La Fundación Darwin, de Santa Cruz, está realizando una gran labor en defensa de estos animales, pero, pese a ello, se considera que su futuro en las islas no es muy prometedor. Aunque el hombre ya no los persiga, y esté duramente castigado el matarlos y molestarlos, nadie puede controlar a los perros, cerdos y cabras, que acabarán con ellos, como acabaron en los restantes lugares en que habitaban. Supervivientes de la Era Terciaria, monstruos antediluvianos fuera ya de lugar en nuestro mundo, están condenados a la extinción definitiva.
Los días en Santa Cruz transcurrieron agradablemente a base de largos paseos para visitar los galápagos del interior; charlas con los encargados de la Fundación; baños en la playa; jornadas de pesca, y discusiones con Jimmy Pérez sobre el futuro turístico de las islas.
Una mañana, en uno de mis paseos por la playa observando a las iguanas marinas, me tropecé de pronto con una rústica tienda de campaña que no estaba allí la mañana anterior. Al ruido de mis pasos, salió inmediatamente de su interior un hombre bajo y fuerte, de poco pelo y larga barba. Hablaba en francés, con fuerte acento alemán, y se apresuró a preguntarme si el pedazo de playa en que había montado su tienda era mío y me estaba molestando. Al responderle que no, que a mi entender aquel lugar no pertenecía — como la mayor parte de las islas — a nadie, pareció tranquilizarse.
— Es que llegué ayer, ¿sabe? — aclaró—. Y aún no conozco las costumbres. ¿Cree que me dejarán quedarme aquí?
Luego, me explicó que era suizo, oficinista en Berna, y que desde que leyó el libro Las Encantadas, de Herman Melville, había soñado con irse a vivir a las islas. Un buen día, vendió cuanto tenía, se agenció una tienda de campaña y un fusil de pesca submarina y se echó al camino.
¡Y había llegado!
Después de dos meses de esperar en Panamá, consiguió, al fin, un yate chileno que pasaba por las islas. Lo aceptaron como ayudante de cocinero, y la tarde anterior lo habían desembarcado en Academy-Bay.
— Un largo viaje — comenté—. Y pesado…
Miró a su alrededor: al mar azul y limpio, a la blanca playa, a las rocas negras y los altos cactos, a las iguanas que se paseaban tranquilamente junto a su tienda, y sonrió:
— Pero valía la pena, ¿no? — dijo.
— Eso depende. ¿Piensa quedarse definitivamente?
— Desde luego. Ya he soportado cuarenta años de coches, de oficina, de jefes malhumorados, de máquinas calculadoras que siempre se equivocan, aunque eso sea oficialmente imposible… ¡Demasiado! El resto quiero que sea paz, silencio, aire puro, bañarme en mar a todas horas, andar semidesnudo…
— ¿Y de qué piensa vivir?
Me mostró su fusil de pesca submarina — que, por cierto, era de fabricación española — y una caña aparejada.
— De esto. Ese mar está lleno de peces. Luego, buscaré un terreno y plantaré patatas, maíz, frutales… Lo que necesite.
— ¿Como un nuevo Robinsón?
— ¿Por qué no? Por duro que resulte, no lo será más que la vida en la ciudad. ¿Cree que me dejarán quedarme aquí? — insistió.
— Supongo que sí — repliqué—. Aunque si quiere terreno para plantar, tendrá que irse algo más lejos. El Gobierno no pone ninguna pega a los extranjeros que se quedan aquí. Incluso hay islas desiertas para usted solo, si es que quiere irse a vivir a ellas.
— ¿Está seguro?
— Completamente. Pero la mayoría de esas islas no tienen agua.
— Lloverá.
— Supongo, pero no sé cuándo. Aquí, las islas que tienen tierras altas detienen las nubes y disfrutan las lluvias o «garúas» pero tengo entendido que en algunas islas bajas, como Santiago, no llueve jamás.
— ¿Sabe que se puede destilar el agua del mar con un alambique?
