Le conté lo que me había dicho Argenmeyer y pareció interesarle Floreana, pero los campesinos intervinieron inmediatamente.
— No se le ocurra ir allá — aconsejaron al unísono—. Esa es la isla de «irás y no volverás». Está maldita.
Y te contaron su historia con todo lujo de detalles; la mayoría de ellos, imaginarios y exagerados. Michel permanecía silencioso y pensativo.
— ¿Se ha creído todo eso? — pregunté—. La mayoría son fantasías.
— ¿Por qué no había de creerlo? Los desaparecidos eran gente de carne y hueso, con nombre e identidad, y ya no existen. Algo habrá de verdad.
— Pero no va a decirme que admite que puede existir una isla maldita…
— ¿No ha leído a Melville? Lo que sé de las Galápagos, lo sé a través de él, que estuvo en ellas y las considera Encantadas, capaces de todos los prodigios… Era así como esperaba encontrarlas.
— Han pasado cien años…
— ¿Y qué ha cambiado? Hay un pueblo con unos centenares de habitantes, de habitantes, pero ellos mismos confiesan que ni siquiera conocen lo que esconde su propia isla. Y otras están deshabitadas e incluso inexploradas… ¿por qué no puede ser todo como en los tiempos Melville?
No supe qué responderle. En realidad no recordaba bien el libro de Melville. Tan sólo tenía una vaga idea de que, a mi entender, la descripción que hacía no era demasiado halagadora para el archipiélago, y más bien hubiera servido para quitar al más entusiasta viajero todo deseo de conocerlo. También contenía algunas inexactitudes, como asegurar que existían grandes arañas y serpientes peligrosas, cosas ambas totalmente falsas.
Se lo indiqué a Michel y pareció escandalizarse:
— Estar aquí y no saberse a Melville de memoria es casi un pecado — aseguró — Nadie como él ha descrito estas islas: su paisaje, su ambiente, su misterio… Venga, venga conmigo. Le prestaré el libro.
Le recordé que al día siguiente, me iba, pero insistió en que podía acabarlo en esa noche.
— Es muy corto — indicó—. Y una vez que se ha comenzado, no se puede dejar.
Quieras que no tuve que seguirle hasta su tienda; y allí, del fondo de una maleta, envuelto en plástico, sacó, como si se tratara de un tesoro, un pequeño libro encuadernado en piel. Aparecía muy sobado, como si lo hubiera releído un centenar de veces, y de sus páginas caían hojas de bloc con anotaciones.
Al llegar a mi habitación, me acosté, encendí un cigarrillo y abrí aquella especie de biblia particular del suizo Michel.
Herman Melville. LAS ENCANTADAS [6]
«Tomad unos veinticinco montones de carbonilla, diseminados aquí y allá por un descampado, luego imaginaos que cada uno de ellos se ha agrandado hasta alcanzar el tamaño de una montaña, después imaginad que el descampado es el mar y todo ello os dará una idea del aspecto general de las Islas Encantadas. Un grupo de volcanes extinguidos, antes que islas, que presenta el aspecto que podría ofrecer el mundo después de haber sufrido el castigo de una conflagración.
«No hay duda que ningún otro sitio de la Tierra aventaja a ése en desolación. Cementerios abandonados de otras edades o viejos poblados que se cayeron a pedazos, constituyen espectáculos harto melancólicos, pero, al igual que todo lo asociado con la Humanidad, aún despiertan en nosotros algún efecto, por más triste que sea. Por eso mismo, incluso el mar Muerto, cualesquiera sean las emociones que inspire, no deja de suscitar en el ánimo del viajero cierto placentero sentimiento.
«Los grandes bosques de las regiones nórdicas, los espacios de mares aún no explorados, los llanos helados de Groenlandia, constituyen las más hondas soledades que nos es dado contemplar. Con todo, la magia que emana de la sucesión de mareas y estaciones mitiga el terror que producen y además, aunque sin huéspedes, esos bosques reciben la visita de la primavera. Hasta los más remotos mares reflejan estrellas que nos son familiares, como ocurre en el lago Erie, y en el aire nítido, de un hermoso día polar el hielo ralante y azul adopta tonalidades tan bellas como las de la malaquita.
