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A mitad de camino en el aire, el chorro desaparece., se evapora, convertido en una nube de minúsculas gotas de agua que, más tarde, vuelven a condensarse abajo, dando nacimiento al Carrao, uno de los muchos afluentes del Caroní, rico también en diamantes.

Conan Doyle situó en esos Tepuis su famosa novela El mundo perdido y, en realidad, no resultaría extraño que algún pequeño animal desconocido en el resto del mundo subsistiera allí, aislado desde que, en la Era Terciaria, los Tepuis se alzaron bruscamente sobre llanura.

Jimmy Ángel, el piloto norteamericano que, en 1936 descubrió el Salto que lleva su nombre, intentó, años más tarde, aterrizar con su avioneta en la cumbre Auyantepuí, y lo consiguió, aun a costa de clavar ruedas en el fango y capotar, dejando allí su avión. Logró descender a pie, pero, poco después murió y fue enterrado muy cerca de su querida catarata. Más tarde, una pareja de aventureros norteamericanos, convencidos de que Jimmy había dejado arriba una auténtica fortuna en diamantes — leyenda que aún corre por la región—, intento también el aterrizaje y también se estrellaron. Los restos de ambos aviones seguían en la cumbre del Tepui y era posible verlos bajo nosotros.

Valverde dio entonces una lección de lo que es pilotar, y tras sobrevolar a muy baja altura el Auyantepuí, se lanzó con su endeble aparato por entre las altas paredes del cañón que se forma en su parte sur, en uno de los vuelos más impresionantes y majestuosos a que he asistido en mi vida. Apenas cien metros separan las paredes, cortadas a cuchillo; y a mil bajo las ruedas, la selva parecía subir hacia nosotros a velocidad de vértigo. Valverde tuvo que reducir el régimen del motor, y éste tosió cuatro o cinco veces como si amenazara pararse. Si un hombre tiene derecho a confesar, a veces, que siente miedo, tengo que admitir que en esos instantes me pareció como si una mano de hierro me atenazara el cuello, el corazón y el estómago.

Nuestra avioneta parecía una hoja de papel sacudida por las fuertes corrientes que circulan Por aquellos precipicios, y no creí que tuviéramos esperanza alguna de salir de allí. Sin embargo, ya muy cerca del suelo, Valverde dio nueva fuerza al motor, enderezó el morro y, al girar a la izquierda y doblar la esquina del farallón, el Salto Ángel apareció frente a nosotros tan cerca y tan alto, que se diría que gotas de agua salpicaban el parabrisas del aparato. Aún ignoro cómo pudimos ascender nuevamente para salir de allí, y lo único que recuerdo fue la sensación de terror — y, al mismo tiempo, de placer — que me produjo aquella especie de gigantesca montaña rusa.

Cuando nos alejábamos, Pedro Valverde sonreía, aunque se le advertía ligeramente pálido. Más tarde confesó que también él sentía ese extraño miedo y atracción por el Cañón del Auyantepuí y que habiéndolo atravesado ya en cuatro ocasiones, estaba convencido de que algún día se estrellaría a sus pies. Luego, señaló, a unos dos kilómetros de distancia, una pequeña planicie sobre la que destacaba el esqueleto de un avión.

— A ésos también les atraía el Cañón — comentó — y allí, fueron a matarse.

Resulta sintomático advertir que, en esas tierras en las que el avión es casi el único medio de transporte, rara es la cabecera o el final de pista en el que no aparece algún resto de aparato, y los dejan allí abandonados, no sé si por pereza, o como advertencia a los pilotos de que algún día acabarán de igual modo.

El Auyantepuí comenzaba a quedar a nuestras espaldas, cuando Valverde señaló un punto en el horizonte, hacia el Sudoeste.

— Allí hay una Misión de franciscanos españoles — dijo—. ¿Le gustaría hacerles una visita?

