Son muchos los que le acusan de haber hecho eso por incapacidad o por no sentirse lo suficientemente firmes como para mantener sus puestos ante los extraños — más laboriosos o astutos—, pero, en el fondo, no se les puede cargar con la responsabilidad. No era culpa suya que el mundo estuviera en guerra; de que hubiese millones de hambrientos y de que éstos quisieran aprovechar, fuera como fuera, la oportunidad que se les brindaba.
Todo acabó, sin embargo, bruscamente. El fenómeno de la inmigración, del desarrollo monstruoso, murió el 23 de enero de 1958, con la caída del dictador Pérez-Jiménez. A partir de ese momento, la masa venezolana de más baja extracción, que odiaba a los extraños y les culpaba — erróneamente — de mantener el régimen de fuerza, se ensañó, casi impunemente, con los que consideraba intrusos.
Fueron tiempos difíciles en los que por todas partes se escuchaban insultos a los «musiús» e incluso se les perseguía, dándose casos de asaltos y asesinatos, sin que la Policía interviniera. Se creó una extraña psicosis que fue rápidamente aprovechada por hampones y políticos, sin que el Gobierno que siguió a Pérez- Jiménez, la Junta Militar de Larrazábal, hiciese nada por evitarlo. Esta Junta se consideraba, ante todo, popular aunque fuera, en realidad, «populachera», y convirtió el «pan y circo» en «pan y emigrantes», y consiguiendo que, al fin, éstos se sintieran demasiado en peligro e iniciasen el regreso a sus lugares de origen. Fue el más desesperado y tétrico éxodo de que se tiene noticia, y muchos perdieron de golpe su nueva patria, su hogar y sus años de esfuerzo.
Más tarde, una ley cerró definitivamente las puertas de Venezuela a la inmigración, y ése fue, sin duda, el mayor error que se haya cometido nunca en este país. Está demostrado, y se demostrará hasta la saciedad, que las naciones americanas — incluso Estados Unidos — necesitan la inmigración para llevar a cabo su desarrollo, y que sin ella, están perdidas. Hay que tener en cuenta que la mayoría de estas Repúblicas son más extensas que cualquier país europeo, y se encuentran poco y mal pobladas. Pero, mucho más importe que la densidad, es el hecho de que carecen de una población adulta preparada. Se calcula que Hisponamérica cuenta con casi un 60 % de población «no hábil», y ponerla en condiciones cuesta muy caro. No hay técnicos, ni artesanos, ni nadie capaz de enseñar, hasta el punto de ser necesario importar obreros especializados para que hagan de maestros. Han tenido que traerlos pagando un precio muy alto, cuando, antes, esa misma gente venía por su cuenta, enseñaba a cuantos estaban a su alrededor, y creaban puestos trabajo, ya que montaban talleres, pequeñas fábricas e incluso grandes empresas.
La masa popular criolla, mal aconsejada, y con la falta de sentido común de los semianalfabetos, estaba convencida de que, cuando los emigrantes se fueran, todo lo que les pertenecía pasaría a sus manos; pero se encontraron que, aunque así fuera, no sabían qué hacer con ello. Les faltaba espíritu, preparación: es decir, todo lo que el inmigrante desplazado de su país había traído consigo. El venezolano que servía estaba colocado — y bien — con o sin extraños. Las leyes les protegían en tiempos de Pérez-Jiménez, e incluso se exigía un tanto por ciento de naturales del país en las nóminas; así, pues, todo el que sabía hacer algo tenía su puesto.
Quedaban sin trabajo los que no eran capaces de hacer ni aprender nada. Éstos continúan exactamente igual, y lo que ahora ocurre es que — al cesar muchas empresas de los que regresaron a sus países — gran parte de los que tenían trabajo se quedaron sin él. Eso ha dado lugar a que el paro haya aumentado notablemente en el país, a la par que ha descendido el nivel de vida.
Sin embargo, y eso resulta sintomático, existe al mismo tiempo una increíble demanda de mano de obra especializada, y un buen técnico, un mecánico o un contable recibe sumas que parecen fabulosas desde nuestro punto de vista. No hace mucho, la empresa constructora de Guri se vio en la necesidad de importar de Italia a trescientos carpinteros encofradores, pagándoles a precio de oro. Muchos de ellos eran emigrantes que se habían tenido que ir en 1958.