«Pero la especial maldición, por así decirlo, que pesa sobre las Encantadas y lo que las sitúa, en cuanto a desolación, muy por encima de Idumea y del Polo, es que para ellas no existe la mutabilidad, el cambio de las estaciones, ni el cese de los infortunios. Vecinas del Ecuador, no conocen el otoño ni la primavera; y, reducidas a cenizas, la destrucción no puede proseguir ya su obra demoledora. Las lluvias refrescan los desiertos, pero en estas islas jamás cae la lluvia. Son como las calabazas de Siria que, dejadas secar bajo un sol tórrido, acababan por agrietarse. «Apiadaos de mí — parece clamar el espíritu lastimero de las Encantadas — y enviadme a Uzaro, que puede mojar las yemas de sus dedos en el agua y refrescar mi lengua, pues sufro el tormento de la llama.»
«Otro rasgo de estas islas es que son francamente inhabitables. Se considera como arquetipo de un reino caído que el chacal pudiese guarecerse entre las ruinas de un páramo que fue Babilonia; sin embargo, las Encantadas no sirven siquiera de refugio a las bestias descastadas. El hombre y el lobo huyen de ellas. Tan sólo abundan los reptiles, tortugas, lagartos, inmensas arañas, serpientes y esa singular anomalía de la extraña Naturaleza, la enorme iguana. Ninguna voz, ningún mugido, ningún aullido puede escucharse; aquí, el sonido más característico de la vida es el silbido.
«De la mayoría de aquellas islas en las que se encuentra la vegetación, ésta es más ingrata que los yermos de Atacama. Enmarañados matorrales de metálicos arbustos sin frutos y sin nombres surgen de las profundas grietas de las rocas calcinadas que traicioneramente las ocultan, y también agostados conjuntos de cactos retorcidos.
«En muchos lugares, la costa está limitada por rocas, o más exactamente, por escorias; hundidas masas de materia negruzca o verdosa, semejantes a la escoria de un alto homo, aparecen formando oscuras cavidades y grutas sombrías, aquí y allá, en las que el mar vierte incesantemente una espantosa furia de espuma. Suspendidos sobre ellas, flotan torbellinos de bruma gris y macilenta, surcados por bandadas de pájaros aterradores que intensifican más aún el tenebroso estrépito. Por muy calmado que esté exteriormente el mar, no existe el reposo para estos oleajes ni estas rocas; el embate de las olas no cesa por que el océano exterior esté sosegado. En los días nublados y sofocantes, tan característicos de esta aguas ecuatoriales, esas masas sombrías, vítreas, muchas de las cuales se elevan costa afuera entre blancos remolinos y rompientes en lugares apartados y peligrosos, presentan una visión enteramente plutónica. Sólo en un mundo caído pueden existir semejantes lugares.
«Las partes de la ribera, libres de las señales del fuego, se extienden en anchas playas cubiertas de innumerables conchas, encontrándose aquí y allá pedazos podridos de caña de azúcar, bambúes y cocos, lanzados a este mundo sombrío, tan diferente de las islas encantadoras, pobladas de palmerales, que se hallan al Oeste y al Sur, es decir, por todo el camino que va del Paraíso al Tártaro; pero también asoman algunas veces, mezclados con vestigios de exótica belleza, fragmentos de madera carbonizada y astillas carcomidas de restos de naufragios. Y no ha de causar sorpresa encontrarse con estos despojos si se tienen en cuenta las corrientes contrarias que entrechocan a lo largo de casi todos los anchos canales del archipiélago. La inestabilidad de las corrientes aéreas armoniza con la de las marinas. En ninguna otra parte es el viento tan ligero, tan desconcertante, tan inseguro, ni tan propenso a las enigmáticas calmas, como en las Encantadas. Cerca de un mes tardó un navío para ir de una isla a otra, a pesar de mediar sólo noventa millas entre ellas, pues debido a la fuerza de las corrientes, los botes empleados para el remolque apenas bastaban para impedir que el barco fuera arrojado sobre los acantilados y en nada contribuyeron a acelerar su viaje. A veces, a un navío venido de lejos le es imposible alcanzar el archipiélago, a menos que se hayan tenido muy en cuenta las posibilidades de deriva antes de que se muestre a la vista. Y, sin embargo, otras veces hay una misteriosa succión que atrae irresistiblemente hacia las islas un navío que tiene otro destino.
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La presente versión de