«Después de su victoria, el «bajá» no se atreve a dejar el harén, y así, sólo persigue al vencido durante unos pocos metros, dando la vuelta rápidamente para acercarse de nuevo a sus hembras. Puede considerarse afortunado si durante la lucha algún astuto «soltero» no ha aprovechado el desorden para llevarse alguna hembra, lo cual le obliga a lanzarse contra el nuevo intruso.
«Cuando, después de la lucha, el macho vuelve al harén, se empareja con sus hembras inmediatamente, siendo capaz de cubrir a cierto número de ellas, una a continuación de otra. Para acoplarse, el macho abraza a la hembra con uno de sus remos, la atrae hacia sí, tendido de lado, y la toma, mordiéndole en el cuello… Las hembras aceptan en el harén a cuantos machos se presentan sin demostrar fidelidad a su «baja». Entre ellas son muy batalladoras y luchan de igual modo que lo hacen los machos, aunque sin levantar tanto la cabeza. Las hembras vírgenes se reconocen porque no tienen heridas en el cuello y son más pequeñas. Es evidente que ninguna hembra escapa a la fecundación, ya que hay demasiados machos desaparejados en las playas.»
En Galápagos, los machos derrotados, ya viejos y que no se encuentran con ánimos de iniciar nuevas luchas por la posesión de un harén se retiran a los acantilados posteriores de la mayor de las islas Plaza, donde viven, solitarios y amargados, hasta que les llega la muerte.
Se vuelven entonces malhumorados y furiosos, no permiten que nadie se les acerque y cuando intenté fotografiar de cerca a uno de ellos, se me echó encima profiriendo grandes gritos y haciendo gestos amenazadores.
Cerca de él aparecía el enorme cadáver de otro macho viejo, y cada, roca que sobresalía estaba ocupado por uno de ellos. Aunque la altura en caída libre hasta el mar superaba los treinta metros, me aseguraba Karl que, en ocasiones, los había visto lanzarse desde allí al agua. Una vez conseguida la comida volvían a subir arrastrándose trabajosamente desde el trabajos otro lado de la isla, a lo largo de más de dos kilómetros de empinada cuesta.
Producía tristeza ver aquellos animales de media tonelada de peso reptando jadeantes hasta la cima su retiro, aquel alto acantilado desde el que contemplaban durante horas y días el ancho mar que había significado toda su vida. Era como penetrar en un santuario, en un asilo de ancianos abandonados, en un a un cementerio de seres vivos.
Ese mismo acantilado se encontraba habitado, al mismo tiempo, por la más increíble variedad de aves marinas que pueda imaginarse. Por su número, destacaban las llamadas «gaviotas de cola de golondrina», especie propia de las Galápagos, fácilmente reconocible por los círculos rojos de sus ojos. Anidaban en las cornisas de los acantilados, depositando los huevos sobre la roca sin formar nido de ninguna especie. Cuando me aproximaba demasiado a ellas, se limitaban a chillar desaforadamente, abriendo mucho el pico con gesto amenazador, y echaban a volar trazando círculos sobre mi cabeza. Algunas incluso llegaban a querer posárseme encima, y tenía que espantarlas, aunque no parecía que tuvieran intención de hacerme daño. También abundaban los alcatraces, rabihorcados y palomas de las Galápagos, pero no pude ver allí ni un solo albatros. Lo abrupto de terreno no les proporciona las amplias pistas de aterrizaje que precisan para sus despegues y tomas de tierra.
El suelo de las Plaza, volcánico como el de todas las islas, aparece salpicado de cactos de pequeño tamaño que sirven de alimento a la gran cantidad de iguanas de tierra que pululan por doquier y que acuden a comer a la mano del extraño, pese a que no están — como las de Argenmeyer — acostumbradas a la presencia humana.
Lo más llamativo, quizá, de las Plaza, es la increíble alfombra de mil colores que forman unos matojos bajos y resecos, que surgiendo de fisuras que se producen entre la lava, se extienden luego en una superficie de cuatro o cinco metros cuadrados, combinando los colores rojizos de uno con el violeta, el amarillo o el verde del siguiente. Como al fondo destaca el azul intenso del mar, en conjunto y, contempladas desde su cumbre, las Plaza semejan un inmenso tapiz diseñado por un caprichoso artista.
Desde las plaza pusimos proa al canal que separa el norte de la isla de Santa Cruz, de la de Baltra o Seymur. A unas cuatro millas, pasado el canal, se abre — en la misma Santa Cruz — una inmensa bahía de aguas poco profundas. Más que bahía, es, en realidad, un gran manglar por el que miles de canales de no más de un metro de hondo se adentran en tierra. Éste es refugio predilecto de tiburones y gigantescas tortugas de mar que acuden a centenares, especialmente en época de celo.
Era tan escasa el agua, que a la mayoría de los tiburones les sobresalía la aleta dorsal. Debíamos andar con sumo cuidado, pues el único medio de penetrar en el manglar era utilizando el frágil bote auxiliar del yate, y cualquiera de aquellos grandes animales podía hacerlo zozobrar de un coletazo. Caerse al agua en semejante lugar era como lanzar un filete de vaca en una perrera municipal.
Resultaba curioso ver a las grandes tortugas marinas acoplándose. Había docenas de parejas que parecían pasar dificultades para conseguir su objetivo, ya que debían mantener las cabezas fuera de la superficie para respirar. No daba la impresión de que a las hembras les agradara demasiado todo aquello, y los machos tenían que morderlas fuertemente para que aceptaran su presencia. En torno a cada hembra rondaban siempre dos o tres machos, amén del que se encontraba con ella en esos momentos. Me hubiera interesado estudiar más detenidamente las costumbres de estos extraños animales, pero la noche se nos echaba encima rápidamente y no podíamos permitimos el lujo de extraviarnos en la oscuridad en aquel laberinto de manglares.
Aquella noche, fondeamos en el canal — quieto como una balsa—, y muy temprano pusimos rumbo a San Salvador, la isla de los tesoros.
Poco hay que ver en ella, ya que es un desierto deshabitado y desconocido, excepción hecha de la maravillosa bahía de Sullivan, que forma con su vecina, la diminuta isla de San Bartolomé. En la cumbre de San Bartolomé pudimos subir a la cueva que servía de refugio y puesto de vigilancia a los piratas que escondían sus naves en la bahía. Se asegura que esa cueva servía también para dejarse mensajes unos a otros. Hoy en día, es costumbre que los escasos viajeros que pasan por aquí escriban, a su vez un mensaje.
En el costado norte de San Bartolomé, se abre una de las playas más bellas del mundo, donde resulta posible bañarse en compañía de un par de familias pacíficas focas juguetonas. Una de las mayores diversiones de estas focas es lanzarse a toda velocidad hacia el bañista que está de pie con el agua a la cintura, y pasar como una flecha por entre sus abiertas piernas. Para quien desconoce esa extraña manía, el susto suele ser de muerte. Luego, ya todo se convierte en broma.
Bordeando San Salvador por su costa sur, fondeamos en una pequeña ensenada en la que Argenmeyer me aseguró que podría encontrar abundancia de corales. Me sumergí en un fondo de unos quince metros y lo que vi me impresionó; era como el juego de pintores que se hubieran vuelto locos, y que manchados aquí y allá con rojos, ocres, verdes, amarillos y violetas, hubieran contribuido a formar un cuadro deslumbrante.