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– Seguramente era Asáfiev. No lo noté. Todos tenían mascarillas de gasa.

– Pero si no le tienes confianza a Asáfiev. Hoy mismo, por la mañana, dijiste que él era un cirujano de dispensarios.

– ¿Cuándo dije eso?

– Cuando desayunábamos. Antes de que llegara por ti el automóvil.

Tenía la plena convicción de que no había desayunado con Galia. Por la mañana estuve en casa y no tengo ningún automóvil. Empero, ¿para qué discutir si todo esto es un sueño?

– ¿Qué fue lo que te sucedió? -inquirió ella.

– Debilidad. Vértigo. Pérdida de la memoria.

– ¿Y ahora?

– ¿Qué ahora? ¿Estás hablando de Oleg?

– ¡No, no de Oleg, de ti!

Su respuesta me sorprendió: ¿cómo había adquirido tal insensibilidad? Preguntar por mi salud cuando Oleg está tendido en la mesa de operaciones.

– Mi memoria está completamente atrofiada -respondí colérico-. Lo olvidé todo: el lugar donde estuve por la mañana y donde estoy ahora, tu existencia y la mía, y el porqué soy cirujano si tiemblo sólo al mirar el bisturí.

El auricular calló.

– ¿Estás escuchando? -indagué.

– Ahora mismo voy al hospital -dijo resuelta y colgó.

¡Qué venga! ¿No es lo mismo el cuándo, el dónde y el por qué? Si todos los sueños son ilógicos, ¿por qué poseo la facultad de razonar en éste?

Mi resolución de huir, que estaba madurando desde el momento en que abandoné la sala de operaciones, se agigantó. "Dejaré aquí, por educación, una nota y me iré" decidí.

En la primera página de la libreta que descansaba en la mesa encima de unos papeles, leí el siguiente texto tipográfico: "Doctor en Medicina, profesor Grómov Serguéi Nikoláevich".

Esto me trajo a la memoria la hoja de mi libreta, donde mi supuesto Hide escribió aquella nota secreta, misteriosa; pero indicadora, y que resultó ser una llave para la solución del problema. Naturalmente, yo todavía no había resuelto el enigma; sin embargo, la llave ya estaba dentro del candado. ¿Y si no es un sueño? -había dicho Zargarián-. ¿Y si soy para el Doctor en Medicina Grómov S. N. exactamente el mismo invisible agresor que fue para mí Hide? ¿No debería seguir su ejemplo y escribir otra nota indicadora?

Y escribí en la libreta del profesor:

"Somos «gemelos», a pesar de vivir en dos mundos diferentes y quizás en diferentes tiempos. Por desgracia, nuestro «encuentro» ocurrió durante la operación. No pude terminarla, pues en mi mundo tengo otra profesión. Busque, en Moscú, a dos científicos: Nikodímov y Zargarián. Ellos, posiblemente, le podrán explicar lo que le sucedió en el hospital".

Sin releer lo escrito, me dirigí a la puerta con un solo deseo: "adonde sea, pero lejos de esta aventura diabólica a lo Hoffmann". Y, antes de que tuviese tiempo de abrir la puerta, entró Lena. Estaba vestida de blanco con el gorro pero sin mascarilla. Di un paso atrás y, con el mismo temblor en la voz que aquellos que me interrogaron, inquirí:

– Bueno, ¿qué ocurrió?

Casi no había envejecido. Era la misma de hace diez años, cuando la vi por última vez. Sin embargo, aquí yo estaba íntimamente relacionado con esta Lena, pues nos unía una misma profesión.

– Le sacaron el casco de metralla -dijo, pegando a duras penas los labios.

– ¿Y él?

– Va a vivir -respondió, y, después de un momento de silencio, agregó-: ¿Acaso esperabas lo contrario?

– ¡Pero, Lena!

– ¿Por qué lo hiciste?

– Porque ocurrió una desgracia. Perdí la memoria. Olvidé de pronto todo lo que sabía; hasta mis costumbres profesionales. En esas circunstancias, no debía, ni tenía derecho a continuar la operación.

– ¡Estás mintiendo! -exclamó ella, mordiéndose los labios con furia.

– ¡No! No miento.

– ¡Estás mintiendo! ¿Improvisas o lo pensaste de antemano? ¿Piensas que habrá una persona que dé crédito a tus palabras? Exigiré expertos especiales en la investigación.

