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La pared cercana aparecía atravesada por infinidad de túneles que filtraban la luz o se escondían en penumbras; en general, el rojo predominaba sobre los restantes colores, cuya variedad, repito, resultaba infinita.

Abundaban las madréporas, que convertían el conjunto en un gran jardín, y entre ellas sobresalían las meandrinas, que semejan al cerebro de un hombre; los alcionarios en formas de hojas lobuladas, y las inclinadas láminas amarillentas de los corales de fuego, que queman al tocarlos.

Había también otros en forma de estrella, no mayores que un botón y algunos como setas, con el sombrero del tamaño de un plato. Y todos tenían su color particular o su dibujo típico que lo diferenciaba de cuantos le rodeaban y, no obstante, formaban con ellos un conjunto armónico.

Y por todas partes, esponjas de mil formas, colores y tamaños; briozoos y mariposas de mar que se agitaban como relámpagos, peces-rana y escorpenas de espantoso aspecto; erizos de mar, peces-arco iris y luna; lirios de mar, verdes y anaranjados; peces-barbero con estiletes como bisturíes…

Cruzó un pez aguja, parecido a un caballito de mar, feo como si llevara una máscara, y con una bolsa en el vientre en la que guarda a sus hijos. Luego, me llamó la atención una exuberante flor que descansaba sobre un coral. Me aproximé y me miró con sus fríos y tranquilos ojos. No tenía miedo de mí porque era un «pez de fuego» que, con la sinancia y la escorpena, forman el trío de los peces de roca que jamás se inquietan porque saben de la increíble potencia de su veneno.

Todo el universo, en fin, de los arrecifes, pululaba en torno mío, sueño de cualquier pescador submarino; sueño, también, de quien quisiera contentarse, tan sólo, con ver y estudiar en paz la vida submarina.

Argenmeyer me contaba que, unos meses atrás, había pasado una temporada en el archipiélago Jacques Ives Cousteau con su barco y su tripulación de exploraciones oceanográficas. Había quedado maravillado de cuanto encontró en el fondo de aquellos mares increíbles.

Y es que en ningún otro lugar del mundo puede darse — como se da aquí — el hecho de estar bañándose en aguas tibias, contemplando a una colonia de peces auténticamente tropicales, y que aparezca de pronto, irrumpiendo como un tren en marcha, una foca, una iguana marina o un pingüino.

Es absurdo, y, sin embargo, ocurre.

A los pingüinos, pudimos verlos al día siguiente en las costas de Isabela. Animales de los hielos, llegaron al archipiélago empujados por la corriente de Humboldt, al igual que los leones marinos, y aquí se quedaron. Con el tiempo, han evolucionado ligeramente, y son más pequeños y débiles que sus congéneres de los polos, pero no parecen desgraciados por ello. Viven en paz en Fernandina e Isabela; tienen abundancia de alimento y nadie les molesta. Se calcula que existen unos mil quinientos ejemplares; con las actuales leyes de protección, irán aumentando de número poco a poco. Resulta cómico y curioso verlos caminar tan serios, con sus fracs de gala, sobre las rocas de lava negra o las amarillas playas caldeadas por el sol. La clásica imagen del pingüino y el hielo pierde aquí todo su valor, y causan tanta sorpresa como ver un camello paseándose por el polo.

Los días transcurrieron sin grandes novedades.

El tiempo, claro; el mar, en calma; la temperatura, primaveral.

Un auténtico crucero de recreo por un país de fantasía. Días de pesca, de baños, de sol. De bajar a tierra, a ver más animales; algunos, extraños, como los cormoranes de Isabela, que no vuelan. Pertenecen a la misma especie que se encuentra en otras de las islas y en las costas del Perú, pero es tanta la riqueza piscícola de las aguas vecinas, que, poco a poco, perdieron la costumbre de adentrarse en el mar a buscar su alimento. Les basta con echarse al agua, bajar al fondo y coger un pez. Con el tiempo y la falta de uso, las alas dejaron de serles de utilidad, se les atrofiaron y hoy parecen las de un pingüino.

