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Pasamos el resto de la mañana con los misioneros de Kabanayen, que nos atendieron de un modo encantador; emprendimos el vuelo para cruzar de nuevo junto al Auyantepuí y el Salto Ángel, que ya aparecía cubierto por la bruma, y aterrizar en uno de los más bellos rincones del mundo: Canaima.

Las cataratas y la laguna de Canaima constituyen, en mi opinión, lo más parecido al paraíso que pueda hallarse sobre la faz de la Tierra.

Arena blanca, aguas limpias y ni rastro de animales peligrosos; clima agradable y altas palmeras moriche que se inclinan sobre el agua como para dar sombra al bañista. Es, sin duda, el lugar del mundo en el que un día me gustaría hacerme una casa para quedarme a vivir en ella para siempre.

A lo lejos, más allá de los dos saltos, el «Hacha» y el «Sapo», se distingue, apenas recortada, la silueta de Auyantepuí; y aseguran que, en días muy claros, puede verse la espuma del Salto Ángel. Alrededor, praderas, algunos árboles, interminables hileras de palmeras, y una soledad y un silencio majestuosos.

No me gusta recorrer la Guayana sin detenerme al menos unas horas en Canaima, y cuando tengo que marcharme, siento algo semejante a lo que debió de sentir Adán cuando lo expulsaron del paraíso.

Reemprendimos el vuelo, y al poco rato alcanzamos el hidroavión de unos buscadores de diamantes que se dirigían, como nosotros, a San Salvador de Paúl. Un cuarto de hora después, aterrizábamos en la magnífica pista de tierra que cinco mil mineros, trabajando desinteresadamente, habían construido en un solo día. No les quedó otro remedio; el aire es el único camino que puede unir San Salvador de Paúl con e resto del mundo y por él llega, a base de un puente aéreo de veinticinco aviones diarios, todo cuanto la ciudad necesita, desde el pan y la carne, a los picos, las palas y la sal.

Apenas detenida la avioneta en la cabecera de pista, nos rodeó la Guardia Nacional. Querían asegura de que ni una sola gota de licor, ni la más inocente cerveza, entrara en el campamento minero. El alcohol está rigurosamente prohibido en Paúl; por experiencia se sabe que es la bebida la que provoca los grandes conflictos en estos lugares.

En menos de dos semanas, Paúl — apenas tres cabañas perdidas en la Gran Sabana — se había convertido en una ciudad de más de diez mil habitantes enloquecidos por la fiebre del oro y del diamante; infestada de aventureros, buscadores, mujerzuelas, contrabandistas y joyeros: un mundo en el que el alcohol no podía hacer más que aumentar los muchos conflictos que ya surgían de por sí. La Policía y el Ejército procuraban, por tanto, que en la ciudad — que contaba en el momento de nuestra llegada con casi quince mil habitantes — no pudiera encontrarse más que refrescos o café. Las escasas bebidas alcohólicas que los contrabandistas conseguían introducir de matute alcanzaban precios tan astronómicos que resultaba imposible emborracharse, a no ser que se estuviese dispuesto a consumir en un día el trabajo de una semana.

Convencidos de que no llevábamos licor a bordo, nos preguntaron si veníamos como buscadores, para proporcionarnos el correspondiente permiso que nos daba derecho a diez cuadrados de la zona del yacimiento, al sur del pueblo. En estos yacimientos libres o de «libre aprovechamiento», tales permisos no pueden negársele a nadie, venezolano o extranjero, hombre o mujer, y cada minero elige su parcela por orden de llegada.

Al responder que nuestra visita se debía a simple curiosidad y a deseos de volver a ver a viejos amigos, el teniente de la Guardia Nacional, un acho joven, José Alí Hernández, se brindó a prestarnos su ayuda, y mandó llamar a un sargento que parecía conocer a la mayor parte de los buscadores profesionales.

Cuando pregunté al sargento por el Catire Sebastián, o Tomás el Negro, agitó la cabeza negativamente. Al Catire nunca lo había conocido ni sabía de él, y en cuanto a Tomás, hacía un año que había aparecido muerto, flotando en las aguas del río La Paragua.

