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Vendió cuanto tenía, abanderó su barco, metió en él a todos los suyos y se hizo a la mar. Navegó y navegó en busca del paraíso soñado y lo encontró aquí, en las Islas Encantadas; unas islas en las que no habitaban por aquel entonces más que un centenar de personas y que se pasaban meses y hasta años sin tener contacto alguno con el resto del mundo.

En un principio, la vida fue difícil. Al igual que otros que también se habían establecido allí de idéntica manera, los Argenmeyer se vieron en la necesidad de conseguirlo absolutamente todo, con su esfuerzo. Desde las patatas y los tomates que constituían su comida, hasta la casa que les daba cobijo o las herramientas que precisaban para el trabajo diario.

Fue una lucha dura y, desde luego, hermosa. Una lucha en la que cada día parecían a punto de ser vencidos y al borde de perecer o renunciar, y en la que cada día, sin embargo, salían triunfantes, consiguiendo poco a poco hacer su vida cada vez más llevadera. Cuando estuvieron en condiciones de elegir, no quisieron para ellos nada mejor de lo que tenían. Metro a metro, roturaron sus fincas; piedra a piedra, construyeron sus casas; tabla a tabla, fabricaron sus muebles; cuaderna a cuaderna, construyeron sus propios barcos.

Hoy, la casa donde Karl me recibió es, en cualquier lugar del mundo, una casa de millonarios; al igual que lo es su yate, con el que recorrí el archipiélago.

Está casado y es feliz. Su esposa es mayor que él, pero eso no parece importarle mucho. La historia de su boda es curiosa. Cuando su hermano y él crecieron y sintieron la necesidad de tener una mujer a su lado, no había en el archipiélago más mujeres disponibles que una viuda noruega y su hija, llegadas a las islas muchos años antes, en compañía del esposo, muerto. Tenían que elegir entre las dos, y los hermanos se lo consultaron. Al fin, unos dicen que echándolo a suerte, otros que por convencimiento, Karl se casó con la madre, y su hermano, un año menor que él, con la hija. Hoy, las dos parejas viven una junto a la otra y las dos parecen — por lo que pude advertir — dichosas. La suegra de Kari, una anciana pintoresca que no habla más que noruego, se pasea eternamente de una casa a la otra con un loro al hombro; loro que también, lógicamente, sólo habla noruego.

Y en la casa, aparte de la familia, los loros, los perros y los gatos, viven las iguanas. Docenas, casi un centenar de iguanas marinas que pululan por doquier; que incluso duermen dentro, en la chimenea, y que acuden como gallinas cuando su amo, Karl, las llama a la hora de comer.

¡Qué extraño espectáculo el de estos bichos de aspecto terrorífico acudiendo en tropel a comer mansamente en la mano del hombre! ¡Y qué extraño que unas bestias cuya única dieta natural está constituida exclusivamente por algas marinas, se hayan acostumbrado, no obstante, al pan, la carne e incluso a los macarrones a la italiana!

Me costaba trabajo creerlo, pese a que lo estaba viendo. Un pacífico gato intentaba disputarles algún trozo de carne, pero las iguanas acudían de un lado y otro, le aturdían y le dejaban en ayunas, pese a la reconocida astucia de los felinos. Un perro dálmata lo observaba todo sin intervenir, escarmentado ya, y el mismo Kari, se las veía y deseaba para atender a aquellos pequeños dragones prehistóricos, ansiosos de comer macarrones, Luego, concluida la pitanza, cada cual volvió a su lugar predilecto a seguir tomando el sol como cualquier lagarto.

Estas iguanas marinas que sólo subsisten aquí, en las Galápagos, habiendo desaparecido de resto de mundo, son de tamaño algo menor que las de tierra, de modo que raras veces sobrepasan el metro de longitud. Como se alimentan de algas, se internan en el mar a buscarlas, preferentemente con la bajada de las mareas, permaneciendo el resto del tiempo tumbadas al sol. Pese a su terrible aspecto, que infunde en principio cierto respeto debido a las púas de su cresta y a sus largas y afiladas garras, resultan totalmente inofensivas. Tienen justa fama de buenas nadadoras, ágiles y escurridizas, y la prueba está en que, a muchas, les falta un pedazo de cola. La han dejado entre las fauces de los tiburones que las consideran uno de sus desayunos predilectos. Son tan rápidas que lo único que puede alcanzar de ellas el veloz tiburón es esa punta de la cola.

