alcanzado, con su arribo al archipiélago, el sueño de toda una vida.
La Fundación está dedicada preferentemente al estudio de las grandes tortugas, los galápagos de tierra que dieron nombre a las islas. Eran, en un principio, increíblemente abundantes, pero, hoy en día, y si no fuera por los esfuerzos de la Fundación y del Estado ecuatoriano, estarían ya en trance de desaparición, al igual que han desaparecido del resto del mundo.
Fósiles de tortugas terrestres similares se han encontrado en los más diversos rincones del planeta, desde la India a Estados Unidos o Europa, pero, en la actualidad, sólo subsisten en las islas Mascareñas y aquí, en Galápagos. Los científicos distinguen, entre las del archipiélago, quince especies diferentes, exclusivas casi cada una de ellas de una isla determinada. Por desgracia, algunas han desaparecido por completo. No puede encontrarse ni un solo ejemplar en Floreana, Rábida o Santa Fe. En otras islas, como en Hood, están seriamente amenazadas, y se puede decir que únicamente son abundantes en Isabela, San Salvador y Santa Cruz,
Los mayores ejemplares alcanzan un peso superior a los doscientos cincuenta o trescientos kilos y su carne es exquisita, mejor que la del pollo o faisán. Produce un aceite de primerísima calidad y ésa fue la causa de su desaparición. Cuando piratas y balleneros descubrieron que constituían un manjar excelente y que podían conservarse vivas en bodegas durante meses sin necesidad de comer absolutamente nada, tomaron la costumbre de acudir a las islas a cargar con ellas sus calas, como provisión para las largas travesías.
Luego, vista la calidad de su aceite, los norteamericanos comenzaron a enviar buques al archipiélago con el único fin de cazarlas, y se calcula que, durante el siglo pasado, se organizaron más de quinientas de esas expediciones, que dieron como fruto la matanza de unas veinticinco mil tortugas. Por si ello no bastara, el hombre trajo a las islas cabras, cerdos, perros, vacas y ratas que contribuyeron a la exterminación de la especie. Cabras y vacas devoraban los tallos tiernos y las gramíneas frescas de que se han alimentado tradicionalmente estas bestias, condenándolas así a pasar hambre. Es una demostración de lo que debió de ocurrir hace millones de años, cuando los mamíferos invadieron la Tierra y vencieron — en la batalla por la subsistencia — a los antepasados de estas tortugas.
No se sabe con certeza cómo llegaron a las islas. Probablemente, nadando, aunque luego perdieron esa capacidad puesto que ni siquiera fueron capaces de trasladarse de una isla a otra, y así evolucionaron en esas quince especies distintas. Lo cierto es que aquí encontraron refugio seguro durante mucho tiempo, y hubieran continuado reproduciéndose en paz, si el hombre no hubiera aparecido nunca.
Los perros, los cerdos y las ratas que ese hombre trajo consigo tomaron la costumbre de buscar y devorar los huevos de los galápagos, de modo que tan sólo uno, de cada diez mil huevos, llegó a convertirse en individuo adulto.
La hembra suele poner de seis a once huevos, y prefiere hacerlo en la arena, en un hoyo que cubre con una fina capa para que el sol los incube. Si el terreno es duro, se contenta con depositarlos en un hueco entre las rocas. Esto es lo que los hace fáciles de encontrar perros y cerdos, que los consideran uno de sus manjares favoritos. Sin embargo, se puede decir que aquella tortuga que llega a sobrepasar los treinta centímetros de longitud, está asegurada para una larga vida, ya que se dice que existen algunas de trescientos y hasta cuatrocientos años de edad, es decir, casi contemporáneas de Hernán Cortes y Felipe II.
Además de esta fantástica longevidad, presentan otras características físicas realmente curiosas, como es el hecho de que se las pueda ir cortando a pedazos día a día sin que se mueran y sin que parezcan y dolor alguno. Separada la cabeza del tronco, el corazón aún palpita durante quince días.
Me aseguraban los habitantes de Santa Cruz que, cuando se le arranca el cerebro a una tortuga — apenas mayor que una habichuela—, el animal aún anda durante medio año, y que, cercenada la cabeza, una hora después todavía puede morder.
En las partes altas de la isla — donde prefieren habitar, excepto en la época de incubación—, existe una colonia de mil galápagos, que se extienden por una zona húmeda constantemente refrescada por la «garúa» o los vientos de las alturas. Aunque parezca increíble por su tamaño y peso, no son, como podría creerse, sedentarios, sino que, por el contrario, se encuentran en continuo movimiento, de modo que pueden llegar a recorrer más de siete kilómetros al día. Los grandes machos son como gigantescos tanques vivientes que avanzan pesadamente por entre rocas y cactos sin permitir que nada se interponga en su camino. Suben cuestas que, a primera vista, les parecen vedadas, y bajan al fondo de los barrancos haciendo equilibrios y demostrando una infinita paciencia para colocar cada una de sus anchas y pesadas patas. Nunca levantan una de ellas mientras no tengan la seguridad dc tener las otras tres firmemente asentadas. Tal prudencia les resulta esencial, porque es sabido que si al resbalar y caer quedasen de espaldas, nunca podrían enderezarse y acabarían muriendo de hambre y sed tras una agonía que puede durar años. Meses y meses de patalear así, patas arriba, bajo un sol abrasador y sin ninguna esperanza de salvación, debe de constituir una muerte espantosa, incluso para un animal tan insensible al dolor como un galápago.