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Le pregunté cómo tenía ánimos para continuar en la Guayana después de tantos problemas y de lo agotado que se veía, y se encogió de hombros —

— ¿Dónde quieres que vaya — dijo — Fui de los que primeros en llegar aquí, a Paúl, cuando comenzó a «sonar», que había «música» de diamantes. En estos cinco meses he ganado setenta mil bolívares… En ningún lugar sacaría tanto.

— ¿De qué te sirve si te lo gastas como los ganas? — repliqué — Te vas a matar en la mina y nunca tendrás nada.

— Ahora, sí — aseguró, convencido — Tengo el «botiquín» — el tabernucho — y estoy ahorrando. Si continuo con la «buena» podré comprarme una avioneta.

— ¿Una avioneta? — pregunté, asombrado — ¿Y para qué quieres tú una avioneta?

— Para montar una empresa de transportes, aquí, en la Gran Sabana. Conozco esta región y sé que su futuro está en los aviones.

— ¿Sabes pilotar?

— No, pero aprenderé.

— ¿A tu edad?

— Tengo cuarenta y un años.

Le miré, sorprendido. A quien le preguntasen, juraría que pasaba de los sesenta. Aun así, me constaba que no se quitaba años; la selva, la mina y El Dorado podían transformar a un joven en un anciano.

Le pedí que me contase cosas sobre El Dorado, pero negó con un movimiento de cabeza y comentó:

— Aquello es un infierno, muchacho. Prefiero olvidarlo.

No insistí, resultaba inútil, Y me limité a pasar el resto del día con él, en su parcela del yacimiento, en la que, por cierto, no encontró nada en toda la tarde.

— Esto empieza a agotarse — comentó de regreso al tabernucho, que, además, era su vivienda—. Si hay alguien que me lo compre bien todo, me largo hacia el Sur.

— Al Sur ya no queda más que Paracaima — dije — ¿Entrarás en ella?

— No estoy tan loco — respondió—. Los salvaje esos montes son mala gente. Pero, cerca, corre un riachuelo que siempre lleva alguna piedra… Tengo que reunir dinero para comprar la avioneta.

Le dejé con esa ilusión. A estas alturas, tal vez la tenga ya, porque en la Guayana se puede ganar el dinero con rapidez. O tal vez esté muerto, porque también se muere con rapidez.

En cuanto a mí, regresé a Caracas, vía puerto Ordaz, tras despedirme de Pedro Valverde. Sentí no acercarme hasta Tucupita, donde tenía un buen amigo, Frank García-Sucre, compañero de juergas en los años juveniles de Madrid.

En Caracas, el general Ravart se alegró de que me gustara el lugar escogido y me prometió que, la semana siguiente, presentaría el proyecto de la «Operación Arca de Noé» al presidente Rafael Caldera.

Me hubiera quedado hasta entonces, pero en aquellos días hubo, una vez más, agitación en la Universidad Central de Caracas, el Ejército tuvo que intervenir, y el presidente estaba demasiado ocupado para preocuparse de los animales africanos.

En realidad, el problema estudiantil no llegó a adquirir importancia, y el general Ravart pudo — pocos días después de mi marcha — mantener su entrevista con el presidente y obtener su aprobación para el proyecto.

Afortunadamente, y pese a esas esporádicas algaradas estudiantiles, Venezuela constituye hoy, con sus doce años de ininterrumpida democracia, un claro ejemplo de que los países hispánicos pueden, pese a todas las opiniones en contra, gobernarse dentro de los límites de la justicia y de la democracia, e incluso pueden cambiar de ideas políticas sin que ello origine un problema.

En unos tiempos en los que la mayoría de sus vecinos — Argentina, Brasil, Paraguay, Bolivia, Perú y Panamá — han caído, una vez más, bajo los totalitarios sistemas militaristas que parecían desterrados, al fin, del continente, el país del petróleo — tanto más en peligro cuanto más rico — se esfuerza, y en ese esfuerzo interviene la voluntad de todos sus habitantes por conservar los sistemas de Gobierno elegidos por votación popular.

