Выбрать главу

Normalmente los buscadores suelen ser nativos de la región, hijos de otros buscadores a aventureros llegados desde los más lejanos rincones del mundo. Durante los tiempos de mi primera estancia, abundaban en la Guayana nazis fugitivos que intentaban esconderse de nadie sabía qué persecuciones, así como evadidos del penal francés de Cayena, pues Venezuela había adoptado la actitud de permitir a tales evadidos vivir en libertad en su territorio, siempre que no atravesaran el río Oricono hacia el Norte.

Todo eso hasta, quizá, para indicar qué clase de gente se encontraba en los pequeños yacimientos de las orillas de los ríos y qué recuerdos me habían quedado de ellos.

Ahora, sin embargo, me encontraba con un Paúl sin borrachos, sin aventureros, sin asesinos o ex convictos, en el que pululaban estudiantes de Medicina, empleados de Banco u obreros de la construcción. Era, en verdad, un campamento de buscadores un tanto especial.

Esto no quiere decir que en Paúl no estuvieran también todos los aventureros, nazis o evadidos propios de la Guayana. La importancia de yacimiento les había atraído también, pero su presencia era menos notoria, puesto que se esforzaban por pasar inadvertidos a las fuerzas del Ejército y de la Policía.

Dediqué parte del tiempo que pasé en San Salvador a intentar localizar a el Catire Sebastián y, al final, di con una mujeruca que le conocía.

— Se quedó allá abajo, en El Merey. No quiso venir. Dijo que esto era mucho «relajo» para él.

Conociendo como conocía a el Catire, no me sorprendió, pues aunque era uno de esos seres que han nacido para rodar eternamente, para no encontrar su lugar en la vida y contemplarlo todo con aire escéptico, la gente, en especial las aglomeraciones, le molestaban. Para él, las quince mil personas de Paúl constituirían tanta aglomeración como los diez millones de Nueva York o los tres de Madrid.

Nunca pude llegar a saber dónde había nacido ni cuándo. Podía ser español, aunque el cabello rubio que le daba su apodo de Catire era demasiado rubio, y sus ojos azules, que siempre estaban ausentes, demasiado azules. Hablaba castellano correctamente, con un ligero acento criollo que le venía dado, sin duda, por los años pasados en Venezuela, pero, como también su francés y su inglés eran correctos, no sabia uno a qué atenerse.

El Catire era residuo de alguna guerra, y eso es algo que ni él negaba, ni hubiera podido hacerlo, porque se adivinaba con sólo verle. Su antebrazo izquierdo presentaba una enorme cicatriz y le costaba cierto esfuerzo mover esa mano, que en los días que amenazaba lluvia le dolía intensamente. Sin embargo, cuando hablaba de la guerra — cosa que no solía hacer con frecuencia — nunca se refería a nada concreto, y no daba el menor detalle del frente en que estuvo ni de en qué lado. Tan sólo decía, los «nuestros» o «los otros», para relatar algún episodio, y como nadie le preguntaba quiénes eran los «nuestros» y quiénes los «otros». Tampoco lo hice yo. Me pareció que existía un tácito entendimiento de que si él no lo decía, no debía preguntárselo y, posiblemente, tampoco hubiera obtenido respuesta.

Lo importante en el Catire era lo que decía y cómo lo decía. Tumbado en su hamaca, a la puerta cabaña y con el sombrero puesto sobre los ojo que atenuase el brillo del sol, casi siempre era el centro de las tertulias de los mineros estaban dedicados a la busca, no tenían más entretenimiento que emborracharse, jugar a las cartas o ir a dar conversación a Sebastián.

De él, nunca supe cuándo iba a «la busca», cuando bajaba al río, o se adentraba en la selva, pues parecía dividir su vida en tres etapas: dormitar con el sombrero totalmente echado sobre la cara; levantarlo un poco para observar — a veces con un solo ojo — a los que le hablaban; y bajar la mano hasta la botella de ron que descansaba a su lado, para llevársela a los labios.