Por la particularidad de su dieta, no resultan comestibles, a diferencia de sus congéneres terrestres, que suelen servir de alimento al hombre en muchos países. En las Galápagos abundan de las dos especies aunque en Santa Cruz suelen ser más frecuentes marinas.

Las de tierra, mayores y de un colorido más vivo, son más bonitas — dentro de lo que se puede considerar bonitos a estos animales — Y, sobre todo sus cabezas, coloreadas en pardos, ocres y amarillos, resultan, a veces, extrañamente llamativas. Las de tierra se alimentan con cactos y raíces, aunque pueden comer cualquier cosa y son tan pacíficas que cuando se ofrece un trazo de pan o de naranja vienen a tomarlo de la mano.

Entre sí, sin embargo, y en especial en la época de celo, las iguanas terrestres se muestran muy fieras librando terribles combates en los que emplean tanto las garras como la fuerte dentadura. Las de mar siempre son pacíficas y sumamente gregarias. Tan sólo las hembras aparecen hostiles cuando otra intenta poner huevos cerca de los suyos, cosa que hacen en la arena, no lejos del mar. Los entierran a poca profundidad para que el sol los incube y para que el mar los mantenga húmedos.

Discutí con Argenmeyer la posibilidad de alquilarle su yate y, al fin, llegamos a un acuerdo. Me pedía cuatro y lo dejamos en tres mil pesetas diarias, incluida manutención y los servicios de él y de su único marinero, Roberto. Al día siguiente, estaría en condiciones de hacerse a la mar. Le hablé, luego, de mi recién adquirido amigo, el suizo Michel, que pretendía convertirse en un Robinsón como lo había sido él, y se ofreció a ayudarle en cuanto estuviera en su mano. Su experiencia y sus consejos en aquel tipo de vida podían serle de gran utilidad.

— Si no tiene miedo a desaparecer — dijo—, que se vaya a Floreana. Hay agua abundante, caza y buena pesca. Puede pasarse años sin ver a nadie, porque, si deja en paz a los Wittmer, ellos le dejarán en paz a él. La isla es bonita y férticlass="underline" un verdadero paraíso.

— Pero, ¿y si un día se lo traga la tierra?

— Ése es el riesgo que corre.

— ¿Usted iría?

Se echó a reír y comentó:

— Yo estoy bien aquí. Luego cambió de conversación y me invitó a ver sus cuadros.

La técnica pictórica de Karl es curiosa. No usa pinceles, ni espátula, ni nada que se te parezca. Sólo usa sus fuertes y gruesos dedos, con los que distribuye, a golpes, la pintura aquí y allá. Es una fórmula primitiva y extraña, pero que no deja de dar un llamativo resultado. Abusando de los rojos y de los azules, compone escenas de la vida en las islas, y en sus cuadros abundan las iguanas, las focas y las puestas de sol. Me contó que ha realizado ya varias exposiciones en todo el mundo, vendiendo el total de su producción, y que siempre tiene muchos más encargos de los que puede entregar.

A juzgar por la enorme cantidad de pintura que emplea en cada uno de ellos, no sé si llegará a resultarle un negocio rentable.

Cené con los Argenmeyer; ella es una delicada cocinera y una exquisita dama. Ya bien entrada la noche, tomé nuevamente el bote y, bajo la luz de una hermosa luna, regresé al embarcadero.

Un par de focas — quizá las mismas que me habían acompañado a la ida — me hicieron compañía durante el corto paseo. Luego, en el único bar del pueblo, me tropecé con Michel, el suizo, que tomaba unas copas con los lugareños, intentando saber por ellos qué lugar le convenía más para establecerse.