Nadie, ni el más optimista observador, podía creer, años atrás, que un país del hemisferio sobreviviese a doce años democráticos, máximo, cuando en el ínterin había de darse un traspaso de poderes entre enemigos políticos y, no obstante, en Venezuela ocurrió. Y no debemos olvidar que Venezuela sufrió con anterioridad las peores dictaduras conocidas — Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez-Jiménez — y conserva, por tanto, una honda tradición dictatorial, así como un número una nada despreciable de «ultras» que aún recuerdan con nostalgia «los dorados años del querido general».

«Ser venezolano es una profesión» se decía en un tiempo; pero aquellos tiempos ya pasaron. Eran los años de la inmigración en masa, cuando Venezuela adquirió una tasa de desarrollo casi increíble; cuando a ella acudieron gentes de todo el mundo a las que las guerras o la desgracia habían dejado sin patria, sin fortuna o sin esperanzas.

Se convirtió en la Tierra prometida para millones de seres humanos, y lo cierto es que la promesa se cumplió para bastantes, pese a la oposición de los mismos venezolanos.

Hay muchas clases de venezolanos, con muy diferentes formas de pensar, y poco tiene en común un llanero con un negro margariteño, pero más quizá en cualquier otro lugar de Hispanoamérica, más quizá que en cualquier rincón del mundo, el venezolano es casi por exclusividad el capitalino. Caracas absorbe y anula el resto de la nación, y ninguna otra ciudad le hace sombra, ni existe nada comparable a ella.

Los llaneros son hombres duros cetrinos, pensativos apegados a su tierra — seca o empantanada según la época del año—, que viven por y para ella y su ganado; hablan poco y permanecen al margen de la vida representativa de la nación. Están en el llano, y el llano está en Venezuela; aman al llano y, por lo tanto, aman a Venezuela. Pero tal vez, si su llano perteneciese a la zona brasileña o colombiana, también amarían a cualquiera de esos dos países.

Estos llaneros constituyen una pincelada de austeridad y firmeza en el carácter venezolano, del mismo modo que los negros de la costa ponen una nota de colorido y los indios de la selva guayanesa, de exotismo o primitivismo. Pero, en el fondo, todo ello más que un complemento a la personalidad de los habitantes de Venezuela; personalidad que, como digo, se ve centrada, absorbida por completo, por de ser de los caraqueños.

Éstos, por su parte, son, ante todo, rabiosamente nacionalistas, y aunque el nacionalismo a ultranza, por lo general, un distintivo común a todos los hispanoamericanos, en los venezolanos se puede advertir que lo tienen, más que como un orgullo, como una diferenciación.

Para el venezolano, ser venezolano no es tan sólo poseer una nacionalidad determinada, sino, sobre todo, distinguirse de cuantos en su país son extraños, advenedizos, «musiús». En eso, la inmigración influyó de forma decisiva en el carácter del criollo. Este, acostumbrado a una vida plácida y casi provinciana, se vio invadido de pronto por una masa de gentes desesperadas que llegaban de sus tierras, deseosos de abrirse camino — un camino lo más amplio posible — y, por tanto, el criollo se encontró súbitamente arrollado y casi desplazado por aquellos que, no teniendo nada, deseaban mucho.

Italianos, portugueses, españoles, alemanes, eslavos, incluso árabes, judíos y turcos acudieron con las manos vacías, dispuestos a trabajar por nada; a veces, tan sólo por la comida; dispuestos a quitarles el puesto a los que lo tenían, y a hacer el mismo trabajo por la mitad, por la décima parte del precio.

Oleada tras oleada, llegaron los hombres arrojados por la Europa en guerra; pero los criollos no estaban preparados para semejante invasión y fueron sintiéndose, primero, desconcertados, más tarde, irritados, y, al fin, furiosos de tal modo, que para protegerse a sí mismos, para hacer frente a los que eran más fuertes, tuvieron que crear su «venezolanismo», esa mezcla de desprecio, rencor y miedo que durante años fue un arma o un sistema, y que después, al retirarse la marea humana, quedó como una costumbre.