La idea me pareció simpática, y veinte minutos después aterrizábamos en una altiplanicie de clima fresco, frente a un gran edificio de piedra y un poblado indígena de no más de treinta casas: Kabanayen.

Al bajar, dos frailes acudieron a saludarnos: fray Quintiliano de Zurita, superior de la Misión, y el padre Martín de Armellana.

El primero, un anciano de barba blanca y rostro bondadoso, lleva treinta y dos años en Venezuela, en estas soledades de la Gran Sabana, y nos confesó que su nombre en el mundo era Julio Solorzano Pérez, natural de Zurita, una aldea de Santander cercana a Torrelavega. Del segundo, no recuerdo el lugar de origen; sólo que me pareció muy aficionado a la lectura. Había recogido en un libro una serie de cuentos y leyendas que le habían ido refiriendo los indios de la Misión.

Estos indios que se autodenominan «pemones» son también conocidos por el toponímico de aringotos, kamarakotos y alekuna, aunque ellos prefieren e denominación de «pemones». Son gente pacífica que viven al amparo de la Misión, plantando arroz, criando ganado y cazando lo poco que de caza hay por aquellas latitudes. Cuando pregunté al padre Armellana de que vivían en la Misión, respondió, sin pestañear:

— De puro milagro, hijo mío.

No pude por menos que reírle la salida, aunque, realidad, exageraba. La Misión cuenta con unas quinientas cabezas de ganado, y las plantaciones de arroz son importantes. Su problema estriba en que no existe comunicación por tierra con el resto del mundo, y todo cuanto les llega ha de hacerlo por avión, desde los alimentos más imprescindibles (el azúcar, el aceite, la harina o el café), hasta el cemento con el han levantado la Misión y las viviendas de los indios.

El lugar habitado más cercano es el tristemente célebre penal venezolano de El Dorado, de que últimamente, se ha hablado mucho gracias a la descripción que de él hace Henri Charrière en su obra Papillon.

El Dorado se encuentra a una media hora de vuelo hacia el Norte. Hacia el Sur, sólo existe la inaccesible y desconocida Sierra de Paracaima y las inquietantes cumbres de Roraíma; cumbres y sierra en las que jamás ningún hombre blanco ha puesto el pie, y de las que se asegura son el último refugio de aquellas tribus de mujeres guerreras, «las amazonas», que dieran nombre al gran río que descubrió Orellana.

Daba la coincidencia de Que yo acababa de pasar tres meses recorriendo la selva amazónica desde Guayaquil, en el Pacífico, hasta Belén de Para en el Atlántico, siguiendo paso a paso las huellas de Orellana e intentando averiguar todo lo posible sobre el destino de esas mujeres guerreras. Mis investigaciones me llevaban a la conclusión de que, dos siglos atrás, las últimas amazonas fueron a refugiarse en algún escondido valle de esa Sierra de Paracaima, y quise saber que pensaban de ello los misioneros[1].

— Poca cosa — replicaron—. Llegar hasta la Sierra resulta imposible y, desde luego, no sabemos de nadie que haya logrado explorarla. Las tribus de los alrededores, preferentemente waicas y guaharibos, suelen ser hostiles, y más al interior dicen que hay otras muy peligrosas que no permiten que nadie se aproxime. No podemos asegurar que alguna de ellas está limitada a mujeres, pero resulta improbable, pues alguna noticia habría trascendido hasta nosotros.

— Sin embargo — señalé—, algunos pilotos que han sobrevolado la región, afirman haber entrevisto desde el aire puentes y ciudades de piedra. Al menos, ruinas. Y ustedes saben que, según la tradición, las amazonas eran las únicas que edificaban con piedra.

— Se habla mucho de eso — admitieron mientras alguien no sea capaz de ir allí a comprobarlo pero todo quedará en fantasías. Desgraciadamente, es una región inaccesible y, hoy por hoy no creemos que nadie emprenda esa aventura.

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1

Ver La ruta de Orellana, del mismo autor.