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La razón de que Tomás el Negro se interesara por mi amistad es lo que le convertía en un personaje curioso que habré de recordar por mucho tiempo que pase. Le gustaban los sonidos y para él eran la parte más importante de su existencia, y su gran desgracia estribaba, al parecer en que habiendo nacido y crecido en la selva, llegó un momento en que conocía uno por uno y hasta el hastío cuantos sonidos eran capaces de producir la espesura y sus oradores.

Al decirle yo que la selva siempre reservaba sorpresas, me respondió:

— Eso te lo parece a ti y a todos los que vienen de fuera. Pero, para los que hemos nacido aquí, no las tiene, y resulta monótona.

De aquí que a Tomás el Negro le gustara estar conmigo y oírme hablar. Los demás mineros, los habitantes del campamento, tenían, según él, un vocabulario muy reducido — semejante al suyo — y ya lo conocía. Le interesaban palabras nuevas que le parecieran hermosas por sí mismas aunque le tuviera sin cuidado lo que pudieran significar.

Porque, eso sí, para Tomás, las palabras eran buenas o malas no por lo que representaban, sino por lo que a él le pareciese. «Albóndiga» y «autónoma» le hacían cerrar el puño y soltar un «¡Caray!» entusiasmado, mientras que «patria», «progreso» y «civilización» le dejaban indiferente.

Ese amor a las palabras, a los sonidos e incluso a los ruidos de toda clase, era lo que hacía que no se separase nunca de su radio, un transistor que resultaba del todo incongruente en aquel extraño mundo de la selva y de la busca.

El día en que Tomás el Negro vio y oyó una radio por primera vez, quedó maravillado, y me contaba que, desde ese momento, todo su esfuerzo se centró en conseguir una; y no paró hasta que se la trajeron — por un precio astronómico — desde Caracas. A menudo, cuando trabajaba en el lecho del río paleando el cascajo en el cual buscaban los diamantes, la radio colgaba de una rama próxima lanzando al aire más chillidos y carraspeos que sonidos articulados. A cientos de kilómetros del punto civilizado más próximo, en el confín de la Guayana y bajo los inmensos árboles de la selva, pocas veces lograba captarse con claridad una emisora, pero eso parecía traerle sin cuidado al Negro. Él escuchaba con atención y, de tanto en tanto, alzaba la cabeza y sonreía:

— ¿No lo has oído? Estoy seguro de que ha dicho, «Copacabana». ¡Caray!

Había pasado mucho tiempo en la selva con Tomás el Negro. Él me enseñó a buscar los diamantes en los recodos de los ríos, a distinguir los principales ruidos de la espesura y a cazar con trampa. Y yo, en compensación, le hablaba y le hablaba, tratando de recordar altisonantes palabras que nunca empleé antes y que a menudo, carecían, de significado. Ahora, al enterarme de que había muerto, intenté hacer un esfuerzo y recordar cuáles eran las palabras que más desataban su entusiasmo.

¡Albóndiga!

¡Caray!

Capítulo III

DIAMANTES

La calle principal o Calle Mayor de Paúl estaba formada por casuchas de madera y cinc en las que se sucedían los almacenes, las tabernas que ofrecían comidas y bebidas no alcohólicas las casas sospechosas ante cuyas puertas se lucían las «buscadoras de buscadores de diamantes» las tiendas de compradores que se disputaban las piedras encontradas cada día, y por último, los cines. Cines, sí, porque aunque parezca mentira en aquella ciudad que no tenía más que Cinco meses de vida y estaba condenada a desaparecer, existían ya diez salas de cine que no eran, en realidad, más que simples barracones al aire libre.

Y por aquella calle, con sus grandes «surucas», sus palas y sus cubos al hombro, cruzaban los mineros, hombres y mujeres, jóvenes y viejos y los compradores les llamaban al pasar, intentando quedarse cada uno de ellos con el fruto que hubiese dado la mina en el transcurso de la jornada.

En sus tres primeras semanas de existencia, San Salvador rindió unos setenta millones de pesetas en diamantes, y aunque cuando yo llegué la producción había descendido mucho, aún le resultaba fácil a un buen minero obtener un jornal de diez mil pesetas diarias. Se calculaba que si continuaba la avalancha de gente, el yacimiento quedaría agotado rápidamente.

Las piedras que se encontraban no solían ser ni demasiado grandes, ni de excesiva calidad, pese a lo cual, a menudo aparecían buenos diamantes de más de doce quilates. El precio normal del quilate en la mina o en las tiendas de la Calle Mayor variaba entre las cinco o las seis mil pesetas, aunque debía tenerse en cuenta que esas piedras necesitaban luego ser talladas.

Al final de la calle comenzaba el «yacimiento», que no era, en realidad, más que una llanura de arena blanca y fangosa, en la que resultaba fácil hundirse hasta la pantorrilla. Los «cortes» en que los mineros trabajaban extrayendo el cascajo sucedían a los montículos de material de desecho y con su color blanco intenso, el conjunto resultaba extraño y se diría que semejante a las fotos de la Luna.

Los buscadores se afanaban incansablemente y, por lo general, trabajaban en grupos. Mientras unos llenaban los cubos de cascajo, otros los transportaban y el último los lavaba en pequeñas piscinas que habían construido al efecto. Utilizaban para ese lavado grandes cedazos redondos llamados «surucas», superpuestos entre sí en número que variaba de tres a cinco, y que iban del más ancho, que dejaba pasar las piedras del tamaño de un garbanzo, al más fino, que tan solo podía atravesar la arena.

El buscador hacía descender — con ayuda del agua — al cascajo de uno a otro cedazo, y a cada nuevo pase, sus experimentados ojos advertían de inmediato si lo que quedaba en la «suruca» era una piedra buena o una simple material de desecho. De tanto en tanto, su atención aumentaba, rebuscaba con los dedos, y acababa alzándose con un pequeño diamante que mostraba a sus compañeros.

En realidad, era una tarea agotadora; trabajaban desde que amanecía hasta el anochecer bajo un sol implacable; un sol tan sólo concebible para quien conozca a fondo esta Guayana de Venezuela.

¿Merecía la pena?

Resulta difícil dar una opinión. Conocí en Paúl a mineros que, en cinco meses, habían ganado más un millón de pesetas; pero también es cierto que muchos de ellos yacían bajo tierra, y bajaron a ella sin un centavo.

Las fiebres, la fatiga, los insectos y las serpientes solían acabar pronto con las más fuertes constituciones; t si a ello se une una pésima alimentación y una vida desordenada, se comprenderá por qué nunca se haya sabido de ningún buscador que haya salido de la Guayana con dinero en el bolsillo.

En realidad a San Salvador de Paúl no podía considerársela un típico campamento de buscadores de diamantes. Lo era, en efecto, pero demasiado grande, demasiado espectacular. La importancia de la «bomba» o yacimiento corrió de tal forma por el país alcanzó tal notoriedad, que acudieron a aquellas tierras gentes que antes nunca habían soñado siquiera con dedicar su vida a la persecución de una fortuna en diamantes.

Estudiantes obreros, oficinistas, incluso amas de casa, habían dejado su Caracas de origen para tomar un avión y lanzarse, sin más experiencia ni más bagaje que su entusiasmo, a la hipotética aventura de encontrar en Paúl un diamante que les hiciera ricos para siempre.

Por ello, su crecimiento fue monstruoso, todo se desorbitó y llegó un momento en Ejército de la Guardia Nacional tuvo necesidad de intervenir. Era imposible que allí imperara, como en otros campamentos, la Ley de «los hombres libres».