Le miré, sorprendido. No podía saber si hablaba en serio.
— ¿Tanto interés tiene por no ver a nadie?
Sonrió. Tenía una sonrisa simpática, aunque algo triste.
— Me gustaría hacer la prueba, intentar defenderme por mí mismo, sin ayuda. ¿Se imagina qué hermoso debe de ser? Estar en una isla, completamente, solo, y pensar que en el resto del mundo la gente se anda matando sin razón alguna. Encontrarse a sí mismo, limpiarse de todos los deseos absurdos que la sociedad nos hace concebir, olvidar tantas necesidades innecesarias a que nos hemos acostumbrado… Sentirse, en fin, como debió de sentirse Adán, pero con la certeza, además, de que hemos dejado atrás lo malo.
— ¿Un Adán sin Eva?
Se echó a reír.
— Ustedes, los latinos, siempre piensan en lo mismo — comentó—. ¿De verdad no concibe la vida sin una mujer?
— Difícilmente — confesé.
— En ese caso — sentenció—, nunca podrá ser un verdadero hombre de las islas, un «varado», un Robinsón… por mucho que viaje, siempre será un ave de paso que necesita volver, pronto o tarde, a su nido.
Nos enzarzamos en una larga discusión, aunque yo sabía de antemano que él tenía razón.
Capitulo XV
MELVILLE
A la semana de estancia en Santa Cruz, cuando la había recorrido de punta a punta en toda la extensión en que es posible hacerlo a pie, comprendí que me encontraba aislado y necesitaba buscar un medio de transporte que me llevara a las restantes islas y, por fin, a Seymur.
Me habían asegurado que, al cabo de quince días, un avión militar ecuatoriano llegaría en vuelo de reconocimiento a la antigua base de los norteamericanos en la pequeña isla de Seymur o Baltra. Si no conseguía que ese aparato de «Tame» me devolviera al continente, habría de esperar, por lo menos, un mes a que el diminuto barco de cabotaje quisiera aparecer por las islas, cosa que nunca estaba garantizada.
Tenía, pues, que agenciarme una embarcación como fuera, y comencé a moverme en ese sentido. Pronto llegué a la conclusión de que en toda Santa Cruz tan sólo conseguiría, con suerte, el pequeño yate de Karl Angermeyer, el Robinsón o el Duque de las Galápagos, como se le llama, y del que ya había oído hablar antes de llegar al archipiélago, aunque todavía no me lo hubiera tropezado en el pueblo.
Siguiendo la costumbre de la isla, me encaminé al embarcadero y «tomé prestado» el primer bote de remos que encontré a mano. En él, crucé la bahía hasta la distante casa de Argenmeyer, que se alza, preciosa, en el mejor emplazamiento de la ensenada, sobre los farallones, a cuatro metros sobre el mar. Durante el trayecto, un par de focas vinieron a jugar a mi alrededor, y al llegar a la casa, me sorprendió el gran número de iguanas marinas que aparecían por todas partes, incluso en el alféizar de las ventanas y sobre el tejado.
El mismo Argenmeyer salió a recibirme. Vestía un simple pantalón corto, andaba descalzo y las plantas sentaban la gruesa costra de quien no de sus pies presentaban la gruesa costra necesita calzado ni aun para caminar sobre cristales. Tendría unos cuarenta y tantos años, y una pequeña barba le hacía parecerse al Robert Taylor de Ivanhoe. Más tarde, me contó que, años atrás, había tenido varías proposiciones de Hollywood para dedicarse al cine, pero que ni por ellas, ni por nada, sería capaz de abandonar su soledad de las Galápagos.
Karl Argenmeyer y sus hermanos habían llegado al archipiélago treinta y tres años antes, traídos directamente en yate por su padre, un comerciante de Hamburgo que, un día, sintió la necesidad de abandonar las «comodidades» de un mundo demasiado mecanizado, y buscar para sus hijos un lugar en el que pudieran vivir más de acuerdo con su naturaleza de seres humanos.