Capítulo V
EL PARAISO DE LAS DROGAS
En poco menos de una hora, el avión me llevó desde el aeropuerto Maiquetia al de Isla Verde, en San Juan de puerto Rico. Allí, tuve que soportar las siempre fastidiosas preguntas y los minuciosos registros de las autoridades norteamericanas, que se ocupan — la mayoría de ellas sin hablar una palabra de español — de atender el servicio de Aduanas puertorriqueño.
Como se sabe, la isla tiene un extraño régimen, llamado de «Estado Libre Asociado», con derecho a elegir su propio gobernador y a que sus ciudadanos tengan pasaporte americano, pero con la obligación — entre muchas otras — de permitir que los norteamericanos se ocupen de su Ejército, de su política Exterior y de sus Aduanas.
Era ya de noche cuando llegué al hoteclass="underline" el pequeño «Da Vinci», discreto y acogedor, aunque se encuentre situado en pleno Condado, incrustado entre esos otros inmensos hoteles para turistas americanos, en los que alguna vez me había hospedado ya, y que aborrezco. Éste, que había descubierto años atrás, tiene la ventaja de ofrecer una aceptable cocina italiana y no contar con sala de juego. Además, su precio se encuentra bastante alejado de esos 35 ó 40 dólares diarios que se paga en los hoteles grandes sólo por dormir.
Puerto Rico es, hoy por hoy, uno de los lugares más caros del mundo, y ello se debe a la invasión de turistas norteamericanos, que, sin dinero suficiente para viajar a Europa o descender hasta Sudamérica, buscan aquí exotismo, playas y mujeres distintas, a la par que buscan, sobre todo, el juego, las drogas y la prostitución.
Porque, desgraciadamente, San Juan de Puerto Rico se ha convertido en la actualidad en una de las ciudades más corrompidas del mundo, peor, quizá, de lo que fuera La Habana anterior a Fidel Castro.
Cuando con la caída de Fulgencio Batista, La Habana dejó de ser el burdel de Norteamérica, los mismos cubanos que la habían convertido en eso y los norteamericanos que les apoyaban, fijaron sus ojos en Puerto Rico. Se puede asegurar que, en diez años, han logrado sus objetivos a la perfección.
En los grandes hoteles del Condado, las prostitutas ejercen su comercio en el mismo hall o en el bar, y muchas se encuentran hospedadas en habitaciones que los conserjes y botones se apresuran a indicar a los clientes. También en cada uno de esos hoteles abre sus puertas una sala de juego con ruleta, «black-jack» y dados, que constituye el auténtico negocio del hotel, pues no existe ninguno de los grandes que pueda subsistir sin juego.
Recuerdo que, hace unos siete años, un grupo de gángsters norteamericanos montaron el precioso «Hotel Ponce de León», pero sus negocios sucios en el juego fueron tan escandalosos que se les obligó a cerrar la sala. Eso hizo que, automáticamente el hotel se convirtiera en un negocio ruinoso, hasta el punto de que tuvieron que venderlo a la cadena Hilton, que, cambiándole el nombre, lo convirtió en «San Jerónimo» y pudo abrirlo de nuevo con sala de juego.
Tener una ruleta o una mesa de «black-jack» en la propia casa es una tentación difícil de vencer, y por más que en mis anteriores viajes me esforzara por jugar, recuerdo que, cuando regresaba al hotel — fuera la hora que fuese—, siempre me sentía atraído por probar la suerte una sola vez antes de irme a la cama. Y ese tentar la suerte acababa siempre en una perdida de cien dólares. De ahí que, entre otras razones, hubiera optado por mudarme al pequeño «Da Vinci».
Pero, más que en ese ambiente de juego o de prostitución, es en el de las drogas donde se advierte el proceso de desmoralización por el que está pasando la sociedad puertorriqueña. Recientes estadísticas han demostrado, que así como existe un adicto a las drogas entre cada 3.500 habitantes de los Estados Unidos, y uno por cada 700 en la ciudad de Nueva York, existe, al menos, uno por cada 250 en Puerto Rico, lo que le convierte en el primer consumidor de drogas mundial.