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– Buenas noches, señorita. ¿En dónde le gustaría sentarse? -inquirió y miró con admiración los hermosos rasgos y el cabello de Bliss, a pesar de que intentaba conservar su reserva profesional.

– Donde me senté anoche -contestó Bliss sin pensar y estuvo a punto de recordarle el sitio, cuando el hombre la condujo a la mesa correcta-. Gracias -sonrió antes de tomar la minuta.

– Buenas noches, señorita -saludó otra persona y Bliss se dio cuenta de que se trataba del señor Videla.

– Buenas noches -contestó con calidez. La noche anterior, había pasado una hora agradable charlando con él y su esposa en el recibidor del hotel. Bliss todavía le sonreía con amabilidad, cuando en ese momento entró en el restaurante un hombre como de treinta y cinco años. Este se acercó a la mesa de Bliss, quien reconoció de inmediato que había algo aristocrático y autoritario en su actitud. Cuando el extraño estuvo cerca de su mesa, el señor Videla, un hombre de casi treinta años, preguntó:

– ¿Tiene alguna objeción para que yo comparta su mesa, señorita?

– Claro que no -Bliss sonrió al oír la rebuscada fraseología. Escuchó que el desconocido de cabello oscuro rezongaba con desprecio, y notó que sus ojos, color gris acero, la miraban con frialdad inimaginable.

Bliss dejó de sonreír y el extraño prosiguió su camino, arrogante, mientras el señor Videla tomaba asiento. Bliss de pronto adivinó a qué se debió ese gruñido de desprecio. Sin importar cuál era la nacionalidad del hombre de los ojos grises, una cosa era segura… ese extraño sabía inglés. Así, al oír que el señor Videla le preguntaba si podía sentarse con ella, asumió que éste estaba tratando de seducirla. Y era claro que, al oír su respuesta, el hombre asumió que a Bliss no le importaba coquetear en público con los hombres.

Bliss tuvo deseos de levantarse y de acercarse a ese cerdo arrogante, para preguntarle quién demonios creía que era para mirarla con desdén. Sin embargo, por el rabillo del ojo descubrió que ese hombre se sentaba bastante lejos, así que decidió que no se rebajaría de ese modo. En vez de eso, siguió charlando con el señor Videla y le preguntó cómo estaba su hijo, un niño de tres años que había sido operado del oído en Lima.

– Está sanando bien, pero hoy lloró mucho -sonrió el señor Videla.

– Lo lamento.

– Manco quiere ir a casa, pero es imposible y le está haciendo la vida difícil a su madre -confesó-. Y esa es razón por la que mi esposa no… puede ni quiere aparecerse hoy en el restaurante.

– ¿Ella también ha estado llorando? -adivinó Bliss, compasiva.

– Mi esposa es muy valiente -comentó el señor Videla con orgullo-. No fue sino hasta que dejamos a Manco en el hospital que mostró que estaba destrozada… ha estado llorando desde que lo dejamos hasta hace media hora. Ahora está dormida.

Bliss mostró simpatía genuina por el niño y esa pareja. Mientras ordenaban la cena, charlaron acerca de varias cosas. Cuando terminaron de cenar, se dispusieron a levantarse al mismo tiempo.

A Bliss le agradó mucho tener la compañía del señor Videla, así que sonrió al tomar su bolso. Sin embargo, su sonrisa desapareció al ver los ojos gris acero del hombre que la había mirado con desdén antes. A pesar de que éste estaba del otro lado de la habitación, Bliss sé dio cuenta de que su expresión era igual de fría. Era obvio que pensaba que, ahora que ya había cenado con un hombre a quien nunca antes había visto, Bliss estaba a punto de acostarse con él. “Bueno, pues que piense lo que quiera”, se dijo la chica con enojo. Tomó su bolso y, junto con el señor Videla, salió del restaurante.

Al llegar a los ascensores, se despidió del señor Videla y subió a su habitación. Pronto se olvidó de él y del desconocido de los ojos grises, al pensar en lo que había planeado para el día siguiente.