– ¡Exige! -le respondí suspirando.

– Ya hablé con Kliónov. Escribiremos una carta en el periódico.

– No, no la podrán escribir. No estoy engañando a nadie.

– ¿A nadie? Yo sé muy bien por qué lo hiciste: por celos.

– ¿Celos de quién? -pregunté riendo.

– ¡Hasta te ríes, canalla! -exclamó.

Y, antes de que pudiera agarrar su mano, me golpeó en la cara con tal fuerza, que a duras penas me mantuve de pie.

– Canalla -repitió ella, ahogándose en lágrimas; y en el paroxismo de su cólera, empezó a gritar desenfrenada e histérica-: ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Si no hubiera sido por Asáfiev, Oleg hubiese estado ahora muerto! ¡Muerto! ¡Muerto! ¡Muer…!

Una oscuridad súbita cortó sus gritos.

EL SUEÑO RABIOSO

Quedé ciego y sordo, mientras mi cuerpo paralizado caía al piso. No podía moverme, ni sentía nada, sólo el frío de la madera pulida en la sien. Ignoro las horas, minutos, quizá segundos, que se prolongó esta sensación. Perdí la noción del tiempo.

De pronto, la oscuridad se aclaró, como la tinta china en papel watman. Se veía un estrecho corredor, iluminado por una débil lámpara eléctrica, que terminaba bruscamente en una escalerilla escarpada conducente a. la luz diurna.

Permanecí parado, apoyando la cabeza en la pared pulida y agarrado al pasamanos que se extendía a todo lo largo del corredor.

Lena, parada ante mí, me miraba de otro modo, con una compasión incomprensible.

– ¿Te mareaste? -inquirió-. ¿Tienes náuseas?

En realidad estaba mareado y sentía el suelo moverse como un columpio.

– Es por el cabeceo -aclaró ella-. Ya estamos entrando al puerto.

– ¿Adonde? -indagué intrigado.

– Al puerto de Estambul, profesor. Despabílese.

– ¿Qué dices?

Rió. Y yo, como antes, no podía atrapar el recuerdo de lo pasado. Esto era otra metamorfosis diabólica. Pasaba de un sueño a otro. ¡Era una función en colores!

– Salgamos a la cubierta. Allí, al viento, te sentirás mejor. -Diciendo esto, me arrastró consigo, agregando-: Además, miraremos cómo es la ciudad, aunque ya empieza a llover.

La lluvia no caía, sino que pendía en el cielo como una niebla. El panorama de la orilla, a través de la red de agua, parecía una mancha abstracta y amorfa donde fulgían, aislados y nebulosos, los minaretes y cúpulas azul y verde. Sobre nosotros se empujaban las nubes.

– Habrá que ponerse el capote -aseveró frunciendo el entrecejo y tapándose los ojos con la mano para evitar las pequeñas gotas de agua-: Espero que no bajes sin abrigo. ¿En qué camarote estás? ¿En el siete? Bueno, entonces espérame en la escala o en tierra. ¿Bien?

Ahora sabía el número de "mi" camarote. ¡Qué se le va a hacer! Buscaré mi capote. Las travesías por mares y países son siempre curiosas; hasta con lluvia y en sueños.

En el camarote, encontré a Sichuk agitado frente a su litera y metiendo apresuradamente en los bolsillos papeles y paquetes. Al verme, se turbó, y preguntó:

– ¿Está lloviendo?

– Sí -respondí maquinalmente, preguntándome por qué los sueños me hacen tropezar con los mismos personajes-: ¿De qué te estás llenando los bolsillos?

Sichuk se desconcertó:

– No es nada… son souvenires para cambiar… ¡Así que está lloviendo! -musitó bajando la vista-. Qué malo. Nos agruparemos en el montón… sosteniéndonos mutuamente. Pero a pesar de esto, nos podríamos perder…

En este momento, recordé lo que Sichuk había hecho en la vida real en Estambul. En la realidad y no en sueños.

– ¿Cómo se llama nuestro barco? -pregunté curioso.

– ¡Qué! ¿Lo olvidaste? -inquirió a su vez, mirándome intrigado.

– No sé por qué no puedo recordarlo.

– Se llama "Ucrania". ¿Por qué? -indagó inquieto.