Pese a que hacía muchos años que nada sabía de él e imaginaba que cualquier día tendría que acabar así, me impresionó el final de Tomás el Negro. Siempre me pareció un personaje extraordinario al que me había unido una gran amistad y al que admiraba en cierto modo, pese a que muchos podrían pensar que era un pobre vagabundo analfabeto.

Para cualquier ser humano, adentrarse en la más inhóspita de las selvas, desafiar los rápidos, padecer mil plagas enfrentarse a los jaguares y a las grandes serpientes, estar siempre a merced de las pequeñas y venenosas víboras, o al alcance de la «araña-mona» y de la «hormiga-veinticuatro» constituiría la más portentosa de las aventuras, la más increíble de las pesadillas, la menos envidiable de las vidas y un tormento que tan sólo podría afrontarse ante la seguridad de una fortuna. Pero, para Tomás el Negro, todo eso no era más que una forma de existencia, la única que conocía, y a la que estaba acostumbrado desde siempre, sin sentirse capaz de cambiarla por otra. Había nacido en un campamento diamantífero, a orillas de ese río, La Paragua, en el que encontró la muerte, y jamás conoció otra actividad que no fuera «ir a la busca» y regresar rico para una larga temporada o más pobre que nunca. Su madre había sido rondadora de campamentos, y su padre, cualquiera de los mineros que le habían precedido por los caminos del bosque o del río; pero él no se sentía ofendido ni molesto por ello.

La mayoría de los que habían sido niños con él pertenecían a la misma clase. Cuando fue mayor, los mineros que crecieron con él seguían siendo los mismos, y los que llegaban de fuera sólo eran aventureros a los que casi siempre se podía acusar de algo bastante más serio que no tener padre conocido.

Por otra parte, para ofender a Tomás el Negro había otros métodos; pero, fueran cuales fueran, los que le conocían procuraban no ponerlos en práctica, pues era cosa sabida en la Guayana que Tomás tenía el «machete alegre», y que con él en la mano, era capaz de auténticas diabluras.

El machete de Tomás aparecía siempre limpio, pulido y afilado, como sí se dispusiera a emple1arlo para comer. Y contaban las historias — ¡tantas historias corren por los campamentos! — que esa arma había desempeñado un papel importante en alguna que otra muerte, y que también era culpable de que al ruso Cantalejo le faltasen tres dedos, aunque el ruso jamás se pronunció en uno u otro sentido.

Esa historia se remontaba a años atrás cuando siendo todavía un muchacho, Tomás se fuera con ruso el ruso a «la busca», regresando a los tres días, malhumorado y sin diamantes, y el otro, con tres dedos menos. Malas lenguas aseguraban que, por aquel tiempo el Cantalejo tenía extraños gustos y aficiones desde entonces, se le pasaron.

Fuera como fuese, lo cierto es que Tomás el Negro estaba considerado como poco amigo de bromas y merecedor de un prudente respeto, lo cual no es raro, puesto que, en el mundo de los diamanteros, el que no logra hacerse respetar tiene que buscar rápidamente otros horizontes.

Desde que nació, Tomás no había sabido de otra ley que la de cada cual, ni otra forma de hacerla cumplir que la fuerza, y a eso se atenía. Los hombres libres de policía la Guayana, los mineros de la selva, no quieren saber nada de la Policía, Ejército o Justicia como la entendemos las demás mortales. Por su parte, la Policía, el Ejército y la Justicia se muestran más que satisfechos de no tener que tratar con semejante clase de individuos, la mayoría de los cuales suele tener el «machete alegre» o el revólver pronto.

San Salvador de Paúl constituye un caso aparte, ya que la importancia del yacimiento lo convirtió en una auténtica ciudad en poco tiempo; pero, normalmente, cuchillo, revólver y rifle constituyen una parte muy importante en la vida de los buscadores. En los primeros tiempos que pasé con ellos años atrás, raras veces me separé de mi automática, aunque en mi caso no resultaba necesario, ya que mi amistad con Tomás el Negro alejaba cualquier peligro y hacía desistir a quien tuviera intención de buscar camorra.[2]

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Ver Al sur del Caribe, del mismo autor.