Bliss despertó temprano a la mañana siguiente, pues quería visitar la tumba Real Mochica, de mil quinientos años de antigüedad, recientemente descubierta. Estaba a unos seiscientos kilómetros de Lima y se decía que tenía más oro que la tumba de Tutankamón. Bliss tomó un avión para llegar allá, aunque sabía que bastantes piezas de oro estaban en Alemania para ser restauradas. Sin embargo, tenía la esperanza de ver algo interesante. Al bajar del avión, tomó un auto para recorrer el trayecto más pesado al sitio arqueológico de Moche. Además, cerca, en Lambayeque, podría ver las reliquias de la tumba del Señor de Sipán.

Todas las personas con quienes Bliss se encontró ese día fueron muy amables. Después de pasar tanto tiempo en las ruinas, que se extendían a lo largo de dos acres, Bliss casi perdió el avión de regreso. Llegó a Lima con los ojos brillantes por la alegría y la emoción.

Todavía estaba contenta cuando se puso un vestido rojo que hacía resaltar su cabellera, y bajó a cenar.

Por primera vez, con tantas maravillas en su mente, extrañó la compañía de alguien con quien charlar. Le habría encantado discutir el descubrimiento de la tumba del sacerdote guerrero con alguien a quien también le apasionara la arqueología.

Pero no hubo nadie, ni siquiera el señor Videla. Ni siquiera él… el hombre de los ojos de color gris acero. ¡Claro que ella jamás querría charlar con él!

Conteniendo el impulso de llamar por teléfono a su hermana, Bliss terminó su solitaria cena y pensó que tal vez los Videla ya no estarían en el hotel. Quizá, con suerte, él tampoco estaría ya. Sin embargo, la prueba de que los Videla seguían hospedados allí apareció cuando Bliss se encontró con el señor Videla y su esposa en la recepción del hotel.

– Hola -los saludó con una sonrisa y, al verlos tan contentos, se aventuró a añadir-: Parecen estar alegres.

– Lo estamos -sonrió la señora-. Manco saldrá del hospital mañana y entonces podremos volver a casa.

– ¡Qué espléndida noticia! -comentó Bliss y charló con ellos durante unos minutos antes de despedirse.

Mientras la señora Videla se dirigía a las tiendas del hotel para buscar un regalo para su hijo, Bliss se acercó a los ascensores. En ese momento, supo que el hombre de la helada mirada continuaba hospedado en el hotel, y en ese momento también, el señor Videla se acercó de nuevo para preguntarle:

– ¿Disfrutó de las ruinas de Sipán hoy?

– ¡Oh, sí! -exclamó Bliss con entusiasmo y sus ojos brillaron de inmediato… hasta que notó la gélida mirada del hombre que escogió ese preciso instante para pasar a su lado y escucharlos. Sus miradas se encontraron y Bliss lo miró con desdén a su vez-. Pero no me deje comentarle nada al respecto, porque de lo contrario las tiendas cerrarán antes deque yo haya terminado de relatarle mis impresiones.

Al día siguiente, Bliss fue a visitar más ruinas. Esta vez no tuvo que viajar tan lejos, porque el trayecto era sólo de quince kilómetros y pudo hacerlo en taxi. Fue a otro sitio recientemente descubierto también, el sitio arqueológico de El Paraíso, que databa de dos mil años antes de Cristo. Los expertos aún no sabían si considerarlo como arquitectura sagrada o doméstica.

Bliss volvió al hotel pensando que si los expertos aún no lo sabían a ciencia cierta, entonces ella tampoco podía dar su opinión.

Fue a cenar y supo que ya no vería a los Videla. Sería agradable si tampoco lo viera a él. Y no tenía idea de por qué el hombre de la mirada de hielo había sido clasificado por su mente como él, pero lo olvidó al pedir su comida, pues tenía mucha hambre.

Al salir del comedor, de nuevo se resistió a la tentación de llamar a su hermana y fue a una tienda donde vendían tarjetas postales. Escogió algunas para mandarlas a Inglaterra.

Ya se dirigía al área de los ascensores mientras contemplaba la postal de un tumi de oro y turquesa, el cuchillo ceremonial, cuando de pronto chocó contra alguien.