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«Probado está que en una época, casi al igual que hoy, grandes flotas de balleneros corrían, en busca de cetáceos lo que algunos marineros denominan el Terreno Encantado. Pero esto, como ha de ser descrito en otro lugar ocurría a distancia de la gran isla exterior de Albermale lejos del laberinto de las islas menores, donde abunda el espacio marítimo; y he aquí que las observaciones precedentes no son válidas por lo que atañe a este sector, aunque aun allí la corriente embiste a veces con fuerza singular, cambiando también en forma igualmente caprichosa. A decir verdad, hay estaciones en las que las corrientes, sin razón alguna, predominan en zonas extensas del archipiélago y son tan tremendamente fuertes e irregulares como para cambiar el curso de un barco, haciendo inútil su timón, por más que se navegue a un promedio de cuatro o cinco millas por hora, Las diferencias registradas en los cálculos de los navegantes, producidas por estas causas, junto con los ligeros y variables vientos, dieron pábulo a la convicción de que existían dos grupos de islas en el paralelo de las Encantadas, separados ambos por un centenar de leguas. Tal fue la opinión de sus primeros visitantes, los bucaneros; y remontándonos a 1750, hallamos que los mapas de aquella región del Pacífico recogían aquel extraño error.

«La fugacidad e irrealidad aparente en la situación de las islas fue, seguramente, la única razón que movió a los españoles a llamarlas las Encantadas o Archipiélago Encantado.

«Pero sin dejar de prestar atención a su carácter, puesto que se reconoce su existencia, el viajero moderno se inclinará a creer que este nombre que se les otorgó pudiera muy bien haberles sido dispensado por el aire de la mágica desolación que tan característicamente las rodea. Nada puede sugerir mejor el aspecto de cosas antaño vivas cuya lozanía malévolamente convirtióse en cenizas. Estas islas parecen manzanas de Sodoma después de ser afectadas.

«Por incierta que pueda aparecer su posición a causa de las corrientes, estas islas, al menos para quien se sitúa en sus playas, se presentan como invariablemente idénticas: fijas, fundidas, pegadas fuertemente al mismo cuerpo de la cadavérica muerte.

«Este calificativo de Encantadas tampoco parecería fuera de lugar en otro sentido. Si atendemos al singular reptil que habita estas soledades, y cuya presencia da al archipiélago su otro nombre españoclass="underline" Galápagos. La mayoría de los marinos abriga una vieja superstición tan grotesca como espantosa. Creen seriamente que todos los oficiales malvados, y en especial los comodoros y capitanes, se transforman al morir (y, en algunos casos, antes de ello) en tortugas; y moran en adelante sobre estas ardientes arideces únicos señores solitarios de las escorias.

«Sin duda, una concepción tan extraña y tétrica inspirada en sus orígenes por este paisaje, pero, particularmente, quizá, por las tortugas; pues aparte sus rasgos puramente físicos, hay extrañamente algo de autocondenación en la apariencia de estas criaturas. Una perdurable tristeza, un castigo sin esperanza no se han expresado en ninguna otra forma animal de manera tan suplicante; mientras que, por otra parte, la idea de su asombrosa longevidad acentúa esta impresión.

«Aun a riesgo de merecer la acusación de creer absurdamente en encantamientos, no puedo menos de reconocer que todavía hoy, cuando dejo la ciudad populosa para pasar vagabundo los meses de julio y agosto entre los montes Adirondack, lejos de las influencias ciudadanas, y próximo a los misterios de la Naturaleza, cuando me siento sobre la musgosa cima de una profunda garganta boscosa, rodeado de troncos de pinos caídos, y recuerdo como en un sueño mis otros vagabundeos distantes, en el corazón calcinado de las islas mágicas, rememoro los súbitos destellos de los lúgubres caparazones y los largos cuellos lánguidos que sobresalían de los raídos matorrales y entreveo las rocas vítreas del interior, surcadas por profundas señales, labradas por los lentos arrastres de las tortugas durante milenios en busca de charcas con un poco de agua, difícilmente puedo resistir la sensación de que alguna vez he dormido sobre un suelo, de maléfico encantamiento.

«Es más, mi recuerdo se hace tan intenso, o la magia de, mi imaginación es tan avasalladora, que ya no acierto a comprender si realmente soy víctima de una ilusión óptica en lo relativo a las Galápagos. Pues, a menudo, en ambientes de regocijo colectivo, especialmente en las fiestas dadas en las viejas mansiones a la luz de los candelabros, las sombras arrojadas hasta los más apartados rincones de una espaciosa sala cobran apariencia de embrujados y solitarios bosques. Y he llamado la atención de mis compañeros de diversión por mi mirada fija y por mi súbito cambio de semblante, al creer ver surgir lentamente desde esas soledades imaginadas, y arrastrarse torpemente por el piso, el fantasma de una tortuga gigante, con la leyenda «Memento» escrita con letras ardientes sobre el lomo.»

Capítulo XVI

EL BARCO DE LOS MUERTOS

A la mañana siguiente, muy temprano, cuando ya lo tenía todo preparado para la marcha, Argenmeyer me mandó recado con su marinero, Roberto. No podríamos salir ese día; al barco le faltaban detalles de aparejo. Me fui a buscar a Michel, le devolví su libro, y discutiendo sobre él, nos fuimos a desayunar a casa de Cándida. Michel ponía la base de desayuno: un hermoso mero de cinco kilos, y yo cargaba con los gastos de vino y preparación.

Nos encontrábamos en pleno banquete cuando apareció un tipo larguirucho y andrajoso con pinta de extranjero, que, sin pedir permiso, se sentó a nuestra mesa y comenzó a hacemos mil preguntas sobre quiénes éramos, qué hacíamos en las islas y qué planes teníamos para el futuro.

Comenzamos a responder un tanto sorprendidos, cuando apareció Cándida, que estaba en la cocina, y sin encomendarse a nadie, la emprendió con el desconocido, lo zarandeó de mala manera y acabó echándole de allí casi a patadas.

El individuo no protestó, como si aquello fuese lo más natural del mundo, y se alejó, silencioso y cabizbajo. Michel y yo nos mirábamos sin comprender, y Cándida captó esa mirada.

— Es un canalla, un asesino y un ladrón — dijo—. No permitan que se les acerque. No dejen que nadie les vea hablar con él, porque creerán que son sus cómplices y que han venido a llevarse, por fin, el tesoro.

Como advirtió que no teníamos ni idea de lo que estaba hablando, se apresuró a tomar asiento en la silla que había dejado el otro y se inclinó hacia nosotros confidencialmente.

— Es un asesino — comenzó a decir sin más preámbulos — Se llama Harold, o Harnold, o algo así, y llegó hace más de quince años, en compañía de otros dos. Iban a buscar el tesoro de San Salvador. Traían dinero, y contrataron una barca para que les dejara en la isla y cada mes fuera a llevarles agua y víveres. Al cabo de tres meses de estar allí, dijeron a los de la barca que pronto se irían, pues creían estar a punto de dar con el oro. Cuando la barca hizo el viaje siguiente, no quedaba más que Harold, quien contó que sus compañeros se habían ahogado. ¡Los había matado! — concluyó, convencida.