Algunos días, con una fusta, intentaba inútilmente alcanzar a un chucho callejero que tenía la fea costumbre de venir a lamer el cuello de la botella y nunca pude averiguar si lo que le gustaba al perro era el ron o el deporte de esquivar la fusta cosa no muy difícil, porque el Catire no se esforzaba gran cosa, y, desde luego, no cambiaba nunca de posición.

Por todo esto se podía pensar que el Catire Sebastián era un vago. Tal vez sí, pero no llegué a convencerme de ello parecía más bien un hombre que había perdido el interés por todo; que no esperaba nada de nadie, y que se había dejado vencer por la modorra del trópico, por el clima, incapaz siquiera del esfuerzo que significaría ir a buscar su revólver para pegarse un tiro.

Además, tenía su vida. Una vida que no debería ser, probablemente, más que recuerdos de otra que pasó; pero, al fin y al cabo, existen seres para los que los recuerdos siempre son mucho más importantes mucho más hermosos, mucho más dignos de ser vividos que la realidad.

Pasó tiempo antes de que pudiera saber algo de Sebastián y lo que supe llegó a sorprenderme. Casi increíble en un hombre como él, resultó en extremo religioso, y eso era lo último que podía esperarse de quien andaba mezclado con toda aquella ralea de buscadores, aventureros, ladrones mujerzuelas, tramposos y fugitivos de la justicia.

Debe quedar bien sentado, sin embargo, que la clase de religiosidad de el Catire distaba mucho de parecer la de un beato, aunque se hallaba, eso sí, firmemente asentada.

Había algo en esa fe que llamaba la atención y probablemente se debía a los extraños razonamientos que hacía sobre ella y las conclusiones a que llegaba.

Un día en que nos encontrábamos solos — él, inevitablemente tumbado a la puerta de su cabaña—, me confesó:

— ¿Sabes? Tan sólo hay una cosa, un atributo del que me gustaría que Dios careciera, el que no se le ha que negado nunca: la Eternidad. Creo que un Dios que supiese que algún día iba a morir, comprendería mejor a los hombres.

Le miré, estupefacto. No supe qué responder, y prosiguió:

— No hablo de un Ser Supremo que pueda ser Completamente destruido, sino de uno que evolucionara hacia una especie de fin, que fuera, en realidad, una transformación, del mismo modo que nosotros nos transformaremos para pasar a ser sólo espíritu. La eterna inmovilidad, el ser siempre lo mismo durante siglos y siglos, es algo que me aterroriza. En mí, y en Dios.

Capítulo IV

VENEZUELA

Al único que encontré en Paúl fue a un minero medio loco llamado el Ruso — que no tenía nada que ver con el Ruso Cantalejo al que Tomás el Negro había cortado los dedos años atrás. Éste era ahora dueño de un tabernucho de refrescos y comidas, sito junto al yacimiento. De los primeros en llegar, había escogido su parcela de modo que pudiera trabajarla y atender a su negocio al mismo tiempo. No más de cincuenta metros separaban una de otro y, en una ocasión, unos buscadores peor situados habían querido comprarle la taberna con el único fin de buscar diamantes bajo ella.

A el Ruso lo recordaba bien, pues había intentado venderme una espada española del siglo XVI que aseguraba haber encontrado aguas arriba del Caroní, cerca ya de la Sierra de Paracaima. Eso significaba que, allá por el mil quinientos, hubo un español que perdió su espada en una región a la que ahora apenas se llega con la ayuda de avionetas.

Encontré a el Ruso cansado y envejecido. Se había pasado los cuatro últimos años en el penal de El Dorado, y eso acaba con cualquiera. Se le acusó de haber matado a un comprador de diamantes y de haberle robado luego sus piedras, y le cayó una condena como para no soñar en salir nunca del presidio. por fortuna, se descubrió después que, si bien era cierto que mató a aquel hombre en una discusión, no fue él quien le robó, y gracias a eso le pusieron en libertad.