Isabela no tiene mucho que ver. Es la mayor pero quizá, la más fea de las islas. La coronan cinco volcanes y la habita una próspera colonia de campesinos que viven del café, del maíz, de la caña de azúcar, de la pesca y del ganado salvaje que pulula por todas partes. A mi modo de ver, y si no fuera por los pingüinos, las focas o las tortugas, Isabela podría pertenecer a cualquier otro archipiélago volcánico del mundo. Le falta la personalidad de Hood, Floreana, Santa Cruz o las Plaza. Salvo Tagus-Cove, Punta Espinosa, o el estrecho Bolívar que la separa de Fernandina, no tiene mucho que ver, y si he de ser sincero, hasta cierto punto me desilusionó.

Al cabo de unos días, emprendimos el regreso a Santa Cruz, para ir a fondear, a media tarde, en el canal que le separa de Baltra, y donde habíamos pasado ya una noche. Me sentía apenado.

Al día siguiente, un avión me devolvería al continente, a la civilización, a los automóviles y a la contaminación atmosférica.

En el transcurso de aquellos días, había perdido la noción de que todo eso existiese, de que hubiese en el mundo ciudades donde millones de personas se amontonaban luchando por la subsistencia.

Tenía que regresar, y me dolía. Pensé en Marie-Claire, que me esperaba desde hacía tanto tiempo, y me sentía reconfortado. Por muy lejos que fuera, por mucho que buscara, en ningún lugar encontraría nada que pudiera comparársele. Quizá la solución estaba en ir a buscarla y traerla aquí, que era el paisaje que la correspondía: hermoso, sereno, solitario.

Sentí deseos de sumergirme por última vez, hacer una última visita a los mil habitantes de los arrecifes, y me lancé al agua. Nadé hacia la costa, distante unos cien metros, y me dediqué a estudiar, como siempre, la vida de aquel complejo mundo.

De pronto, oí un grito. Aún no sé por qué, alcé el rostro y miré hacia el barco. En cubierta, Karl hacía desesperados gestos de que saliera del agua y gritaba algo que no entendí. No tuve tiempo ni de pensar siquiera, a menos de diez metros se alzaba el acantilado, me precipité hacia él y trepé como pude a una roca mientras continuaba oyendo los gritos de Karl y Roberto. Cuando me creí a salvo, me volví: algo que parecía un tren se me echaba encima. Era negro, reluciente, mediría unos doce metros de longitud, y una alta aleta en forma de cimitarra le sobresalía del lomo. A menos de cuatro metros, sacó la inmensa cabezota del agua, lanzó al aire un chorro de espuma, y me observó con unos ojillos brillantes y malignos. Distinguí una mancha blanca que destacaba en su lomo, y el miedo estuvo a punto de hacerme caer de la roca.

¡Era una orca!

La orca, la asesina de ballenas, la devoradora de focas. El monstruo más sanguinario y terrible de los mares, capaz de atacar las barcas de pesca, hacerlas volcar y después tragarse de un solo bocado a sus ocupantes.

Una orca que me miraba fijamente, como estudiando sus posibilidades de mover la roca sobre la que me encontraba para hacerme caer al agua, como suele hacer con los témpanos de hielo y los esquimales del polo.

— ¡No te muevas! ¡No te muevas! — gritaba Karl.

Al fin, el animal se alejó, y diez minutos después, con infinitas precauciones, Roberto vino a buscarme con el bote.

— Puedes jurar que hoy has vuelto a nacer, muchacho — fue lo primero que dijo—. Has vuelto a nacer… Nunca, nunca en mi vida vi una orca tan cerca de tierra, ni soñé que pudieran llegar hasta aquí. Seguramente, andaba a la caza de focas, y si no la vemos a tiempo, te hubiera engullido como una aceituna… ¡Diablos!

¡Diablos, sí! A veces, aún se me aparece en pesadillas. En estos trece años he corrido mucho mundo y he pasado mucho miedo. Pero nunca, nada puede compararse a aquello.

Morir es una cosa. Acabar devorado vivo por una orca, otra muy distinta.

A la mañana siguiente, muy temprano, levamos anclas y fuimos a fondear al pequeño Puerto que el Ejército americano había construido casi treinta años atrás en Baltra.