Müller, taciturno y meditabundo, jugaba con su Walfer.
– Bien, comprobaré. Llamaré a von Gennert. Él debe saber. Pero ten en cuenta que, si esto es una burla, yo mismo te fusilo. ¡En el acto!
Diciendo esto, se acercó al teléfono. Durante unos minutos estuvo hablando, firme, como si pasaran revista. Cuando acabó, impávido, dejó caer el auricular y, sin mirarme, lanzó su pistola al diván.
– Bueno, ¿y qué? ¿Me equivoqué? -pregunté acercándome a él.
En su rostro reflejábase una perplejidad ilímite y desconcertante. Me miraba, como preguntándose: ¿no será Serguéi un representante del mando supremo?
Por fin, dijo:
– A pesar de que no lo han informado oficialmente, Gennert lo sabe. Le asombró que yo lo supiera. Tuve que zafarme con astucia para no cometer un error.
– ¿Y no te comunicó que ya Hitler declaró el luto en memoria al sexto ejército?
– ¿También eso sabes? -preguntó, parado, sin quitarme los ojos de encima, asombrado y sin comprender nada-. ¿Cómo lo sabes? No pudiste saberlo ayer. Está claro. Y hoy, ¿quién te lo pudo decir? ¿Te trajeron con otra persona?
– Hoy por la mañana… -aclaré- hoy por la mañana tu Paulus todavía lanzaba coces.
Parpadeó de prisa:
– Quizás alguien captó la transmisión moscovita.
– ¿Dónde? ¿En la Gestapo?
– No comprendo -dijo-. De eso nadie sabe en la ciudad. Estoy convencido de ello.
De pronto, en mi mente surgió una idea, la idea de que aún podía salvar al desafortunado Jekylclass="underline" "Hasta la mañana, por lo visto, no lo amenaza nada; pero más tarde cuando recupere su conciencia, liberado ya de mi intromisión, su vida correrá gran peligro; por ella no daría ni un kopek. Müller lo liquidará sin ceremonias, y más aún cuando declare que no recuerda nada de lo que sucedió el día anterior. Siendo así, hay que pensar en algo. El juego será muy difícil".
– No te esfuerces en adivinar, Genka -le dije-, de todas maneras no podrás. Sencillamente, no soy una persona corriente.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– ¿No has escuchado o no has leído lo que sucedió en Moscú con un grupo de investigadores en el año 1940? -pregunté improvisando-: En los países capitalistas hicieron mucho ruido con respecto a esto. En síntesis, era un grupo de telépatas.
– No, no he escuchado nada -contestó perplejo.
– A propósito, ¿sabes qué es la telepatía?
– Es algo así como la transmisión de pensamiento a larga distancia.
– Más o menos. Este problema no es nuevo. Hasta Sinclair escribió sobre él, aunque de una manera idealista. Nuestros científicos, por el contrario, hicieron importantes pruebas en este campo con bases científicas. Según ellos, el cerebro es como un receptor de microondas que capta, a cualquier distancia, el pensamiento, que se mueve en forma de ondas de longitud inconcebibles, mucho menor que el micrón. Cualquier individuo posee esta cualidad en estado embrionario. Sin embargo, si encuentra el cerebro-perceptivo, o sea, el receptivo a la inducción, es posible desarrollarla. Nuestros científicos realizaron experimentos con diferentes individuos y muchos pasaron la prueba, entre ellos yo.
Müller se sentó en el diván frotándose los ojos.
– ¿Acaso estoy durmiendo? No comprendo nada.
Por su rostro, comprendí el efecto de mi juego: casi creía. Ahora sólo había que quitar este "casi".
– ¿Has leído alguna vez sobre Cagliostro o sobre Saint-Germain? -inquirí, y su mirada vacía me dijo que no-. La historia no ha podido hasta ahora explicarse los secretos que rodearon su vida; especialmente la de Saint-Germain. Este conde, viviendo en el siglo XVIII, relataba sucesos que acaecieron en los siglos XII, XIII y XIV, como si hubiera estado presente cuando ocurrieron. Lo consideraban brujo, astrólogo, etc., y lo llamaban el nuevo Ahasvero, y lo invitaban los monarcas a sus palacios. Podía augurar el futuro con absoluta exactitud. Nadie sabía quién era este individuo. Los historiadores eludían el problema con los despectivos: "charlatán", "descarado"…; pero sólo había que decir "telépata". Captaba el pensamiento del pasado y del futuro, como yo.
