Caía la tarde. El sol comenzaba a ocultarse, allá, muy a lo lejos, y me detuve a pensar que siguiendo su camino, hacia el oeste, sólo existía la inmensidad del mar: millas y millas de océano solitario. Sin duda, esa es la mayor extensión de mar libre que existe. Hasta el momento en que roza las islas Gilbert, la línea equinoccial que ha tocado las Galápagos no vuelve a cruzar por tierra alguna. Son exactamente noventa grados, la cuarta parte del planeta, de pura agua salada.
Y allí, en las Gilbert, en las Fidji, en las Tonga, en tantos y tantos archipiélagos maravillosos que ya tenía casi olvidados, sería el sitio donde habría que enviar a los muertos, en sus piraguas, al paraíso de Taaroa, al Noa-noa del eterno mar siempre apacible, a descansar en paz por el resto de la eternidad[7].
Me venía a la memoria la impresionante ceremonia en que los cuerpos de los guerreros eran confiados al mar a bordo de sus naves, para que el viento las llevase, siguiendo el sol, hacia el paraíso. Y con la última claridad, se encendían las antorchas de la piragua para que el fuego prendiera luego en la estructura del barco. Éste acababa convertido en inmensa pira funeraria que terminaba siendo tragada por las aguas.
Y mientras tanto, el pueblo se agrupaba en otras naves y salía a despedir a los que emprendían el largo camino final. Mientras el barco de los muertos se alejaba, con los timones fijos — guiado por la mano del bondadoso dios Taaroa—, los vivos elevaban al unísono su voz en un canto de despedida que nunca, por tiempo que pase, podré olvidar:
Siempre me gustó esa costumbre de confiar al mar los cuerpos de quienes habían sido en vida gentes de mar, polinesios que sólo conciben la existencia sobre una frágil piragua bailando sobre las olas. Siempre me pareció más hermoso que encerrar esos cuerpos en nichos o dárselos a la tierra para que los convierta en inmundicia.
El mar es limpio, y en el mar, el cadáver sirve de alimento a los peces; da vida a quienes se la dieron durante tanto tiempo; cumple un ciclo, el verdadero ciclo, porque vuelve al mar que es el origen de la vida, y no la tierra. Si todas las tierras del planeta se sumergieran de pronto, el mar continuaría existiendo, inmutable y eterno. Si los océanos se secaran, las tierras morirían.
Me gustaría que, un hermoso anochecer, dentro de muchos, muchos años, colocaran mi cuerpo en una canoa para que pudiera emprender el camino del Oeste, en el callado barco de los muertos.
Taaroa guiaría mis pasos.
Capítulo XVII
LA ORCA DEL FIN DEL MUNDO
Amanecía cuando levamos anclas. La esposa de Argenmeyer nos despedía desde la puerta de su casa. Roberto izaba las velas y yo le ayudaba. Karl se ocupaba del timón.
El barco medía unos diez metros, pero resultaba cómodo, era espacioso y tenía una cabina capaz para cuatro literas y una pequeña cocina. Incluso tenía ducha, que es la mayor comodidad que se puede pedir en estos casos.
Pusimos proa al Este y, luego, al Norte, bordeando la isla. Al mediodía, fondeamos en el canal que separa entre sí las plaza, dos islotes que se alzan a un tiro de piedra de la punta nordeste de Santa Cruz.
El canal era como una inmensa piscina de aguas limpias y tranquilas que permitían ver cómodamente el fondo, a unos diez metros bajo la quilla. Era un lugar hermoso y pintoresco, y hubiera resultado apacible, de no ser por el escándalo que armaban más de mil focas que habitaban en la costa baja de la mayor de las islas.
Nunca había visto una colonia semejante. Había focas de todos los tamaños, desde los grandes machos de más de quinientos kilos, a las diminutas crías recién nacidas, que se arrastraban entre las rocas sin atreverse aún a echarse al mar. La mayoría eran de color oscuro — verde oliva o negro—, pero también abundaban las que se encontraban en el tiempo de muda de la piel, y presentaban entonces un color marrón claro.
Echamos al mar el pequeño bote auxiliar para saltar a tierra. Inmediatamente, nos rodearon cinco o seis focas que se aproximaban casi hasta tocarnos y sacaban la cabeza del agua, queriendo asomarse para ver lo que llevábamos en la embarcación. Ladraban y hacían gracias, como si cada una de aquel millar de bestias estuviera amaestrada y formara parte de la troupe de un circo.
Saltar del bote a las rocas fue un problema. Existía una especie de diminuto espigón, pero se encontraba ocupado por dos hembras que dormían al sol y que se molestaron mucho cuando tuvieron que apartarse para dejamos paso. El jefe de la familia se enfadó; era un macho de más de dos metros de largo y enormes colmillos, que se encontraba en esos momentos en el agua, y que sacó la cabeza gritándonos algo que quería decir, sin duda, que dejáramos en paz a sus esposas.
Pronto pude advertir que toda la costa se encontraba claramente dividida en «territorios», de no mas de quince metros de longitud, y en cada uno de ellos reinaba un macho con su corte de hembras y crías. Cada uno de aquellos monarcas defendía celosamente sus posesiones y no permitía que ningún otro cruzara sus fronteras no sólo en tierra, sino incluso en las aguas cercanas, allí donde retozaban las hembras o las crías.
Esta colonia de focas de las islas Plaza, formaban parte — como todas las que había visto hasta el presente — de la especie más común en el archipiélago, tan numerosa, que los nativos se quejan de que les destrozan las redes. Su abundancia se debe a que su piel no es apreciada en peletería por ser basta y de largos pelos. No han sido nunca molestadas, a diferencia de una segunda especie, limitada ya a las islas de Fernandina e Isabela. De piel suave y preciosa, han sido muy perseguidas a causa de ella, de modo que, en la actualidad, no quedan en el archipiélago más que unos cuatro mil ejemplares, muy localizados los rincones más solitarios. Tal vez la rigurosa prohibición que existe de matarlas permita su rápida recuperación.
Sobre las luchas de los machos por la conservación de sus territorios y la posesión de sus esposas, así como sobre la vida en general de leones o elefantes marinos, no creo que exista nada mejor que la descripción que de todo ello hace en su libro, Au Seuil de L'Antartiqne, R. Jeanneclass="underline"
«Siempre inquieto, el «bajá» o jefe de tribu — la foca macho — que se ha formado un harén con su grupo escogido de hembras, no aparta la vista de los merodeadores que lo espían. Al menor movimiento de aproximación de cualquiera de ellos, levanta la cabeza y empieza a rugir. Al hacerlo, proyecta la cabeza hacia delante con la boca abierta y la trompa hinchada, la cual le da un terrible aspecto. Si el merodeador es un «soltero» de pequeña talla, toma buena nota de la advertencia y se retira; pero si tiene la edad y el peso necesarios como para confiar en sus fuerzas, se precipita contra el «bajá» y lo desafía a singular combate. Furioso, el macho se abalanza contra el usurpador sin temor alguno. Carga en línea recta, la cabeza alta, levantándose sobre seis miembros anteriores cuya palma apoya en el suelo, ondulando su enorme cuerpo con el esfuerzo de la reptación. Cara a cara los dos adversarios, no es raro que uno de ellos emprenda la huida, pero si ésta no se produce, empieza la lucha. Los dos rivales levantan la cabeza cuanto pueden y dejan caer todo su peso contra el adversario, intentando herir con los caninos superiores… La mayor parte de las heridas las infieren en la cabeza o en los lados del cuello, aunque también pueden resultar ojos reventados o trompas desgarradas…