Müller callaba. Yo no podía saber en qué pensaba. ¿Quizás comprendía que yo estaba charlataneando? ¡Qué importa! Yo poseía una carta invencible e irrefutable: Stalingrado.
– ¿El futuro? -preguntó ensimismado-. ¿Quieres decir que tú puedes predecir el futuro?
"No se deben llevar las cosas muy lejos” pensé. “Müller no es un tonto y está acostumbrado a razonar de un modo realista".
– El tuyo no es difícil de predecir -respondí con perfidia a su astuta pregunta-. Tú mismo comprendes cuál es la situación que se presenta. Después de la batalla de Stalingrado, los guerrilleros y los miembros de las organizaciones clandestinas se esparcirán por todas las regiones. No vivirás hasta el verano, Müller, irrevocablemente morirás.
Sonrió maliciosamente torciendo la boca y aseveró:
– A pesar de todo, el dueño de la situación soy yo. También yo puedo predecir tu futuro; y sin telepatía. Un servicio por otro.
– Por lo visto, ésta es una conversación entre hombres -dije riéndome-. Podríamos cambiar el futuro: tú el mío y yo el tuyo.
Él levantó las cejas sin comprender.
– Bueno, abramos las cartas. Si tú me llevas, hoy mismo, adonde los guerrilleros, yo te garantizo la vida hasta el final de este mes. No te tocarán ni las balas, ni las granadas, nada.
Seguía en silencio.
Y continué:
– Sólo pierdes una cosa muy insignificante: mi vida; y ganas un dineraclass="underline" la tuya.
– Hasta fin de mes -dijo, riéndose sin ganas.
– Yo no soy todopoderoso.
– ¿Cuáles son las garantías?
– Mis palabras y mis pruebas. Las has visto y te has enterado de las cosas que sé.
Empezó a meditar en silencio y paseando su mirada distraídamente por la habitación. Después, sirvió en las dos copas el resto del coñac. Como no había probado bocado, estaba borracho, y sus manos temblaban cada vez más.
Levantó la copa y musitó:
– Bueno, entonces: ¡buena suerte! Brindemos.
– No deseo beber -le dije-. Necesito la cabeza clara y manos seguras. Dame un arma, aunque sea tu "Walter", y amárrame las manos ligeramente para liberarme con facilidad.
– ¿Y de qué modo te envío? Sabes que tengo jefes.
– He ahí. Envíame hacia los jefes de más rango por la selva.
– Tendrás que ir con el chofer y la escolta. ¿Te las arreglarás?
– ¿No lamentas a tu escolta?
– Sólo lamento el auto -respondió ceñudo.
– Te lo devolveré junto con el chofer. ¿Vamos?
– Bien.
Acercóse al teléfono y llamó.
Quedé sorprendido por la rapidez con que resolvió todo. No pasaron treinta minutos, cuando el "Opel Capitán" rodaba ya con nosotros por el camino cubierto de una capa fina de nieve. Sentado a mi lado, con su metralleta sobre las rodillas, estaba el escolta, un alemán flaco, de rostro malvado. Su maldad me inquietaba tanto como la promesa que le hice a Müller, pues el que prometía era yo y no el Grómov que aparecerá en mi sitio. Pero, ¿cuándo sucederá esto? ¿Y dónde? Debía hacer todo lo posible e imposible para mejorar la situación del desafortunado Jekyll en caso de aparecer en el auto.
Tiré de mis brazos amarrados en la espalda, y la cuerda se distendió aunque no del todo. Sólo necesitaba un pequeño tirón para que mi mano derecha, liberada, empuñara el acero pavonado de la pistola. Ahora sólo debía esperar, porque el sexto sentido, o quizás, el décimo sexto, me hizo prever el acercamiento de la extraña ligereza, el vértigo, y la sombra que apagaba todo: la luz, los sonidos y los pensamientos.
Y, efectivamente, así ocurrió. Aparecí frente a Zargarián, quien me quitaba en la oscuridad los captadores.
– ¿Dónde estuviste? -me preguntó, aún invisible.